Hablando claro. Antoni Beltrán

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Hablando claro - Antoni Beltrán

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de la historia antigua sirve para reflexionar si aquellas invocaciones, que antiguamente se hacían, respondían a una fuerza desconocida, incluso hoy en día. De otro modo, si continúas leyendo, encontrarás el sentido práctico que pudieron tener las exhortaciones, consideradas mágicas, entonces.

      La magia solo existe si crees en ella, por contra, ya entramos en el mundo de la lógica, ese que está lleno de las limitaciones que conocemos. Un día, alguien hace algo inédito y entonces ya no se llama magia, sino que es una nueva lógica que viene a sustituir a la antigua. Por lo que yo hablaría de la magia con respeto, puesto que posee distintas vertientes. A estas incógnitas, la neurociencia está buscando respuestas y, pese a que ya es un estudio centenario, escasamente se ha avanzado, si lo comparamos con todo lo que falta por descubrir. Pero ¿qué saben los médicos en la actualidad de magia? Poco, muy poco, ya que sus razonamientos se basan en conocimientos que le cierran las puertas a la posibilidad de aceptar otros nuevos e inéditos, sobre todo cuando estos representan un cambio de paradigma.

      Precisamente, es a esa magia real o metafórica, dependiendo cómo se la interprete, a la que se le niega siquiera una reflexión, por no entender la medicina de otro modo del que se ha comprendido siempre. Sería como decir: «que solo se es capaz de aceptar la única cara de la luna que siempre se ha divisado». Sin poder imaginar que, en la curación, puedan intervenir otros factores que no sean «las intervenciones quirúrgicas», «los propios fármacos» y en según qué casos, «la prohibición de determinada alimentación».

      Hace un tiempo, un niño le hizo una pregunta, que se podría considerar disruptiva, en uno de sus viajes al «papa Francisco»: «¿Qué hacia Dios antes de crear el mundo?». Ante esta interpelación, el papa titubeó por unos instantes, poco importa ahora lo que contestó, tuvo que improvisar una respuesta para la que no estaba preparado, ni él ni todos los ministros de la Iglesia que le habían antecedido. Pues bien, algo parecido me ha ocurrido, siempre que he tenido la ocasión, de preguntarle a algún médico sobre si creía que, además de los conocimientos que ya practicaba, aceptaría que pudiera haber alguna otra manera de influir en la curación de los enfermos. En los últimos tiempos, he estado hablando de este asunto con tantos médicos como me ha sido posible y, al llegar ahí, algunos me reconocieron que no negaban que a la medicina le pudiera faltar algo, pero ignoraban lo que pudiera ser.

      En mi anterior libro, Del hechicero a la medicina actual, planteaba algunas dudas sobre ciertas prácticas de los clínicos. —Deseo hacer la aclaración que no me refiero a ninguna de índole técnico—. Después de reflexionar sobre este asunto y teniendo en cuenta la experiencia que viví durante mi enfermedad, he sido consciente que, lo que me mantuvo en activo en la lucha contra mi dolencia, era una fuerza que surgía de mi interior y que me animaba a continuar. Recuerdo aquellos momentos pesimistas que me transmitían mi familia o los propios facultativos, que algo dentro de mí me decía: «Tú puedes, saldrás de esta». Imagino que puede resultar un poco difícil de creer. Pero puedo asegurar que eso era lo que sentía.

      ¿Cómo se podría explicar científicamente esta actitud? Seguro que, desde un punto de vista médico, no se puede justificar de otra forma que no sea por entereza. ¿Pero eso es suficiente? Y si no, ¿qué podría ser? ¿Quizás esa magia a la que antes me refería? Sería fácil que mi respuesta se ajustara a cualquiera de las incógnitas que he planteado, pero no es así. Una de las primeras cosas que hice cuando me restablecí fue buscar respuestas a esas maneras que me ayudaron tanto.

      Sí, es esa fuerza interior que siempre me ha acompañado, la que produjo en mí un estado proclive a la curación, debido a mi voluntad para que sucediera. Eso se podría entender, si se siguen las afirmaciones del biólogo Bruce Lipton (1944), el cual desarrolla una teoría que habla de la influencia que puede ejercer la psiquis en el organismo. De otro modo, es lo mismo a decir que las convicciones pueden llegar a ser deterministas. No obstante, la cosa no la dejé allí y buscando aún más, fue cuando hallé los «campos morfogenéticos». —Que es precisamente, los que le dan el título a este episodio y de los que más adelante informaré, con todo tipo de detalle—.

      Pero atención, todo está escrito en primera persona, porque fue exactamente lo que yo experimenté. Los que me han leído, ya saben que no soy amigo de usar soluciones ilusas o esotéricas y no va a ser ahora cuando comience. Si algo se me reconoce, es que, en todos mis escritos, busco el modo de documentarlos, ofreciendo nombres y fechas comprobables. Y, en eso, es en lo que fundamento el aval de este relato. Con esto finalizo este preámbulo, aunque después volvamos otra vez a retomar las reflexiones que aquí he dejado.

      Para comprender mejor la esencia de este capítulo, es necesario viajar en el tiempo y llegar a los principios de la socialización del Homo sapiens… dentro del eslabón perdido de la transición, de lo que posteriormente alumbraría el nacimiento de nuestra especie. Nacería con esta «la consciencia y, con ella, el conocimiento de la enfermedad». Perturbación que creaba el malestar de las personas. Si bien, pronto se quiso buscar al sujeto responsable, hasta que se encontró. ¡Vaya si se encontró! Fue esa, precisamente, una de las razones fundamentales para encontrar en el animismo las respuestas de los misterios insoldables del universo, el cual, por cierto, quedaba muy reducido en aquellos arcaicos tiempos.

      «Animismo» —palabra que en latín significa: alma—. Concepto que bien pudo ser la primera forma de credo que tuvo el Homo sapiens. Ahí coincidían diversos modos de entender la magia de las cosas que les sucedían. Las montañas, los ríos, el cielo, la tierra, las plantas, los árboles, los animales y hasta las rocas. Cualquiera de los elementos que los rodeaban poseían alma y, consecuentemente, conciencia propia.

      Por eso, dentro de esta configuración cabía la creencia que cualquiera de estos sujetos pudiera sufrir la transformación en seres espirituales, entre ellos se encontraban los propios parientes ya fallecidos, transformados en espíritus antecesores. Todo tomaba una extensión a lo sobrenatural, que se conformaba en los elfos, unos seres bondadosos, pero que, a la vez, también eran responsables de las enfermedades. Estos habitaban los espacios que ocupaban los humanos, pero no se dejaban ver.

      Precisamente, allí se encontraba la esencia de la enfermedad, proveída por espíritus maléficos que penetraban en el cuerpo de las personas, aquejándolas de un mal que, de no superarse, llegaban a fallecer. Ahí fue, necesariamente, donde se toparon con los que ostentaban el oficio más antiguo, el de hechicero o gran sacerdote que, inmediatamente, se convirtió en sanador —del latín, médico—, lo que provocó con seguridad que fueran interpelados del siguiente modo… «¿Quiénes son esas gentes que osan violentar la voluntad de los espíritus?». Esta pregunta bien se la pudieron haber planteado a los primeros sanadores, que se atrevieron a entrometerse en el destino final de los humanos.

      Sí, me estoy refiriendo a lo que anunciaba al principio del capítulo anterior, cuando indagaba: «¿cómo eran los que tenían el deber de intentar curar al enfermo?». Más adelante, lo completaba con otras preguntas, donde trataba de averiguar; «¿quiénes éramos, de dónde veníamos y hacia dónde íbamos?». Añadiendo la advertencia que, tanto médicos como clientes —pacientes— éramos los mismos. ¿Recuerdas? Pues bien, las preguntas ya fueron contestadas a lo largo del episodio al que me estoy refiriendo. Y lo que quedó pendiente de concretar fue; «¿cómo son los médicos? A lo que ahora, para complementar, creo conveniente añadir; «¿cuáles son las peculiaridades y conocimientos que deben poseer?».

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