Las cosechas son ajenas. Juan Manuel Villulla
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Entre los compañeros cotidianos de este camino, deseo agradecer especialmente a Pablo Volkind y a Diego Fernández. En primer lugar, por sus aportes a este texto en el marco de la auténtica labor interdisciplinaria que nos gusta desarrollar juntos. Y en ese contexto, por la paciencia que ese historiador y ese economista tienen con este sociólogo. Aunque por encima de todo, les doy las gracias por ser verdaderos amigos, en las batallas que fueron y las que vendrán. Fernando Romero Wimer —a pesar de la distancia— también es parte de eso. Con Cristian Amarilla —otro amigo— pasamos muchísimas mañanas procesando los datos del archivo de FACMA. Agradezco su compromiso y su contribución clave para interpretar toda esa información. Y lo mismo cabe para Florencia Hadida, que además de ayudarme a ordenar y leer datos del Ministerio de Economía y de la Comisión Nacional de Trabajo Agrario, me ofreció sus lúcidas observaciones y una mano siempre dispuesta en el último tramo de la investigación y el libro. Gabriela Gresores —que cuando llegué al CIEA ya partía a afincarse en Jujuy— también tiene su buena cuota de responsabilidad en la publicación de este escrito. Disecó palabra por palabra el arduo texto original de la tesis, y al tiempo que me devolvió comentarios rigurosísimos, me animó también a reescribirlo desde el corazón. Eso habla bastante de ella.
Quiero agradecer muy especialmente a Maximiliano Thibaut y a Pablo de los Santos, de la Editorial Cienflores. Ellos también son parte de las voluntades que me insistieron para que publicáramos este libro. Me dieron la posibilidad de hacerlo y además, la de participar en la hechura del proyecto como parte de su equipo. Además, se involucraron con el contenido de la obra y se comprometieron doble turno para que el texto viera la luz de la mejor manera. Esta aventura con ellos es el sueño de cualquier escritor. En este sentido, también agradezco a Ignacio Sánchez, por su trabajo con los gráficos e infografías.
Por último, entre quienes participaron de la cocina de este libro, deseo manifestar un agradecimiento muy sentido con Diego Paruelo. Diego fue el autor de esa gran foto de tapa con la que se abre este texto. No sólo nos cedió esa imagen desinteresadamente, sino que movió cielo y tierra para buscarla en una olvidada computadora de su madre donde el archivo dormía desde hacía años, luego de su primera publicación en 2008 en un medio gráfico que ya no existe. La generosidad de Diego llegó al punto de que -por motivos complicados de explicar ahora, pero que se vinculan a su compromiso gremial con las y los fotoperiodistas- se negó a que lo incluyéramos en los créditos, insistiéndonos para que usáramos la foto de todos modos. Lo único, nos exigió, “copensé con un asado”. Así fue, desde ya. Y lo pasamos muy bien. Siempre quedó contento con cómo había quedado la tapa, y generamos toda una complicidad secreta alrededor de su “autoría fantasma”. Pero en marzo de 2019, con tan sólo 42 años, la muerte se lo llevó sin aviso. No hace falta describir el dolor que generó su sorpresiva partida entre tantos amigos y amigas que cosechó una persona tan sensible y generosa todos estos años, ni mucho menos lo que esto significó para su pequeño hijo León. Por todo esto, este agradecimiento tan sentido y merecido para él, dondequiera que esté.
El trabajo de campo hubiese sido imposible sin la colaboración desinteresada de Miguel Cacciamani, Alejandro Couretot y César Zanín, que me ayudaron a conseguir las primeras entrevistas —seguramente las más difíciles— en la zona de Pergamino; de Pablo Pailolle y Evangelina Codoni, que me abrieron las puertas del sur santafesino, y también las de sus casas y sus autos; de Ricardo Garbers y Norberto Ferrucci, personajes entrañables del universo de los contratistas, que me confiaron su archivo y me facilitaron buena parte de los testimonios en que se basó este estudio; de Omar Paolucci, gran conocedor de la vida agraria de Salto; de Graciela Preda, que me dio su tiempo en Marcos Juárez a pesar de que se encontraba en la recta final de su tesis; de Melisa Erro, que también me abrió a su mundo en Coronel Pringles; de Alberto Crespo y Hebe “Nina” Villullas, amorosos abuelos de muchas generaciones que pasaron por el CEPT N° 9 de Colonia “El Toro”; de Roberto Siolotto y Daniel Delfino del INTA de Bolívar y de Mercedes respectivamente; y por último, de Claudia Duran, que desde La Plata me introdujo al mundo de los archivos judiciales. Con todos ellos, mi gratitud es infinita.
Por último, pero principalmente, deseo explicitar mi agradecimiento y mi profundo afecto para los tantos obreros rurales que me recibieron en sus casas o en los galpones, en las casillas, sobre las máquinas, en bares o estaciones de servicio. Es decir, en los múltiples ámbitos de su vida cotidiana. Ellos le dan sentido a todo esto. Sólo espero poder devolver el tiempo, la confianza y la apertura personal que me ofrecieron, exponiendo en este libro su situación, reponiendo su historia colectiva, tratando de desentrañar las causas de sus dolores, e intentando vislumbrar las posibilidades y los caminos de sus esperanzas.
Introducción
De qué trata este libro
Este estudio aborda la situación y la historia reciente de los trabajadores agrícolas pampeanos entre la década de 1970 y nuestros días. Se trata nada más y nada menos que de los hombres que cultivaron el suelo, aplicaron los agroquímicos, y levantaron las cosechas récord de la expansión productiva más importante de la agricultura en la región desde principios del siglo pasado. Sin embargo, a pesar de su importancia crucial para el agro y para la economía nacional, hemos sabido poco y nada durante estos años acerca de quiénes son estos asalariados rurales tan esquivos a la visibilidad social. Ciertamente, hace décadas que la mayor parte de los argentinos vivimos en grandes ciudades y no nos topamos cotidianamente con ninguno de ellos. Apenas podemos divisar alguno de estos operarios si, mientras manejamos por las rutas, con paciencia y prestando atención, los distinguimos en medio de un campo, realizando sus quehaceres, sobre todo en épocas de cosecha. Ni siquiera es tan fácil contactarlos en las ciudades o pueblos donde viven, aunque sus localidades giren en torno a actividades agropecuarias o relacionadas a ellas. Se trata, en efecto, de muy pocos hombres que apenas si están allí. Y en esto consiste, precisamente, parte de su dramática invisibilidad social: en que casi nadie pude ver nunca ni directamente quiénes son, qué hacen, cómo viven, ni mucho menos qué sienten o piensan.
La otra parte de su invisibilidad se vincula —valga la redundancia— con un problema de punto de vista. De hecho, sobre la base de la ausencia de un contacto directo con esa realidad obrero-rural, nuestro vacío de conceptualizaciones acerca de ella se nutre a través de imágenes sustitutas, provistas —entre otros— por medios masivos de comunicación a los que los empresarios agropecuarios tienen acceso preferencial, a la vez que son destinatarios de buena parte de las publicidades que desde allí se difunden. Todo eso redunda en una saturación de representaciones de un “campo” homogéneo donde sólo hay “productores”, y en ellas —vehiculizadas en avisos radiales, spots televisivos, notas en los diarios de mayor tirada, suplementos, revistas especiales, exposiciones, simposios, artículos académicos y hasta libros enteros—, las diversas figuras del capital agrario devienen en los artífices encomiables del milagro productivo pampeano: espíritus emprendedores de agricultores “de punta”; prominentes inversores agropecuarios —como fideicomisos o pools de siembra—; renovados grandes propietarios o flamantes tomadores de tierras; consorcios importadores y fabricantes locales de tecnología mecánica y bioquímica; y hasta viejos chacareros y contratistas que —finalmente— se asumieron verdaderos empresarios del agro. Pero a menos que estemos frente a un capitalismo agrario sin obreros, no parece probable que esos grandes propietarios, tomadores de tierras, ejecutivos, o accionistas, sean capaces de sembrar, laborar y cosechar por sí mismos los cientos de miles de hectáreas que controlan en distintas zonas del país. En estas representaciones, entonces, faltan los hombres que sí lo hacen.
Desde las ciencias sociales, existe y aún está en desarrollo toda una historiografía sobre los peones que ocuparon esos mismos roles en esta misma zona del país a principios del siglo XX, durante la primera gran expansión agrícola (Pianetto, 1984;