Hilos que tejen la RED. Isabel Sanfeliu

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Hilos que tejen la RED - Isabel Sanfeliu Ensayo de Sociología

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ropajes para oscurecer interrogantes sobre los derroteros actuales del gran teatro del mundo.

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      Exclama sin recato ni rubor la nueva versión de dama del XIX o del caballero ancho de boca y estrecho de intenciones. La desvergüenza no es nada nuevo, no hay más que echar un vistazo a nuestros clásicos para disfrutar picardías con las que atraer al público o eludir a los censores. Se dice que Cervantes perfiló a su Quijote a partir de la descripción que el médico y filósofo Huarte de San Juan —actual patrón de la psicología en España— realizó de los cuatro humores en su Examen de ingenios para las ciencias. Así, le adjudicó un temperamento caliente y seco: muy pocas carnes, duras y ásperasánimo, soberbia, liberalidad, desvergüenza y hollarse con muy buena gracia y donaire.

      Podríamos rastrear todo tipo de desvergonzados en los escritos de nuestro Siglo de Oro; por ejemplo, en Lope de Vega o Tirso de Molina1 amoríos y humor cargado de equívocos entre damas y rameras. Bretón de los Herreros (1856) subraya el costado embustero en su poema joco-serio «La desvergüenza»; en esa línea Zorrilla aborda al cínico…

      En suma, la falta de sonrojo siempre acompañó a la farsa, la burla y el engaño del pícaro, a la desenvoltura o la irreverencia. Es la rebeldía frente a las «buenas costumbres» impuestas por una clase privilegiada. Don Quijote aconseja discreción a Sancho en Barataria, ¡qué molinos contra los que arremeter detectaría en el marasmo informático que nos envuelve! La búsqueda suprema del control se agrieta…

      Claro que habría que discernir si esta desvergüenza tiene algo que ver con la falta de pudor que denunciábamos en las Redes. ¿Somos cada vez menos vergonzosos? Y, si fuera así, ¿qué peculiaridades en el desarrollo alientan ese debilitamiento de la autocensura, la lasitud superyoica? Tras la vergüenza siempre parpadea la imaginaria mirada de un otro que juzga. En la infancia, la desencadena el temor a ser indigno del cariño parental —por un ideal demasiado exigente, por sentimientos como la envidia o acciones como la trastada de turno, por ejemplo—. La culpa toma luego el relevo y, enredada con violencia y cobardía, condena a torpezas o aislamientos que se retroalimentan. La herida narcisista tiene mucho que ver con la vergüenza…

      El celoso duda, está excluido de la escena que contempla pero se incluye en otras relaciones; el envidioso no conoce la dinámica del conflicto, de la ambivalencia, un solo sentido gobierna sus afectos y se ve condenado a una soledad en la que ni él mismo es buen compañero (I. Sanfeliu, 2000, p. 6).

      Es la diferencia entre el conflicto neurótico y el déficit que depara sensación de orfandad. Las redes se ofrecen para paliar ese vacío, pero engullen y se devoran sin alimentar —carencias en etapas muy tempranas dificultan el arraigo de nutrientes narcisistas—, con lo que la frustración no hace sino crecer.

      Sin llegar a ese extremo, el hecho de pensar o sentir distinto siempre se vio acompañado por el temor a dejar de ser reconocido por el grupo de pertenencia. Lo diferente se necesita y da miedo; también inquieta sentir odio, un odio que se enarbola o se acalla, difícil convivir con él. Siempre cuesta asumir la ambivalencia, aquí se trata de aceptar al extraño sin catalogarle como víctima o agresor, sin humillarle ni sentirse humillado. Quizá en la actualidad el hecho de establecer conexiones con grupos cada vez más dispares puede contribuir a atenuar la connotación peyorativa de ser diferente.

      Un precario narcisismo alienta y desboca aspectos paranoides que llevan a endurecer la frontera con los otros. Por eso nos preguntamos: ¿dónde se nutre el narcisismo de la generación Z?, ¿cómo resiste los vaivenes a los que somete la dinámica de las redes?

      Puede prestarse a equívoco hablar de novedades en este terreno. En la estructuración de un sujeto se dan cita una serie de denominadores comunes no importa el lugar o época a que hagamos referencia: de la inicial fusión y dependencia absoluta del otro a la costosa conquista de autonomía modulada inevitablemente por frustraciones.

      Cierto grado de acatamiento es requisito para incorporarse al grupo social; el niño se somete desde la necesidad y el miedo —las emociones preceden a la cognición—, luego, la idealización acude en su ayuda. La potencia del objeto ideal permite confiar en el exterior, defiende tanto de lo persecutorio como de la envidia. Pero lo idealizado no perdura, el desengaño detiene lo maníaco y el acceso a la realidad conlleva ceder espacio al afuera a expensas de lo interior; hay que doblegarse a las normas para autoafirmarse de modo adecuado al principio de realidad. Claro que la norma es histórica, por tanto, un proceso no fijado definitivamente. Entonces, ¿qué ley y al servicio de quién? Ley divina, ley humana… Podríamos decir que la ley es transgresora en cuanto pone coto a la libertad, limita al individuo que azarosamente nace en un tramo histórico, en una zona geográfica.

      Tras refrescar estos lugares comunes en el tránsito del humano para consolidarse como sujeto —capaz tanto de implicarse con el afuera como de permanecer en sí mismo—, volvamos al inicio de este apartado: ¿cómo sesga el narcisismo de un sujeto nuestro contexto actual?, ¿acaso ayuda esta cuestión a entender el exhibicionismo observado en las redes sociales?, ¿qué carencias iniciales llevan a buscar reconocimiento en las mismas?

      Hablamos de compartir lo íntimo y de narcisismo. Del exhibicionismo y de los voyeristas sin los que el anterior no tendría sentido. La apariencia autosuficiente de personajes narcisistas que desfilan por las redes esconde la avidez con la que recolectan miradas para mantener una placentera excitación, son predadores cuyas carencias en origen dificultan el sosiego en soledad.

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      El narcisista no desconfía de su presa, cuanto menos da, más atrapa; el objeto se le ofrece sin siquiera ser deseado. La crueldad proviene de la pulsión de apoderamiento, no hay relación con un objeto al que no puede o no quiere desear.

      Parece evidente que el narcisismo de una persona despliega un gran atractivo en todos aquellos que se han desasido de todo su narcisismo y están entregados al amor de objeto; el encanto del niño reposa en buena medida en su propio narcisismo, el hecho de que se autoabastezca, su inaccesibilidad (Freud, Introducción al narcisismo, 1914).

      Cualquier zona del cuerpo puede convertirse en zona erógena, Freud, al escribir sobre pulsiones parciales alude a cómo, tanto en el placer de contemplación como en el de exhibirse, el ojo —sentido frontera destinado a entrar en relación con el otro— se transforma en zona erógena. Es la calidad del estímulo y no las propiedades específicas de la región del cuerpo lo que determina su función.

      Una vez alcanzada cierta popularidad, el afán de ser admirado crece sin mesura; los faraones construían pirámides y los influencers acumulan seguidores en un nuevo y efímero anhelo de inmortalidad. La admiración atrae y desconcierta, recuerda Perniola (2004); amamos a quienes nos admiran, dicta un proverbio de La Rochefoucauld.

      Lo que resulta curioso por imprevisible es lo que se venera en la Red; la vergüenza no parece ya ser reguladora de vínculos sociales, la confusión de valores pone en manos del azar el ideal de moda, es difícil anticipar escenarios. Claro que «todo cuanto vive responde a un orden, y los desórdenes aparentes no son sino cambios de equilibrio en el medio viviente» (E. Pinel, matemático y biólogo, citado en Brosse, 1978, p. 164).

      Entonces, ¿acaso una de las razones para compartir intimidades sin pudor es la pretensión de lograr un rédito narcisista de los seguidores? La realidad se diluye, tanto el perfil del exhibicionista como el del voyeur se establecen en el imaginario del interlocutor. ¿Puede

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