Tórrida pasión - Alma de fuego. Кэтти Уильямс

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Tórrida pasión - Alma de fuego - Кэтти Уильямс Omnibus Bianca

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      Cerró los ojos y aspiró hondo, tratando de calmarse… Cuando los abrió, se sorprendió al ver a Stephano Lorenzetti delante de ella.

      –¿Me estaba ignorando, señorita Keeling?

      Ignorando no; más bien intentando prepararse para la oleada de sensaciones que se le echarían encima. Y eso fue lo que pasó. Stephano llevaba la camisa remangada, dejando al descubierto un par de brazos fuertes y morenos. Además, se había desabrochado unos cuantos botones del cuello, de modo que a Penny se le fueron los ojos sin querer y se quedó embobada contemplando su pecho fuerte y su piel lisa y bronceada. El deseo de acariciarlo fue tan fuerte, que le pareció que le faltaba el aire.

      –No me atrevería, señor Stephano –respondió ella, sorprendida de que su tono fuera lo suficientemente firme como para no delatar los derroteros de su imaginación.

      Él arqueó las cejas bien dibujadas y la miró fijamente con aquel par de ojos de mirada intensa.

      Con la mirada le dijo que no había creído ni una palabra, y para disimular Penny se puso de pie inmediatamente.

      –Estaba pensando precisamente en bajar a verlo; porque me había dicho que teníamos que hablar, ¿verdad?

      –Eso es –respondió él con brusquedad–. Pero ya que estamos aquí, hablaremos en su sala.

      Antes de que ella pudiera mover un músculo, él se había sentado en una butaca junto a la suya. Las dos butacas que había en el cuarto estaban demasiado acolchadas y no resultaban cómodas, y Penny estuvo a punto de sonreír al ver la cara que ponía Stephano.

      –Estas butacas son demasiado incómodas –dijo mientras se levantaba de nuevo–. Llamaré a un tapicero para que las arreglen de inmediato.

      Penny supuso que todas las habitaciones de la casa habían sido amuebladas y decoradas por un diseñador cuya idea principal no había sido el confort, tan sólo la belleza. Eran unas butacas preciosas, pero…

      –Vayamos abajo, allí estaremos más cómodos –resolvió Stephano–. Aquí no nos podemos sentar a gusto.

      Salió de la habitación, y Penny se limitó a seguirlo. Por el camino, no dejó de fijarse en él, en sus hombros anchos bajo la tela de la camisa, en su espalda musculosa, y en el trasero bajo la tela del pantalón, que enfatizaba sin ceñir demasiado su atlético físico.

      Se preguntó si haría mal en fijarse así en su nuevo jefe. Penny se dijo que ante todo debía disimular todo aquello lo mejor posible si no quería perder el empleo.

      Penny no sabía por qué aquel desconocido la atraía tanto. Además, su amiga le había dicho que Stephano Lorenzetti tenía fama de mujeriego.

      De lo que estaba segura era de que a su jefe no le haría ninguna ilusión que la niñera de su hija se fijara en él de esa manera.

      La condujo a su sala de estar privada, una habitación relativamente pequeña en comparación con el resto, donde había unas preciosas butacas de cuero negro y donde la cristalera accedía a un patio lleno de tiestos de begonias de todos los colores imaginables. En uno de los lados había un seto de madreselva cuyo aroma perfumaba el ambiente.

      Penny aspiró con deleite mientras se acomodaba en una de las butacas.

      –Qué bien huele.

      –Me encanta este momento de la noche –dijo él–. Se respira tanta paz. ¿Le apetece tomar algo?

      A Penny le habría gustado mucho, pero sacudió la cabeza. No era el momento de distraerse. Además, él ya embriagaba sus sentidos bastante.

      –Tiene una hija preciosa, señor Lorenzetti.

      Él asintió y esbozó una sonrisa.

      –Gracias. ¿Qué tal le ha ido hoy con ella? –Stephano estiró las piernas, relajándose visiblemente.

      –Desde el primer momento hemos hecho muy buenas migas. Le he gustado, creo; y a mí me ha gustado ella. No tiene nada que temer; cuidaré bien de Chloe.

      –Me alegra oírle decir eso, porque ella lo es todo para mí.

      Stephano tomó su copa, que debía de haber dejado en la mesa cuando había ido a buscarla; y sin poder evitarlo, Penny notó que tenía unos dedos muy bonitos y unas manos perfectamente arregladas y cuidadas. De pronto le vino una imagen intensa aunque breve de esas manos acariciándola…

      El mero pensamiento desató una tormenta tan potente en su interior que le costó muchísimo ignorarlo. Fantasear con ese hombre era una peligrosa ocupación; una ocupación de la que haría bien en olvidarse.

      –Necesito que me cuente exactamente cuáles son mis responsabilidades –Penny se puso derecha, con la esperanza de dar una imagen de eficiencia–. Pensaba que tendría que hacerle la comida a Chloe, pero parece que eso lo hace su ama de llaves.

      –Emily se encarga de cocinar y de la colada –dijo él–, y tengo contratadas a varias personas que vienen varias veces en semana para ayudar con las demás tareas. Por supuesto querré que le prepare la comida a mi hija cuando Emily tenga el día libre. Para serle sincero, señorita Keeling, no estoy muy seguro de cuáles son los deberes de una niñera. Yo…

      Stephano Lorenzetti dejó de hablar, como si hubiera decidido no continuar con lo que fuera a decir.

      –Naturalmente, deseo que se ocupe del bienestar de mi hija, pero cuando ella esté en el colegio, usted está libre; y eso compensará el tener que levantarse temprano y el terminar un poco tarde. ¿Necesita tomarse días libres? ¿Tiene novio?

      –¿Cómo que si necesito tomarme días libres, señor Lorenzetti? –preguntó Penny–. Es mi derecho. Nadie trabaja siete días a la semana –dijo ella con más brusquedad de la deseada.

      Penny achacó la reacción a su evidente nerviosismo.

      –Digamos que su horario es flexible –concedió él–. Pero si tiene novio, debo pedirle que no lo traiga aquí.

      Penny lo miró con gesto desafiante.

      –No tengo novio. ¿Pero no debería haberse informado de eso antes de contratarme?

      Él se encogió de hombros ligeramente.

      –Soy nuevo en esto.

      –¿Entonces se va inventando las reglas por el camino? –le preguntó.

      Él frunció el ceño y apretó la mandíbula.

      –¿Está cuestionando mis valores?

      Penny aspiró hondo.

      –Si mi trabajo depende de ello, no; pero estoy segura de que me entenderá, señor Lorenzetti.

      Para sorpresa suya, él se echó a reír.

      –Touché, Penny. ¿Puedo llamarte Penny?

      ¡Ah, Dios mío, qué bien sonaba su nombre en labios de Stephano Lorenzetti! Su marcado acento italiano le daba un toque sensual y misterioso, y tan romántico… Penny se dijo que haría bien en acostumbrarse

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