Hablando claro. Antoni Beltrán

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que pertenecemos, con los demás habitantes del planeta, al llamado reino animal, que somos los que estamos en la cúspide de la mentada pirámide.

      Cierto que, independientemente del código de sobrevivencia, prácticamente todos los animales que forman la fauna en este globo son territoriales. Y, por eso, son capaces de aniquilarse entre ellos. Incluso las bestias de la misma familia luchan entre sí para crear su hegemonía sobre las hembras. De este particular no es ajeno el Homo sapiens, puesto que sus acciones no difieren en absoluto del comportamiento del resto de los animales que pueblan el mundo. Ni qué decir que nos guiamos por los mismos principios. ¿Qué son las guerras sino una forma organizada para matarse los unos a los otros? Nada difiere aparentemente en el fondo con las peleas de las fieras, salvo que, en este caso, además de los motivos ya nombrados, hay que incluir uno más que son las propias creencias religiosas. Dando motivo, con ello, a perder la vida para ganarla en el cielo.

      Pero aún hay más, esta práctica toma una cruenta relevancia que se puede considerar horrible. El Homo sapiens ha conseguido, con los diversos adelantos técnicos, que la manera para autoaniquilarse haya ido haciéndose cada vez más eficiente. Y, con la llegada al conocimiento de la fusión del átomo, descubrió la forma de devastar al enemigo y con él al mundo entero. ¿Curioso modo de demostrar su inteligencia? Estoy en la seguridad que, si nos enredamos en los vericuetos de la historia, encontraremos muchas justificaciones que defienden las guerras justas. Y una de las primeras, no dudo, será la de la libertad, otra podría ser la defensa de la democracia y así otras tantas, como al lector se le puedan ocurrir. No obstante, resulta un tanto sorprendente que siempre nos encontremos en el grupo de los buenos y que los otros sean, precisamente, los malos.

      Es, como mínimo, curioso. Y, sin embargo, si contemplamos la humanidad de un modo universal, pronto seremos conscientes que algo está fallando en ella. Concretamente, eso a lo que me refiero es nuestra propia especie tan sui géneris, llena de contradicciones, que se halla en una continua ambivalencia, entre lo que representa «sobrevivir y todo lo que evidentemente hace para autodestruirse». Afirmación obvia. Los que puedan pensar de forma egoísta se equivocan. Por la sencilla razón que la humanidad somos todos y esta forma de ósmosis se manifiesta con aquellas palabras del Corán: «Quien mata a un individuo, está matando a la humanidad entera». Por lo que sería conveniente que aceptáramos que no somos nada más que la continuidad de un genoma, que circula en tránsito hacia una evolución de la que ignoramos su recorrido final.

      De este modo, «nuestras acciones no son nada más que una oda a la estupidez». Y eso no es precisamente el camino que nos conducirá a un lugar solaz, como la mayoría suele creer, sino que estamos inmersos dentro de un código de actuación que, como antes ya indicaba, es el de la sobrevivencia, para después destruirnos, lo que puede representar el fin del todo absoluto. Quizás en algún momento descubramos que el miedo a ese enemigo desconocido es, precisamente, el que habita dentro de nosotros y, consecuentemente, somos nuestros peores adversarios.

      Sí, nosotros mismos. Realmente sobrecoge que, por más adelantos que haya en todos los campos científicos y si destacamos para ello, necesariamente, «la medicina», los humanos por medio de los clínicos seamos capaces en ocasiones de «curar», para luego explotarnos unos a los otros y, finalmente, «aniquilarnos». Y es aquí donde vuelve a surgir nuevamente la estúpida contradicción.

      Será por este motivo que parezca un tanto irónico cuando escucho o leo las glosas al enaltecimiento del «amor». Sí, sorprende tanto boato con esta palabra que la humanidad respeta tan poco. Ni en los países, ni en las ciudades, ni en los pueblos, ni en las aldeas más pequeñas, ni en el propio clan, y, mucho menos, en la familia más directa, se puede observar un vestigio con garantía de duración de ese sentimiento que es el amor que tanto se airea.

      Supongo, lector, que te habrás extrañado de esta contundente afirmación, ¿verdad? Pues tú amas a tu pareja y no digamos a tus hijos y también a tus padres y a tus amigos. ¿Cierto? Y si es así. ¿Es que, acaso te consideras la única persona de este mundo capaz de sentir ese amor eterno e incondicional? Si te preguntas por qué lo digo solo tienes que observar a tu alrededor. ¿Cuántos amigos conoces que, en la actualidad, están divorciados? Unos cuantos, ¿cierto? Espérate, ya que, en la medida que pasen los años, irás viendo como la lista se engrosa cada vez más. Y, tal vez, hasta tú también puedes llegar a formar parte de ese grupo.

      Lo mismo hago extensivo a esos amigos que de solteros se consideraban más que hermanos. Luego, la cruel realidad, los intereses creados y los años transcurridos los transforman en un extraño más. Puede parecer mentira, ¿dónde fueron a parar todas aquellas promesas de la ya lejana juventud? Podrás pensar que eso no ocurre con los hijos y ahí te tengo que dar la razón. Ahora bien, no es por los motivos que puedes suponer, «eso no es amor». Sí, has leído bien. O, al menos, no es amor como entendemos los otros amores. ¿Y si no es amor qué es? «Instinto». Sí, puro instinto, expresado por encima de cualquier voluntad.

      El instinto es la fuerza que usa la naturaleza y que ha inculcado a casi todos los animales «para asegurar su sobrevivencia como especie». Con eso, los humanos tampoco somos una excepción. Un hijo, puede tener un comportamiento muy perverso con sus padres, sin embargo, estos siempre encontrarán una razón para perdonarlo. Cuestión que no ocurrirá con tanta seguridad si sucede al revés.

      Ahora damos otro giro y nos preguntamos: «¿puede haber algo más horroroso que maltratar a la persona amada que, además, es la madre de tus hijos?». Y cuando digo maltratar debería añadir también matar. Sin duda, es uno de los crímenes más execrables. Todos los asesinatos son siniestros, aun así, cometerlos contra la persona por la que crees que has sentido tanto parece totalmente patológico y no es que lo parezca, sino que lo es. Frente a estos asuntos, el mundo occidental pretende ser justo y, por ello, lucha contra ese maltrato que ejecutan algunos hombres sobre sus parejas. Se dice que la responsabilidad de todo es de la «cultura machista» que ha recibido el niño en su educación. Y para resolverlo se dictan leyes, a fin de que los castiguen debidamente. Entre tanto, el tiempo va transcurriendo y cada asesinato de una fémina es motivo de manifestaciones populares. Los políticos emiten consignas, aludiendo que hay que parar esta atrocidad para evitar que se repita. Pero, a pesar de todas estas proclamas, se continúan sucediendo, tanto el maltrato como, desgraciadamente, los asesinatos.

      Sí, puede parecer una la lectura compleja y quizá convenga repasarla. Sin embargo, este es el momento que quienes me hayan leído hasta aquí no encontrarán en mis palabras una contradicción. ¿Acaso no he afirmado que los padres son incapaces de dejar de querer a sus hijos? ¿Cómo los van a matar? Cierto, salvo por una sola razón; que se encuentren «trastornados», precisamente por la influencia de los mentados sentimientos. ¿Qué ocurre?, ¿probablemente el mundo se ha vuelto loco? No, el mundo siempre ha sido así, simplemente que ahora los «medios de comunicación» en busca de la noticia, cuanto más lúgubre, mejor —ya que vende más—, se cuida de airear lo que antes era una noticia local y pasaba por ello más desapercibida.

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