Hablando claro. Antoni Beltrán

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Hablando claro - Antoni Beltrán

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Fue en la Antigua Grecia donde se popularizó la filosofía, ya que, en aquellos tiempos, casi todas las evidencias se obtenían mediante su uso. No obstante, no vamos a desechar el «pensamiento científico» que estuvo presente desde el principio de los tiempos del Homo sapiens. Si bien, como era natural, su desarrollo se mantuvo muy mermado por el gran desconocimiento de las reglas que rigen el universo.

      De acuerdo con todo esto, el ensayo está basado en preguntas y evidencias poco justificables. Pues, cuando no hay una certeza científica que pueda corroborar el porqué de ciertas acciones del ser humano, se debe recurrir a la esencia que nos muestra la filosofía. Razón por la cual, al abordar los asuntos inherentes a la «sanidad», es preciso realizarlo de tal modo que exija una imprescindible reflexión. Consecuentemente, la primera cuestión que se plantea es: «¿quién es el enfermo? Y esto, a su vez, crea otra pregunta; ¿cómo es quien tiene el deber de intentar curarlo?».

      Esta última se podría comprender perfectamente dentro del «juramento hipocrático». Promesa al más alto nivel, en la que los médicos hacían y hacen mención a los arcanos de sus antepasados. Pero «¿sabemos en realidad quiénes somos?», «¿de dónde venimos?» y «¿hacia dónde vamos?». Eso teniendo en cuenta, como es natural, que tanto médicos como enfermos somos los mismos seres.

      El 24 de noviembre de 1859, Charles Darwin sorprendía al mundo, supuestamente culto, con su obra: El origen de las especies. Hasta entonces, ese mundo en el que se encontraban los humanos ilustrados no difería en nada de los otros, los que eran considerados no creyentes. Bueno, en algo sí y es que unos estaban en el conocimiento del dios verdadero.

      Después de este preámbulo, vamos a volver otra vez al principio del capítulo. Es en el lugar donde nos encontramos con un ser que se autodenomina sapiens sapiens. Pero, realmente, ¿es merecedor de esta clasificación que se otorga a sí mismo? Evidentemente, la respuesta, si se juzga por sus actos, debería ser un rotundo no. Y, por si pudiera caber alguna duda, a las pruebas que voy a plantear me remito. Si bien, antes de entrar en materia, hay algo que no voy a censurar, aunque en la actualidad es una crítica que está en la boca de muchos. Con esto me estoy refiriendo a la acusación que prácticamente todos los científicos exteriorizan, que el hombre —entiéndase como el género humano— está destruyendo su propio hábitat —la Tierra—.

      Son precisamente los «movimientos ecologistas» quienes abanderan esta cuestión. Parece que solo aceptan a la Tierra como virgen y, en defensa de ella, se olvidan de la sobrevivencia de nuestra propia especie. O quizás mejor, si de ellos se tratara, haría muchos años que le hubieran puesto un límite a la cantidad de habitantes humanos que pueden ocupar el globo terráqueo. Defensores de lo natural a ultranza, entre los que se encuentran varios movimientos, «son los que tienen escrúpulos con los adelantos que ofrece, entre otras cosas, la medicina». Poniendo trabas continuamente a su desarrollo, por considerar que atentan sobre un supuesto orden privativo de la naturaleza, al que hay que respetar a cualquier coste, aunque esto pueda representar acortar la vida. Tal vez esta afirmación no la quieran reconocer, pero, en el fondo de la cuestión, se trata de un miedo atroz, a todo lo que represente el cambio producido de un modo artificioso.

      Esta última aseveración junto con las anteriores son un buen ejemplo «de lo contradictorios que podemos llegar a ser». No se puede negar que nuestra especie ha sido capaz de realizar grandes gestas, debido a la capacidad que tenemos «para adaptarnos a las nuevas situaciones cambiantes». Aunque, eso sí, siempre los desarrollos han sufrido una obstinada obstrucción de los que pretendían dejar las cosas como estaban. Empero, de la misma manera, parece que se olvidan de que este planeta, donde nacimos, no estaba especialmente receptivo a nuestra acogida como especie.

      Para ello, nuestros ancestros tuvieron que cambiar el rumbo de los ríos, abrir brechas en las montañas, aplanar lugares para cosechar, criar y cuidar a los animales. Entre tanto, mil peligros acechaban a aquellos seres, eso, con la pesada losa que representaba la propia debilidad física que mostraban. Esa precariedad los hubiera obligado a permanecer en los lugares cálidos de sus primeros tiempos como especie. Por lo que aparenta, esta situación ha conllevado a la humanidad al llamado calentamiento global. Con esta expectativa, la sociedad de un futuro que, se me antoja próximo, tendrá que buscar soluciones radicales, como puede ser plantearse la vida en nuevos mundos o, por el contrario, aceptar el más estricto control de la natalidad, lo que representaría la eutanasia para el Homo sapiens.

      No obstante, en mi opinión, no todo lo que sucede en el globo terráqueo es responsabilidad de nuestro género. Hoy, con los nuevos medidores de temperaturas, control de lluvias y una larga lista de vigilancias de todo tipo, se nos permite comparar lo que sucede año tras año. Ahora bien, esa media se remonta como mucho a un siglo, cuando no, a menos. Y es aquí donde supuestamente nos hemos olvidado de un fenómeno que prácticamente conocieron los abuelos de nuestros abuelos. Sí, me estoy refiriendo a la llamada Pequeña Edad de Hielo.

      Este largo período, donde el frío se intensificó en varios grados, comenzó en el siglo XIV y llegó hasta mediados del siglo XIX. Con esto, desaparecieron los veranos, tal como los conocemos. Al revés, este fenómeno puso fin a una época extremadamente calurosa. Cuando se ha querido estudiar, al principio se pensó que era un enfriamiento global, pero más tarde se ha descubierto que solo afectó al hemisferio norte.

      Desde entonces, son muchas las conjeturas que se han hecho para justificar el motivo, pero lo cierto es que, de tiempo en tiempo, aparecen nuevas teorías para justificar un fenómeno que, dicho sea de paso, en aquellos tiempos no extrañó a nadie. El cuestionamiento que planteo es que sabemos muy poco de los misterios que rodean a la Tierra. Para que ahora tengamos la arrogancia de autoinculparnos. Sí, reconozco que lo expuesto puede ser una barbaridad. Pero nadie puede justificar o explicar lo que sucedió no hace tantos años.

      La

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