Hilos que tejen la RED. Isabel Sanfeliu

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Hilos que tejen la RED - Isabel Sanfeliu Ensayo de Sociología

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origen del lenguaje: «¿Necesidad de comunicación o forma de expresión individual —palabras sueltas para expresar sensaciones que posteriormente se adaptan a la comunicación entre individuos estableciendo un código sonoro y gestual para cada sentimiento—?» (Fernández-Armesto, p. 152).

      Y ya que aludimos a la creación de un idioma, ¿cómo podríamos catalogar al lenguaje cifrado que se fragua en las diversas redes de Internet? En su génesis, los campos reducidos de escritura de Twitter, luego la rapidez que uno mismo se impone, la clandestinidad adolescente o la impostura del anglicismo… Más o menos sofisticados acrónimos, del DIY (do it yourself) al NTP (no te preocupes) o WTF (what the fack!) y, siempre, ASAP (as soon as possible)… ¡hasta el FBI ha creado un catálogo de estas siglas! Un paso más y la frontera se hace más estrecha, solo cierta élite maneja el leet speak (aunque se encuentren —¡cómo no!— traductores en Google), con caracteres alfanuméricos y a medio camino entre la telefonía y la informática.

      Menos sofisticadas, abreviaturas del tipo «pq, tmb, tqm, ks…» deforman el lenguaje y, por tanto y de alguna manera, la forma de estructurar el pensamiento. Internet ya tiene un alfabeto alternativo y, además, con un aditamento: los famosos emoticonos, la imagen en la Red. ¡Regresamos al lenguaje jeroglífico! El infructuoso intento de implantar el esperanto como lenguaje universal está siendo suplantado por un batallón de monigotes que cada cual interpreta como buenamente puede o quiere.

      Pero BTW (back to work), tornemos un momento a la tradición.

      Cuando en 1997 Nicolás Caparrós pone en marcha su edición de la correspondencia de Freud, hace una serie de reflexiones que vienen ahora al caso:

      La carta remite al documento biográfico, al apunte psicológico; en muchos casos recala en la narrativa, una intención, la expresión inconsciente de quien la escribe; un mensaje y también fuente de reflexiones y emociones para aquel que la lee insumido en los horizontes de su propia vida, ajeno ya a la época que evoca y a sus sensaciones, libre de algunos prejuicios y lastrado, sin saberlo, por otros diferentes. En suma, es un escrito polisémico, un desafío a la reflexión cada vez más profunda y al mismo tiempo, si no se observa la debida cautela, una incitación a la esterilidad de la repetición canónica.

      Una correspondencia debe servir más de clave para la inspiración, de contraste con las propias experiencias, que de simple documento objetivo; y no es que desde esa vertiente carezca de valor, pero, por mucho que nos obstinemos en anotar un escrito de esta índole, y debemos hacerlo, escapará como el pájaro a su hábitat natural, más propio de la emoción que de la afirmación suficiente. La epístola es un género literario que se pierde.

      El propio Freud avisaba a Silberstein de que con el telégrafo corría el riesgo de no ver su letra en diez años; nunca pudo imaginar el desarrollo de los acontecimientos. El ejemplo de Freud no es excepcional, aunque sí particularmente prolífico (más de 20 000 cartas); 10 000 se le adjudican a Voltaire. En mayo de 2018, la Fundación Napoleón publicó en la editorial Fayard el último de los quince volúmenes de su correspondencia, con un total de 40 497 cartas.

      Los siglos XVIII y XIX contienen numerosos ejemplos de esa afición por la cultura de la comunicación epistolar llevada a veces al exceso. Construirse escribiendo podría ser la fórmula; ¿versión más intimista de la actual omnipresencia en la Red?

      Es evidente que la antigua comunicación epistolar permitía reflexiones que la cibernética obtura; disfrutamos muchas recopilaciones de cartas que se han reconocido como auténticas obras literarias o filosóficas. En cambio, los mensajes actuales se esfuman casi con la velocidad con que se escriben (iba a poner redactan, no me atrevo), además, no se pierde gran cosa con ello. Es cierto que hemos ganado y perdido en el intercambio; la demora en la comunicación epistolar ponía en marcha toda serie de especulaciones, pero también daba pie a la reflexión y a la ponderación de los mensajes.

      En la actualidad, el chat (que proviene del inglés ‘charla’), inaugura una conversación virtual, práctica, apresurada, donde en muchas situaciones se hurta la identidad de los sujetos que intervienen.

      ¿Y qué decir de la grafía personalizada que, por ejemplo, autentifica el mensaje? Buril, cálamo, pincel, pluma de ave o estilográfica requieren entrenamiento y tiempo; el teclado del ordenador —sin duda más ágil que el de las primeras Remington— puede deslizarse casi acompasando nuestro pensamiento. La posibilidad de borrar, cambiar de lugar, añadir un matiz permite el fluir de ideas, esquivando la previa autocrítica.

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      No es lo mismo el chateo con un amigo, un tuit anónimo o una obra literaria; tampoco, hablar del chat de un tipo retraído, de una personalidad expansiva…

      La respuesta fácil —haciendo referencia a las redes— es que se escribe más veces con menos riqueza de contenido. Lo que permanece es la ansiada espera del correo de la mano del cartero o un teléfono móvil. Tempos disparejos, pero la fantasía ante la ausencia de noticias sobrevuela tanto antes como ahora.

      En cuanto a la literatura proliferan pequeñas editoriales en formato digital que hacen más accesible difundir la obra de autores desconocidos. Parece que las cifras desmienten el desalentador futuro que algunos presagiaban al libro en papel; conviven formatos en un universo cada vez más unificado de best sellers encumbrados a veces más por la habilidad mediática que por su valor intrínseco.

      Equívocos hubo siempre, los hay que provocan curiosas situaciones recogidas con gracia por una sátira inteligente. Existe, cómo no, la información tergiversada a voluntad. El autoengaño (denegación) es uno de nuestros mecanismos de defensa inconscientes. ¡Qué elegante fórmula —posverdad— se encontró para distorsionar «legalmente» la realidad! Como si esta no fuera ya suficientemente escurridiza…

      En 1902 Poincaré publica su crítica del pensamiento científico tradicional; tres años más tarde, Einstein con la relatividad hace que cosas aparentemente absurdas resulten creíbles; Saussure siembra dudas acerca de la fiabilidad del lenguaje a la hora de explicar los hechos, la mecánica cuántica amenaza la idea del orden. Es un período cementerio de certezas y cuna de una civilización dubitativa, en la que cada vez es más difícil estar seguro de nada (Fernández-Armesto, 2015, p. 96).

      Un pequeño avance de nuestro cuarto capítulo en lo que concierne a la comunicación. El horizonte del sujeto actual se abre mucho más allá de un contexto familiar, de trabajo o de amistad. Dicho de otra manera, parecería que las redes sociales son cada vez más amplias, salvo en sujetos marginados o aquellos otros que se retiran del mundanal ruido por el aturdimiento que este depara. Este aumento de vínculos —más o menos significativos— diversifica el tipo de intercambio y los temas de interés.

      No es necesario recurrir al paradigma de la complejidad para intuir que, al ensancharse el universo comunicacional, también se incrementa el bullir de ideas, las dudas, la inestabilidad… o la rigidez y el totalitarismo ante el vértigo que la incertidumbre desencadena. Amor y odio son necesarios para nuestra existencia; Heráclito, filósofo del cambio, defiende el conflicto, la lucha de contrarios, como origen de todas las cosas. Un origen turbulento que necesita de remansos para evitar torbellinos letales.

      Estamos en un interesante apartado, la distorsión de

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