Hilos que tejen la RED. Isabel Sanfeliu
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Es incuestionable que para disfrutar de un cierto margen de libertad —con las inevitables restricciones que imponen la convivencia, un entorno concreto y el bagaje instintivo— es necesario disponer de una serie de referencias a partir de las que formarse un criterio. «Formar – deformar – informar – reformar – transformar, son conceptos que sugieren crecimiento, adquisición de nuevos perfiles, movimiento, transacción entre un afuera y un adentro. El transcurrir de un sujeto es permanente de-in-re-trans… formación, si no fuera así, quedaría atrapado por una mortífera parálisis», escribí en el 2000. Pero estar bien in-formado es un concepto tan subjetivo… ¿Dónde rastrear? ¿Qué es una fuente fidedigna?, ¿la que confirma lo que sospechábamos, la que corrobora nuestras hipótesis? ¿Cuántos sitios web consultar para disponer de un criterio fiable? Y los tiempos de latencia, ¿cómo puede llegar a deformar los hechos el ritmo con que se relatan? La información resulta esencial para esquivar fanatismos y supersticiones, pero el mundo que ofrece Internet no es diáfano, tiene muchos recovecos, grutas y simas que solo grandes espeleólogos alcanzan a intuir.
Además, detractores del libre albedrío siempre hubo; recordemos el paternalista y castellanizado «todo para el pueblo, pero sin el pueblo» del despotismo ilustrado, culto de la razón… de los escogidos. Una forma quizá de protegerse contra la explosión demográfica de la época al reducirse drásticamente la mortalidad. La muchedumbre sobrecoge al que no forma parte de ella, tanto si viene de otros países sorteando concertinas como si germina sin control en el propio. La Inquisición sirvió de acicate a Voltaire, en su Diccionario filosófico, para escribir un pequeño diálogo sobre la libertad de pensar:
MEDROSO: Dícese que, si todo el mundo pensara por sí mismo, habría mucha confusión en la tierra…
BOLDMIND: Todo lo contrario… los tiranos del pensamiento son los que han causado gran parte de las desgracias del mundo. En Inglaterra no fuimos felices hasta que cada uno de sus habitantes gozó con libertad el derecho a exponer su opinión.
El conde Medroso argumenta entonces que en Lisboa viven tranquilos, aunque nadie está facultado a decir lo que piensa. «Tranquilos, pero no dichosos»; y esta respuesta de lord Boldmind resulta de rabiosa actualidad ante el polémico y falso dilema seguridad/libertad del siglo XXI. Cada cultura tiene sus peculiares modos de perpetuarse, pero una entusiasta credulidad o un receloso escepticismo acostumbran a recibir posibles innovaciones en cualquiera de ellas. De ahí las artimañas con las que se presentan; esa sería una de las posibles causas de los mensajes tergiversados a los que estamos aludiendo. Ambigüedad, verdades a medias o verdades virtuales, el ingenio despliega todo tipo de recursos para lograr adeptos.
Aunque la distorsión del sentido de un mensaje no tiene por qué ser buscada. De hecho, emoticonos o abreviaturas, como a las que antes hicimos referencia, las producen por doquier sin que necesariamente el emisor se entere. Más allá del concepto de verdad o realidad, en el ser humano hay que reivindicar nuestra naturaleza contradictoria. Tan cierto es que sentimos algo en un momento como en el siguiente lo contrario; son dos verdades o autenticidades, amor y odio, deseo y temor van de la mano, de modo que el juego de malentendidos puede no ser otra cosa que un entrecruce de emociones conscientes e inconscientes.
Es una cita de Dery (p. 73), pero el lenguaje puro del algoritmo, al menos de momento y esperemos que por mucho tiempo, no forma parte del modo de vincularse un sujeto; es la diferencia entre dictar órdenes o comunicarse. Y la cultura interfiere en este proceso; incluso rasgos de la naturaleza humana, como la pereza o la necesidad de ordenar el mundo, impregnan la lengua, esa lengua que —en el decir del lingüista israelí Guy Deutscher— es el prisma a través del que observamos el universo. En esta corriente posmoderna, el lenguaje es algo más que un simple medio de comunicación, troquela nuestra percepción del mundo.
Aplicar esta idea al pequeño grupo puede anticipar un aspecto del siguiente apartado en la medida en que —salvando excepciones— no es un trauma único infantil el que genera psicopatología, sino situaciones incongruentes repetidas a lo largo del desarrollo. O también, ¿cómo impregna a los integrantes de una familia lo iterativo de ciertos mensajes discordantes? Son estas secuencias que rodean la experiencia las responsables de los conflictos interiores en la asignación de tipos lógicos y, por tanto, de posibles traumas en la forma de relacionarse.
Atmósfera familiar, contexto social, las diferentes culturas hacen que sus integrantes hablen de maneras distintas —y no hacemos solo referencia al idioma—. Guy Deutscher diferencia entre lo que las lenguas obligan a expresar y lo que permiten emitir. Por ejemplo, a partir de un estudio sobre lenguas diseminadas por el mundo, señala que en nuestra cultura nos orientamos con coordenadas egocéntricas mientras que en otros lugares «la convención de comunicar solo mediante coordenadas geográficas, obliga a los hablantes a ser conscientes en todo momento de su orientación y a desarrollar una memoria exacta de su cambio de orientación» (Deutscher, 2010, p. 208). Es interesante este apunte para aplicarlo al lenguaje digital, ¿en qué dirección presiona nuestra jerga tuitera?, ¿cómo incide en nuestra percepción de la realidad?, ¿qué zonas de nuestra estructura psíquica enriquece y cuáles se van deteriorando?, ¿en qué diagnósticos se detecta mayor incidencia?
3.2. Peculiares intercambios en el contexto clínico
Un sujeto puede sentir temor a satisfacer su necesidad de comunicar al prever las consecuencias que, en determinadas circunstancias, su acción podría provocar. Este conflicto da lugar a la ambigüedad, esto es, el emisor cree expresar lo que quiere decir, pero al receptor le llega el mensaje distorsionado. Desde el punto de vista comunicacional, un fragmento de conducta solo puede estudiarse en el contexto en que se desarrolla, y los términos «normal» y «anormal» son muy cuestionables. Así, el estado de un paciente no es estático, sino que varía en función de la situación interpersonal y la perspectiva subjetiva del observador (I. Sanfeliu, 1980, p. 311).
La comunicación nos afecta continuamente; ya lo expresó Saussure con acierto en 1913: la relación entre significante y significado viene determinada por una estructura social concreta, o también: el lenguaje se constituye diacrónicamente, pero funciona en la sincronía. Más tarde (1969), la Escuela de Palo Alto elaboró su modelo sistémico atendiendo más a cómo se configuran las relaciones que al significado simbólico del mensaje; respecto a la estructura de estos, plantean tres aspectos interdependientes: sintaxis (lógica matemática, codificación —algoritmos—, canales), una convención semántica (significado) y la pragmática (la forma en que incide en la conducta). Subrayar que emisor, receptor y contexto interactúan, que la forma de reaccionar un sujeto varía en función de con quién, cuándo y dónde se encuentre es una obviedad que hay que tener muy en cuenta. Somos «en contacto con» y los intercambios con el otro pueden ser simétricos o complementarios; de hecho, la metacomunicación puede resultar una potente maniobra de poder.
Un método clásico para analizar acciones o mensajes diferencia un nivel de contenido (aspecto cognitivo con determinada significación social) y un aspecto relacional (carga afectiva, lo conativo). A este atributo de persuasión en el encuentro con el otro ya hacía referencia Aristóteles en su Retórica (donde diferencia estrategias éticas, emociones irracionales