Breve historia de la Economía. Niall Kishtainy
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Pensadores como Mun vivieron a caballo entre dos épocas. En un extremo estaba la época medieval en la que la vida económica era local y más informada por la religión y los vínculos personales que por el dinero; en el otro extremo estaba la llegada de una era industrial en la que el dinero mandaba y la vida económica se expandió a través de las regiones y el mundo. Los mercantilistas vincularon estas dos épocas. Fueron algunos de los primeros en anteponer las preocupaciones relacionadas con los recursos y el dinero a las morales, el distintivo de una buena parte del pensamiento económico que los siguió. No les preocupó si la búsqueda de riqueza era algo que las enseñanzas bíblicas permitían. Para ellos, el dinero era el nuevo dios. Cuando los comerciantes se volvieron más poderosos, otros lamentaron la muerte de las formas antiguas de vida en las que lo que se valoraba no era el comercio y hacer dinero, sino la caballerosidad, el honor y la valentía de los caballeros y los reyes. «La era de la caballería se ha ido —dijo el estadista irlandés y escritor Edmund Burke en 1790—. Ha triunfado […] la de los economistas y los calculadores, y la gloria de Europa se ha extinguido para siempre».
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LA ABUNDANCIA NATURAL
Una tarde de 1760, en el Palacio de Versalles, François Quesnay (1694-1774) estaba desesperado. Su amigo y colaborador intelectual, el marqués de Mirabeau, acababa de publicar un libro que molestó a muchas personas. Con el título Teoría del impuesto (Théorie de L’impôt), sonaba más bien aburrido, pero consiguió que metieran a Mirabeau en la cárcel. Quesnay era el doctor de madame de Pompadour, la amante favorita del rey Luis XV. Unos cuantos años antes, a los sesenta, se había convertido (con la ayuda de Mirabeau) en la figura más importante de un grupo de pensadores que se reunían cada martes en su palacio para discutir sus ideas. Se trataba de la primera «escuela» económica del mundo. Quesnay era un personaje reconocido en la corte real y elaboró sus poderosas críticas a la economía francesa de manera respetuosa. Sin embargo, Mirabeau se exaltaba: en su libro abogaba por la propuesta de Quesnay de eliminar los impuestos a los agricultores de Francia y que, en su lugar, se gravase a los aristócratas. El rey estaba furioso e hizo que encerraran a Mirabeau. Madame de Pompadour intentó calmar a su preocupado doctor, diciéndole que intentaría apaciguar al rey y que todo esto pasaría. Quesnay le señaló con pesadumbre que siempre que estaba en presencia del rey lo único que podía recordar era que «se trata de un hombre que puede hacer que me corten la cabeza».
Como había descubierto Mirabeau, los impuestos son algo delicado. Los gobernantes tienen que imponerlos a sus súbditos. ¿De qué otra manera pagarían su corte y a los soldados para defender el reino? En aquella época, Francia gastaba mucho dinero peleando en guerras, y necesitaba aún más para pagar los espléndidos castillos, los banquetes y la joyería del rey y sus nobles. No obstante, primero estaba el problema de a quién cobrar impuestos y luego de cuánto cobrar. Un gobernante debe mantener a los poderosos aristócratas de su lado, por lo que cobrarles impuestos no es algo fácil. Si los impuestos a los campesinos se vuelven demasiado onerosos, podrían dejar de trabajar (o peor aún, podrían rebelarse). Jean-Baptiste Colbert, el ministro de finanzas del rey un siglo antes, tenía este acto de equilibrismo en mente cuando dijo: «El arte de los impuestos consiste en desplumar al ganso para obtener la mayor cantidad de plumas con la menor cantidad posible de quejas». Quesnay creía que habían desplumado tanto al ganso francés —la sociedad francesa y su economía— que prácticamente estaba calvo. Unas cuantas décadas después, el ganso hizo un gran ruido y se alzó en una revolución. Sin embargo, en realidad no hacía mucho ruido, más bien estaba moribundo. En comparación con Gran Bretaña, la agricultura francesa estaba atrasada y era improductiva. Los agricultores vivían una vida mísera y la vida en el campo era monótona, larga y dura, de pobreza y hambruna. Quesnay culpaba a los elevados impuestos que se cobraban a los agricultores, destinados a la corte real y a los aristócratas. En contraste, los aristócratas y el rico clero no tenían que pagar ningún impuesto.
Quesnay consideraba que la agricultura era especial. La naturaleza, empleada en los campos, los ríos y los espacios de caza, era el recurso definitivo de la riqueza de una nación. Por esto las ideas de su círculo de pensadores, los primeros en llamarse economistas, llegaron a conocerse como fisiocracia, lo que significa «gobierno de la naturaleza». Los fisiócratas decían que la riqueza era el trigo y los cerdos que la tierra produce. Los agricultores usan sus cultivos o las ganancias de sus ventas para alimentarse. Además, en ocasiones producen un excedente que puede venderse a otras personas. Quesnay creía que ese excedente era la fuerza vital de la economía. Lo llamó producto neto: aquello que sobraba de la producción agrícola (el producto total) después de que los agricultores se quedasen con lo que necesitaban. Según él, el producto neto solo podían producirlo personas que estaban junto a la naturaleza, como los pescadores que atrapan pescados en el río o el pastor que lleva a sus ovejas a pastar en la pradera.
Los fisiócratas creían que el producto neto surgía de la economía, de acuerdo con leyes de la naturaleza que eran inamovibles y dictadas por Dios. Era imprudente que un gobernante intentara alterarlas, pero eso era precisamente lo que la monarquía francesa había hecho, según decían. Peor aún, mientras explotaban a los agricultores, el Estado hacía que llovieran privilegios sobre los artesanos y mercaderes de las ciudades. Francia tenía un laberinto de leyes diseñadas para desarrollar su industria, que en gran medida protegían a los fabricantes de la competencia nacional y en el exterior. Una buena parte de esto seguía la línea de pensamiento de los mercantilistas, de quienes hablamos en el capítulo anterior.
Los mercaderes y los artesanos defendían sus privilegios mediante la creación de gremios, organizaciones que databan del medievo y solían ser muy poderosas. Una mirada al París de unas décadas antes muestra cuán lejos podían llegar para proteger la posición de sus miembros. En junio de 1696, los botoneros pusieron el grito en el cielo. Entraban a las tiendas de los sastres en busca de botones ilegales que ponían en riesgo su dominio del comercio de botones de seda. El problema estaba en que algunos sastres emprendedores habían comenzado a hacerlos de lana. El gremio de los botoneros se quejó y las autoridades prohibieron los botones de lana. Los tenderos de París ignoraron esta prohibición y ahora los alcaides del gremio cazaban a los sastres rebeldes e incluso intentaban arrestar a cualquiera que estuviera en la calle y usara botones de lana. En la actualidad nos resulta sorprendente pensar que una asociación de fabricantes tuviera tanto poder sobre lo que las personas podían comprar. Los privilegios de los que gozaban los botoneros los ayudaban a ganar dinero. Los fisiócratas creían que las ganancias de los fabricantes solo eran posibles debido a los privilegios que les daban, no a que crearan un excedente verdadero.
En realidad, las industrias fabricantes eran absolutamente incapaces de crear un excedente, según decía Quesnay. Los botoneros obtienen una ganancia de vender botones debido al trabajo y la seda que utilizan para hacerlos. Lo único que hacen es transformar lo que la naturaleza ya creó. Por consiguiente, Quesnay consideraba la fabricación una actividad «estéril». Peor aún, la promoción por parte del Estado francés de la industria les había quitado recursos a las granjas productivas y los había colocado en muchas industrias estériles. Quesnay se mostraba aún más crítico hacia los banqueros y los mercaderes, quienes para él, eran parásitos económicos que movían el valor creado por otras personas sin contribuir con uno propio.
Médico como era, Quesnay pensaba en la economía como un organismo inmenso en el cual el preciado excedente económico actuaba como su suministro vital de sangre. Con el fin de explicar esta idea, elaboró el primer modelo económico, un retrato simplificado de la economía. Quesnay lo creó en su ingeniosa Tableau économique (tabla económica). Trazó una serie de zigzags con el fin de representar la circulación de recursos en la economía. Los agricultores producían el excedente y lo pagaban en forma de renta a los aristócratas, los dueños de la tierra que luego compraban los