Hablando claro. Antoni Beltrán

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la vida, según sea su «modelo mental»14 y, eso, influye forzosamente, en la manera de «interpretar su labor profesional».

      El modelo mental es, considero, la clave que ha de permitir que los profesionales de la salud desarrollen su labor de acuerdo a las necesidades que la sociedad actual precisa. Si bien, el hándicap que se plantea es la negación que hacen las universidades de estas cuestiones. El asunto no es tan solo una asignatura pendiente, sino que es preciso sensibilizar a los «órganos responsables de la medicina» de la tendencia que hay a no querer reconocer la importancia que tiene la mente en la curación.

      Estos son los que se escudan detrás de las distintas pruebas analíticas, impidiendo esta nueva concienciación que, a mi juicio, se ajusta científicamente a lo que deseo presentar; los «campos mórficos» que, supongo, son un conocimiento del que presumiblemente pueden adolecer. Cuya fuerza es la compensación a la medicina mecanicista que se practica y que, aunque ya se posee, no se tiene consciencia de ella. Si la entendemos como un impulso, puede representar una gran ayuda en el trabajo, pero, a la vez, y depende cómo, puede resultar devastadora para los enfermos cuando son consultados.

      Observadas estas particulares, volvamos nuevamente al argumento con que iniciaba el segundo apartado de este capítulo. Como anteriormente ya relataba, desde los principios del Homo sapiens la enfermedad estuvo considerada un castigo que enviaban los lémures, por algún incumplimiento de los deberes a que estaban obligados, ya fuera el interesado o su propio clan. Cualquiera que estuviera en aquella situación y lo contemplara desde el mundo de hoy tendría que apreciar la grandeza de aquellos heroicos ungidos que, enfrentándose a los espíritus, les discutían con todo tipo de argucias, entre las que abundaban las ofrendas a cambio del destino que habían deparado para los aquejados desvalidos.

      Y ello fue, sin ningún tipo de duda, lo que le dio a esta profesión un plus muy distinto a cualquiera otra que la civilización haya podido conformar. Ser médico: «equivale a salvar vidas. O, al menos, a intentarlo». ¿Puede haber una labor más grande a la que dedicarse en este mundo? No. La pregunta no es baladí, de sus conocimientos y de su voluntad surge que se estén alcanzando las edades, cada vez más longevas, que disfrutamos. Pero, no es solo eso, también la calidad de vida que en la actualidad gozamos se la debemos a estos profesionales, los cuales lo hacen sin buscar más prebendas que el éxito en su trabajo. Sin duda, no hay nada que pueda compensar tan importante ofrecimiento como es la vida.

      A todo esto, quisiera añadir que los que eligen por profesión la medicina están aceptando una forma de vivir propia de un sacerdocio, o diría más, de la disciplina de un samurái, con los valores que le acompañan, como son: honradez, respeto, cortesía, benevolencia, honestidad y lealtad. Desgraciadamente, todos esos méritos en conjunto escasean y solo los que sean capaces de cumplirlos «podrán desarrollar la capacidad de empatía», imprescindible hoy en día, para el adecuado desarrollo de su labor.

      También se les exigirá guardar los secretos de los enfermos que atiendan. Ahora bien, durante muchos años, la obligación del enfermo a decir la verdad era propia de las confesiones con los sacerdotes, hoy, esta verdad es imprescindible que sea transmitida al médico. Razón por la cual, el médico jamás debe mentir en sus relaciones sociales, so pena de quedar desacreditado profesionalmente. Pues una mentira pondrá en duda todas las verdades que, a lo largo de su vida, haya podido ofrecer.

      Además, es conveniente que mantengan una vida discreta, fuera de las estridencias del mundanal ruido. Hay que reconocer que, la gran mayoría, obran de buena fe, con un desapego total en el momento de ejercer su labor. No buscando en ella otra compensación fuera de su propio entusiasmo, a sabiendas que se requiere mucho esfuerzo y como indicaba, no es precisamente para lucrarse en exceso, y por ello su contraprestación tiene un eminente cariz vocacional.

      Y aún se le debe añadir otro precepto, el de estar perpetuamente obligado a estudiar todas las novedades que se le ofrezcan dentro del hermético mundo de la medicina. Esencialmente, ese es uno de los problemas que, en estos tiempos, se evidencian en el desarrollo de su labor, donde el médico se ha transformado, a la vez, en un funcionario sin tiempo para actualizarse.

      Representaba, para aquellas esforzadas gentes, adentrarse en el mundo de lo desconocido. Curioso, sí, porque hoy, aunque de otro modo, está sucediendo lo mismo. ¿Acaso la lucha contra la enfermedad no representa, en algunas ocasiones, zambullirse en un espacio donde se penetra en un cosmos lleno de incógnitas y de dudas? En el que la respuesta que da un organismo difiere totalmente de la que se obtiene de otro. Esto se reconoce con la afirmación: «No hay enfermedades, sino enfermos». Y en esta réplica, pueden influir un montón de factores, genéticos y de otros tipos; cabe destacar «la región del mundo» y, de un modo más concreto, «el distrito de la ciudad donde se habita».

      Componentes que, en mi opinión, la medicina, tan tecnificada de hoy, no tiende a valorar excesivamente. Diría más, a pesar de que muy a menudo se hacen evidentes esos factores, se desprecian, pero solo es por ignorancia, ya que se tienen como elementos distorsionadores de la posibilidad de curación. Es precisamente ahí donde se pueden encontrar actualmente «esos malos espíritus». Confundidos dentro de ese marasmo «de información harto tecnificada». Parece que, la enfermedad, es lo único a vencer. Obviando que el que verdaderamente la sufre es el enfermo.

      Desde hace algún tiempo, distintos especialistas de enfermedades de difícil curación reconocen públicamente que, en casi todas ellas, se encuentra, en el desarrollo de la propia dolencia, un «detonante psíquico». ¿Eso podría representar la localización «de los metafóricos malos espíritus» que, hoy, embargan la salud de los enfermos? No podría ser de otra manera, lo que siempre ha acosado al Homo sapiens han sido sus propios miedos. Temores causados por el sentimiento de culpa que le persigue allí donde quiera que vaya. Para abundar más en el asunto, diré que esos miedos se pueden conjugar con situaciones sufridas por las personas que, según sus creencias, han podido incumplir. A las que también podríamos incluir otras, como son: el fallecimiento de un ser querido, separaciones no deseadas y sucesos como la falta de empleo y cualquier cuestión desencadenante, en torno a estas circunstancias.

      Todo esto puede dar una idea de la pesada carga que recae sobre la responsabilidad de pretender curar. Si bien, aunque pueda resultar, como mínimo, sorprendente, esta es una de las causas que, en la actualidad, tiene que luchar el médico. Sí, me estoy refiriendo a la creencia, sea o no consciente, que se enferma por culpa de comportamientos indebidos, propios o ajenos. Ya no es solamente por los síntomas que pueda padecer. Porque en el caso que no se evidencien, se debería aceptar que no hay enfermedad. No obstante, eso, en ocasiones, no resulta suficiente. Ante la necesidad que se le garantice una salud segura, «se someten voluntariamente a chequeos, que pueden conllevar, la esclavitud del diagnóstico».

      En este particular, formalmente, la apariencia del supuesto enfermo es poco determinante; lo que se valora son las pruebas analíticas. Cuando sus resultados concretan la detección de posibles células tumorales, se inicia inmediatamente todo el protocolo previsto en estos casos y se procede a extirpar la zona dañada. Y… Sí, ahí es donde la literatura científica difiere. Pues considera que, una determinada cantidad de este tipo de células bien podría haber sido absorbida por el propio organismo, de haber dejado que la naturaleza hubiera seguido su curso.

      Se

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