Hablando claro. Antoni Beltrán
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Ya que el solo hecho de nombrarla dentro de este libro, «cuya pretensión es profundizar en el indispensable conocimiento de lo que son los campos mórficos, su consecuente efecto, así como la precedente filosofía y cambio de actitud que los médicos deben poseer para poder ejercer su labor de un modo más eficaz», pudiera ser motivo para que más de un profesional considere que eso se escapa de unos conocimientos que él no cree poder practicar y, por ello, difícilmente considerará que aporte.
Quizás con este ejemplo pueda convencer a los remisos en aceptar que hay ciencia, hoy por hoy, que no siempre es demostrable. Para ello tendríamos que trasladarnos a períodos muy nefastos para el ejercicio de la medicina. Sí, me estoy refiriendo a aquellas donde se etiquetaba como «peste», a una enfermedad de la que se desconocía su motivación. O, mejor dicho, no eran los pájaros los que transmitían por el aire aquel maldito padecimiento, como se llegó a creer. Ahora imaginemos por un momento cuál hubiera sido la reacción si un médico medieval hubiera anunciado a bombo y platillo que había descubierto la cura de aquel terrible mal. Hoy sabemos qué causas la provocaban, pero en aquellos tiempos era la predicción de una muerte, en la mayoría de los casos, segura.
En aquel error del pasado puede que encontremos la respuesta a lo que hoy representa «el cáncer», como enfermedad, cuyo uso de su nombre altera a las personas por el miedo a sufrirlo. Y, si es así, ¿qué diferencia podríamos hallar con la peste que por tantos siglos laceró al mundo conocido? Visto de esta manera, ¿se puede asegurar, sin temor a equivocarse, que hoy día se posee una comprensión de la ciencia muy distinta a la de entonces? Fundamentalmente, no, y eso nos insta a evitar la aceptación de nuevo, igual como sucedió en aquellos tiempos, con esa maldita enfermedad, a la que se consideró como un castigo de Dios, título que se le dio a la peste.
Puede que esta sea la razón por la que cuando se afirma el reconocido adagio: «que ciencia es todo aquello que se puede demostrar repetitivamente». Si bien eso, considero, se hace, a modo de letanía, sin ninguna consistencia de lo que se está manifestando. ¿Y si fuera necesario entender que, entre otras cosas, formamos parte de una «carga de información» y, solo así, se puede comprender la naturaleza? ¿Y si ese mundo metafóricamente mágico, del que tanto hemos hablado dentro de este episodio, existiera? ¿Y si ese «valor añadido», que le estoy demandando al médico hubiera alguien que ya lo hubiera descubierto y desarrollado?
Tal vez todo esto, leído de este modo, pueda parecer unas ideas más o menos bien intencionadas que he pretendido a hacer. Pero no, voy a mostrar que esta consideración, la cual ya me he adelantado ofreciendo su nombre, está basada en ciencia. Y que su desarrollo se lo debemos al bioquímico Rupert Sheldrake (1942), doctor en ciencias naturales, por la «Universidad de Cambridge e investigador en el Institute de Ciencias Noéticas de California». Reconocido dentro del mundo de la ciencia por sus trabajos revolucionarios sobre la biología contemporánea, de lo que él ha definido como los «campos morfogenéticos».
No obstante, respetado lector, antes de empezar a leer lo que a continuación sigue, voy a rogarte que intentes salir del paradigma de conocimientos donde te encuentras instalado. Sí, sé que es difícil, pero con este aviso estarás más preparado para comprender mejor, si cabe, lo que a ahora expongo. Antes de nada, considero preciso afirmar que la psicología en Occidente, prácticamente, es una ciencia desconocida, y lo que se practica podríamos considerarlo una «seudopsicología».17 Nada comparable, por ejemplo, con las prácticas de Oriente, donde su desarrollo, dentro del budismo, tiene una antigüedad de 2500 años. Esa es, sin duda, una de las trabas para que desde aquí no nos sea fácil aceptar este tipo de teorías.
El mundo Occidental estuvo instalado en un gran oscurantismo, provocado básicamente por la Iglesia católica. Todo era según lo que demandaban «los textos bíblicos y las doctrinas aristotélicas». En aquel entonces estaba prohibido experimentar, pues, según se creía, las verdades del universo estaban reservadas a la voluntad de Dios. Ahora bien, hubo algunos que se rebelaron contra esta situación, quienes, o bien se tuvieron que retractar, o fueron condenados a la hoguera por «el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición». Todo ello comenzó a cambiar con la llegada de la llamada época del Renacimiento. Aun con todo, la evolución fue muy lenta, tanto, que aún hoy se pueden encontrar vestigios de aquellas ideas.18
Por lo que considero de mayor aporte centrarnos en lo que ocurrió a este respecto el siglo pasado. Ahí fue cuando apareció un médico, cuya aportación a la psicología dio luz a estos asuntos. Efectivamente, Carl Gustav Jung (1875-1961) fue el primero en hablar de la «herencia filogenética y ontogenética», así como del extraño fenómeno de la «sincronicidad»19 y la relación que tiene todo ello entre la mente y el cuerpo. Más tarde, ya en este siglo, llegaría el Dr. Rupert Sheldrake. Ambos, curiosamente, aunque en diferentes etapas, estudiaron en Oriente las conexiones que existen entre el cuerpo y la mente. También es cierto que, en honor a la verdad, en este desarrollo hubo otros más, pero, para el estudio que estamos exponiendo, no resultan necesarios.
El Dr. Jung fue maestro del científico Wolfang Pauli (1900-1958), uno de los artífices de la física cuántica. Con la aparición, a principios del siglo pasado, de la ya nombrada «teoría de los subátomos». El mundo no tuvo por más que aceptar que había otras vías inexploradas que pertenecían a secretos desconocidos del universo. Señales que han descansado olvidadas a nuestro alrededor durante generaciones, debido a los prejuicios —como anteriormente ya he indicado— arraigados en el pensamiento de épocas pasadas. Como consecuencia de todo esto, hay muchas cosas que desconocemos sobre la naturaleza biológica de nosotros mismos, de los animales, de los vegetales y hasta de los propios minerales.
Lo que en realidad sorprende es que este conocimiento, a pesar de estar al alcance de todos, haya permanecido ignorado. Puesto que, como ya he advertido en las distintas conversaciones que mantuve con médicos, jamás admitieron conocer su existencia. Por eso, en el momento de hacerles la pregunta tuve la sensación de pretender cruzar las líneas de sus conocimientos. Lo que equivalía a que ellos, que se consideraban «auctoritas profesionales en la materia», se extrañaran por atreverme a realizar una pregunta donde no poseían respuestas académicas.
Antes de empezar a desarrollar esta teoría creo que sería preciso analizar qué pretenden decir cuando recurren a usar la palabra «pragmatismo». Por cierto, un recurso al que han recurrido alguno de mis interpelados. ¿Qué es lo que representa? Pues hasta la llegada de la teoría que se está cuestionando, la «intuición» era uno de los misterios más difíciles de explicar racionalmente. Llegando hasta hace poco a ser negada en las universidades; es más, aunque públicamente no se quiera reconocer, muchas veces, los diagnósticos están influidos por ella —más adelante ofreceré más detalles—.
«Con la aportación de esta teoría, el Dr. Sheldrake pretende descifrar el código de la vida. Y es ahí donde plantea que el genoma humano ha revelado que tenemos unos 25 000 genes, muchos menos de los que se creía, entre tanto, el genoma del chimpancé una vez secuenciado, es prácticamente igual que el humano. Poseemos el mismo tipo de proteínas y genes, por lo que apenas se ve la diferencia. Pero, de todos modos, es evidente que somos diferentes.
Y… Si eso no se puede explicar mediante los genes, ¿qué explicación puede tener? La respuesta, según, el Dr. Sheldrake, la encontraremos en los campos morfogenéticos. Al igual que se pueden construir dos edificios diferentes con los mismos ladrillos y cemento, si se tienen «dos planos distintos», se pueden construir organismos en “distintos campos”. Como es el caso de los humanos y los chimpancés, donde las moléculas que los componen son muy similares.
Eso