Patrias alternativas. Jordi Pomés Vives (Eds.)
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Como muestra Manuel Santirso en «Exiliados y prófugos progresistas en el 48 español», el idealismo cada vez brilló más por su ausencia en el exilio a partir de la llegada de los moderados al poder en 1844. Progresistas y carlistas, parapetados allende los Pirineos, alcanzaron un acuerdo de no beligerancia y mutuo reconocimiento que incluso permitiría la coexistencia de guerrillas de ambos signos en el interior. Esta confluencia carlo-progresista de 1846-1849 —que en Portugal llegó a ser abierta alianza— careció de más objetivos que el derribo del nuevo edificio estatal que estaba construyendo el liberalismo conservador, y de más programa que la reconquista del poder. No es de extrañar que participase en las conspiraciones el negociante José de Salamanca, escapado de España por unos delitos económicos que quiso tapar con una capa de pintura política. El exilio se había convertido en un factor de inestabilidad de primer orden y en un lastre para la normalización de las relaciones exteriores del naciente Estado liberal español.
Aunque la amnistía general de 1849 hubiese dado unos años de tregua, el método de conspiración en el extranjero para preparar un pronunciamiento en el interior renació en 1865, y conservaba buena parte de su atractivo para ciertos sectores del carlismo y del republicanismo, incluso después del colapso de la Primera República y el final de la Segunda Guerra Civil Carlista. Pere Gabriel expone esa pertinacia en su capítulo «La seducción de un exiliado antiborbónico ahora republicano. Ruiz Zorrilla y el republicanismo federal, 1875-1893». Asimismo, valora el impacto que tuvieron sobre el conjunto del movimiento republicano de entonces las contradicciones entre lucha política parlamentaria o revolucionaria y acción en el interior o en el exterior. Estas tensiones vinieron a sumarse a las derivadas de los debates tradicionales sobre la cuestión social y sobre la organización territorial del Estado, hasta atomizar el movimiento. En ese contexto de honda división interna, el antiguo progresista Manuel Ruiz Zorrilla se sirvió del exilio francés como base desde la que liderar la tendencia insurreccional y unitarista. Su influencia y sus contactos llevaron a que el conjunto del republicanismo mantuviera la opción de la asonada —con su inevitable dosis de violencia— y adquiriese una orientación general liberal-progresista, en muchos sentidos también españolista, que tendió a neutralizar o desactivar las reivindicaciones claramente obreristas del republicanismo federalista con mayor tradición histórica, especialmente del pimargalliano.
Residual durante la Restauración —cuando, sin embargo, se produjo la gran emigración económica antes citada—, el exilio rebrotó con fuerza en la dictadura de Primo de Rivera y pareció replegarse durante la Segunda República, cuando, sin embargo, se asistió a abundantes escisiones y exclusiones políticas. Jordi Pomés se ocupa de una de ellas en el capítulo titulado «De ilustres dirigentes a marginados y excluidos. El grupo intelectual fabiano de la Unió Socialista de Catalunya (1923-1939)». En él se describe la progresiva marginación que sufrieron dentro de su partido a partir de 1932 los intelectuales que lo habían fundado y dirigido hasta entonces. Sin embargo, este apartamiento, que se efectuó en paralelo al proceso de radicalización y bolchevización que experimentó la Unió Socialista de Catalunya, no enterraría los ideales políticos de los padres fundadores ni rescindiría el firme compromiso que aquel colectivo intelectual había adquirido con la República en 1931. Fue, por lo tanto, un ejemplo significativo de que la exclusión política y la expulsión, primero del propio partido y después del país, no resultarían definitivas, antes al contrario engendraron un activismo que, décadas más tarde, tendría consecuencias positivas para el restablecimiento de la democracia y las libertades en el país.
El desplazamiento de grandes contingentes de población fue sin duda una de las tragedias humanas más sangrantes de la Guerra Civil de 1936-1939. Los huidos de la zona franquista, en su inmensa mayoría ancianos, mujeres y niños, llegaron a la retaguardia como refugiados de guerra. Tal y como afirma Joan Serrallonga en su capítulo «¿Otra España? Cataluña al final de la Guerra Civil de 1936-1939», la logística para acogerlos fue uno de los problemas más importantes de toda la retaguardia. El autor consigue describir de manera muy clara cómo estos problemas pudieron agudizarse en Cataluña —que llegó a acoger a alrededor de un millón de refugiados— debido a los enfrentamientos entre los Gobiernos de la Generalitat y de la República por el control de todos los organismos de ayuda, asistencia, sanidad y apoyo. Serrallonga demuestra que, a pesar de esos choques y de que el Gobierno catalán y otros regionales refugiados en Cataluña se vieran casi totalmente privados de papel político, las administraciones republicanas nunca dejaron de prestar con toda la solidez posible los servicios básicos, e intentaron por todos los medios asegurar unas condiciones de vida mínimas no solo para los refugiados de guerra, sino también para toda la población civil en general.
El desenlace de la contienda generaría el exilio más numeroso, con mucho, de la historia contemporánea de España: más de cuatrocientas mil personas cruzaron la frontera francesa en la retirada y unas doscientas mil permanecerían en Francia. Como todo lo referido a aquella guerra, el flujo de exiliados hacia el extranjero —también a América Latina, sobre todo a México y Argentina— ha dado pie a una bibliografía inabarcable, aunque no siempre productiva.7 Así, el exilio de 1939 se sitúa en el centro mismo del trauma que ha alimentado a muy buena parte de la historiografía contemporaneísta española de 1970 para acá. Se ha vuelto muy difícil analizar la represión, la violencia y el exilio mismo sin entrar en otra guerra, siempre perdida, para comprender algo que sucedió hace más de ochenta años.
Por eso conviene evaluar con sumo cuidado las condiciones en que se desarrolló la vida de los exiliados y los vaivenes políticos de los países que los recibieron, que no siempre los acogieron. El capítulo debido a Phryné Pigenet, «Instrumentalización y represión de los exiliados españoles en Francia (1937-1975)», cobra especial valor en este sentido, porque pone de relieve una gran variedad de situaciones, desde las próximas al exterminio o la esclavitud a la estancia aceptada e incluso subsidiada. Pigenet demuestra el fuerte activismo que, una vez más, estos exiliados españoles desarrollaron en Francia y su influencia en la vida política del país anfitrión, pero también se ocupa de la represión de las autoridades francesas contra ese activismo político y sindical, y por fin demuestra que a lo largo del franquismo las autoridades favorecieron la represión de grupos de refugiados (en especial, los colectivos sospechosos de utilizar a Francia como base de la lucha armada) en la medida en que pudieran comprometer la seguridad del territorio y violaran los intereses diplomáticos del país. Es preciso señalar que la actitud de las autoridades francesas también varió a lo largo de la dictadura franquista, de acuerdo con las afinidades ideológicas de los refugiados y con sus vínculos con los diversos partidos y sindicatos franceses, preocupados desigualmente por la situación española.
El surgimiento de una subcultura marginal se cuenta entre los efectos más terribles del exilio, porque a menudo el afán de preservar una llama sagrada trae consigo la resistencia a integrarse en el nuevo hogar y una fosilización nostálgica de la imagen del país de origen, que no obstante evoluciona sin contar con los proscritos. Los liberales españoles que vivían en el mismo barrio de Londres y no aprendieron inglés durante la década absolutista de 1823-18338 reconquistarían el poder poco después, pero la larga duración del Franquismo produciría que el exilio republicano, desmantelado por las luchas intestinas