Hilos que tejen la RED. Isabel Sanfeliu

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Hilos que tejen la RED - Isabel Sanfeliu Ensayo de Sociología

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que se devora sin nunca saciar.

      Los derroteros por los que cada cual logrará abastecer su autoestima vienen insinuados por la experiencia de las primeras etapas de la infancia y las emociones más primitivas son violentas, van de la mano de la curiosidad y la pulsión de apoderamiento. Las posteriores derivaciones (agresión, crueldad, envidia…) traducen el eterno conflicto que enfrenta narcisismo y objetalidad, placer y realidad.

      ¿Por qué mudará con tanta facilidad el objetivo inicial de las nuevas tecnologías de la comunicación —contactar, contrastar…— poniéndose al servicio de la violencia tanto hacia uno mismo como con el afuera? Suele dejarse muy poco espacio para escudriñar el significado simbólico de un mensaje, para teñirlo de emociones; el contenido manifiesto se impone sobre el aspecto relacional, aunque no siempre lo parezca.

      Así la palabra se volverá hacia lo que parece ser su contrario y aun enemigo: el silencio. Querrá unirse a él, en lugar de destruirle. Es «música callada», «soledad sonora», bodas de la palabra y el silencio (María Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, 1950).

      ¿Cabe comunicación en el silencio? Para responder conviene brindar antes algunos matices. Decodificar lo que se escucha en el silencio estuvo —¿está?— al servicio de la supervivencia; el silencio repentino alerta; no importa si es en el cuarto de los niños o en plena selva, pero anuncia un giro inesperado que no se sabe qué puede acarrear.

      Es conocida la sentencia de Maurice Maeterlik: la palabra es tiempo y el silencio eternidad. O también «Silencio, placenta de sombra, oscuridad que envuelve a la palabra», de nuevo en el decir de María Zambrano (en Unamuno). El concepto se presta a ser modelado en manos de poetas, filósofos, físicos… y, ¡cómo no!, psicoanalistas. En el análisis es camino a la frustración que permite rememorar emociones, un espacio disponible para recorrer. En el silencio, las emociones se escuchan a sí mismas.

      Se limpian de ruido los mensajes encriptados, monjes y melómanos le dan densidad. Silencio vivo, compartido, opresor, forzado, inquietante… le caben todos los adjetivos.

      El silencio puede anunciar muerte, muerte de un sujeto o de una relación… eso al menos hay quien intuye cuando la respuesta al chat de turno se retrasa. El silencio es heraldo de la pulsión de muerte que describe el psicoanálisis. Pero un diálogo exige silencio de uno de los interlocutores, los mensajes atropellados de las redes parecen estar esperando la oportunidad de lanzarse. La escucha es frenar la impaciencia de la clasificación, que fija con demasiada premura conceptos que son y deben seguir siendo vacilantes.

      Nos detenemos en lo que resulta necesario o accesible en un momento determinado. Por ejemplo, la capacidad de apreciar un color como cualidad independiente de un material solo pudo desarrollarse al mismo tiempo que la capacidad de manipular los tintes artificiales (Gladstone, citado por Deutscher, 2010, p. 51). Con anterioridad, los distintos colores se percibían sin nombrarse de diferente forma… colores silentes, aletargados en su obviedad.

      Acostumbrados a la voz sin imagen (teléfono) y a la imagen sin voz (fotos), el chateo puede prescindir de ambas. Se dirá que así era en los intercambios epistolares, pero ya apuntamos antes aspectos que distancian un tipo de contacto del otro; el mapa en el que se intercambian los mensajes creció sin mesura, ya no es posible controlar el número de interlocutores, la incertidumbre gana terreno.

      El cerebro se las ingenia para ofrecernos una imagen relativamente estable del mundo: ruidoso, en silencio, con luz o en la oscuridad, conocido o imaginado, un mapa trazado con interpretaciones subjetivas nos acompaña con pequeñas modificaciones a lo largo de nuestra existencia. Creencias y prejuicios armados desde la infancia tiñen la percepción del adulto.

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      Armas sutiles cuando se trata de palabras que ocupan el silencio, mensajes que encubren más de lo que desvelan. «Las lenguas difieren básicamente en lo que deben transmitir, no en lo que pueden transmitir» señala Guy Deutscher (2010, p. 168) citando a Franz Boas. Por ejemplo, idiomas como el español, el francés o el ruso obligan a definir el sexo del acompañante, tanto si uno quiere como si no. En ocasiones, datos aparentemente triviales son importantes para la supervivencia: «La lengua matses obliga a que el hablante especifique no solo cuánto tiempo hace que, según su deducción, ocurrió el acontecimiento, sino cuánto tiempo hace desde que lo dedujo» (Deutscher, p. 171).

      ¡Cuántos silencios —lo no dicho— habitan en la entraña de nuestra verborrea!

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      La riqueza de una lengua habla de posible fertilidad de pensamiento, pero no implica necesariamente mayor comunicación. «Buena parte de la complejidad de una lengua no es necesaria para comunicarse de forma eficaz… no es más que exceso de equipaje que las lenguas acumulan a lo largo de los siglos» (Deutscher, p. 120). Las sociedades más sencillas necesitan recurrir a distinciones semánticas que no tienen por qué desplegarse en un tratado filosófico, por ejemplo; la musicalidad de un poema puede lograrse sin grandes requisitos lingüísticos… Quizá nos precipitamos al inferir que la rica estructura verbal de las sociedades occidentales transmite mayor cantidad de información.

      Los medios que la tecnología pone a nuestro alcance silencian gestos, miradas, ritmos y tonos de un comentario; abren un terreno proclive a identificaciones proyectivas que desdibujan en cierta medida al otro, temores y deseos sesgan la lectura de mensajes estandarizados.

      En la experiencia social se compite y se comparten intereses, se crean hábitos, zonas por las que se transita y en las que la sempiterna tendencia a la repetición crea surcos. Aunque inesperadamente, ese curso puede detenerse; en lugar de la respuesta esperada llega un bloqueo, un cambio de estado en el que uno queda silenciado, impotente.

      Otro doloroso silencio: el del esquizofrénico inmerso en un contexto que no logra decodificar. Parecería que trata de evitar todo compromiso, cuando en realidad se enfrenta a la tarea imposible de manejarse en un terreno simbólico al que no tiene acceso.

      El silencio, la inmovilidad o cualquier otra forma de negativismo constituye en sí una comunicación, aunque seamos torpes o prepotentes a la hora de descifrarla. La verdad solo existe en nuestro interior, oculta incluso para nosotros mismos; en ocasiones asoma insolente, enmascarada en los retazos rescatados de un sueño o en el transcurso de un análisis. También se filtra en algunos de los mensajes sin destinatario conocido que invaden las redes…

      Como el discreto liquen,2 el silencio aporta gran cantidad de datos. Resta por esclarecer qué considerar comunicación en el barullo informático en el que deambulamos: complicidad afectiva, soluciones prácticas, debates productivos o no, transmitir resultados de una investigación… Para no precipitar conclusiones, daremos paso a la identidad de los interlocutores en el tercer capítulo.

      NOTAS

      1 La vergüenza / mi loco apetito venza; / que, si es locura admitillo / dentro del alma, el decillo / es locura o desvergüenza (Cigarrales de Toledo).

      2 Que desbanca en algunos terrenos al carbono 14 como biodatador.

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