Patrias alternativas. Jordi Pomés Vives (Eds.)
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Se desconoce cuándo se produjo el reencuentro del matrimonio y el viaje de ella a Londres. Sea como fuere, en junio de 1818, Carmen Silva recuperaría notoriedad pública al solicitar una pensión de refugiados que permitiera al matrimonio solventar su difícil situación económica. Pese a todo, ni su retórica ni la compilación de méritos que incluyó en su escrito sirvieron para convencer al subsecretario de Estado de Asuntos Extranjeros, quien, a pesar de recibirla en su despacho, se negó a concederle una compensación económica.39
Con todo, la pareja consiguió subsistir y esquivar las presiones del embajador en Londres para evitar el lanzamiento de su nuevo proyecto editorial en 1818. El Español Constitucional se convirtió en un medio claramente reivindicativo en el que, entre otras cosas, se denunciaba la persecución a la que se sometía a los emigrados liberales. Relacionado con esto último, también entonces, como en el pasado, la contribución de Carmen Silva al proyecto periodístico de su esposo fue de vital importancia. Sobre ella recayó la peligrosa carga de hacer llegar el periódico a los lectores de fuera de Inglaterra, yendo y viniendo de Londres a París, siempre vigilada por la policía.
Lo cierto es que esta vigilancia no tuvo secuelas graves en la vida de las exiliadas. Las policías francesa y británica no solían intervenir ni deportar, salvo en los casos en que se demostrara alguna conducta criminal. Sirva de ejemplo la extradición de María Carrillo. Esta andaluza llegó a Francia en 1814 con un oficial francés, que al parecer fallecería en el asedio de Toulouse de abril de ese mismo año. Vigilada desde entonces, sería detenida por ejercer la prostitución y conducida a Bayona en 1826 acusada de comportamiento violento y conducta escandalosa.40 Ese mismo año, otra española, Margarita Casanova, bajo el punto de mira de los agentes por su pasado revolucionario, sería expulsada, acusada de matar a un religioso.41
Dentro del conjunto de las exiliadas, merece mención aparte el caso de las llamadas afrancesadas que, ya fuera por convicción política o por el alineamiento de sus allegados, también huyeron de la monarquía de Fernando VII en esta primera etapa.42 Entre los ejemplos más conocidos se encuentran la esposa y la sobrina de Gonzalo O’Farrill, Ana Rodríguez de Carasa,43 y Teresa Montalvo, condesa de Jaruco.44
Hija de la segunda, Mercedes de Santa Cruz, condesa de Merlin, es más conocida por su obra literaria que por sus implicaciones políticas. Proclive a la causa bonapartista, la condesa consignó en sus memorias la admiración que sintió desde su juventud por Francia y justificó su traición como el resultado de un afrancesamiento más cultural que político, aunque reconociera que hubo momentos en los que creyó que el reinado de José I era la única vía que podría traer la regeneración al país.45 Ya fuera por sus convicciones o por su matrimonio con Cristophe Antoine Merlin, militar francés al servicio del rey José I, acabó abandonando España en 1813. Una vez instalada en París, llamaría la atención por sus relaciones con lo más granado de la sociedad, pero también por sus obras benéficas en ayuda de los refugiados españoles que se hallaban en París en difíciles circunstancias.46
Efectivamente, no todas las afrancesadas disfrutaban de las ventajas que les proporcionaba su rango social. La mayoría subsistía al margen del exclusivo mundo de los salones parisinos. Algunas, que estaban en Francia desde 1813 y no podían volver a España por haber seguido a sus familias, sufrían la condena de no poder regresar. De hecho, el famoso Decreto de 30 de mayo de 1814 advertía que las «casadas que se expatriaron con sus maridos seguirán la suerte de estos», y así fue hasta que la Real Cédula de 28 de junio de 1816 permitió el regreso de aquellas que, habiendo enviudado, pudieran demostrar su nueva condición.47
Ejemplos de lo dicho son los avatares padecidos por mujeres como María García, casada con un capitán del regimiento de tiradores de Cataluña, con el que había huido a Francia tras la batalla de Vitoria en 1813. Una vez fallecido su esposo, y como consecuencia de su avanzada edad, sobrevivió gracias a la caridad de sus vecinos. Entonces, el Gobierno francés, considerándola exiliada política, le concedió la ayuda que solicitaba para volver a España con su familia.48
Ese mismo subsidio fue el que requirieron Isabelle Pérez o Ana Carmona. A la primera, viuda de un militar refugiado y con un hijo a su cargo, se le acabó concediendo un subsidio que le facilitara su regreso a España dada la situación de miseria en la que se encontraba.49 Por su parte, Ana Carmona, que se encontraba en Francia desde 1814, también había perdido a su marido, un oficial español al servicio del Ejército francés. Como consecuencia de ese revés, se vio forzada a trabajar de sirvienta hasta que, en junio de 1831, tras solicitar una pensión y un pase para Burdeos, pudo regresar a España.50 Peor suerte tuvo Joaquina Murruzábal, quien, con 25 años de edad, pidió en 1830 un pasaporte de indigente para volver a casa, pues había cometido el error de seguir hasta Francia a un militar que la abandonó; finalmente, la Policía francesa le concedería el pasaporte, pero ningún subsidio.51
Como podemos ver, la suerte que corrieron las mujeres en el exilio fue diversa: desde liberales convencidas que hicieron campaña desde los salones foráneos a afrancesadas ideológicas o por vínculos sentimentales, pasando por acompañantes de familiares perseguidos. Ahora bien, al margen de sus diferencias, cabe decir que la mayoría de las exiliadas, ya fueran liberales o afrancesadas, contaron con recursos limitados, en especial las que, además, en el devenir de los acontecimientos, sufrieron la pérdida de su padre o su esposo. Como hemos visto, en esos casos consiguieron resistir gracias a la solidaridad y el apoyo locales.
3. EN EL INTERIOR (1814-1820)
No todas las liberales o afrancesadas marcharon al exilio. Un importante contingente permaneció en España. De estas, solo algunas se involucraron en conspiraciones o se aventuraron a prestar auxilio a los que huían de la represión fernandina.
Para la gran mayoría, el reto fue intentar volver a la normalidad y sobrevivir bajo la vigilancia de una monarquía abiertamente hostil, pero al ostracismo se sumaría el embargo de sus bienes. Entonces impugnaron su situación de desamparo señoras como María Lago o María Antonia Moyúa, viuda del ministro de Marina de José I José de Mazarredo, alegando que no habían tomado parte en los manejos de sus esposos.52 Su principal propósito era recuperar su patrimonio, y para ello no dudaron en recurrir a testigos que certificasen su buena conducta política.53
Las purificaciones afectaron también a las nobles viudas y huérfanas de militares y empleados públicos, como Josefina Saturnina de Frías y Berrio, condesa viuda de Castañeda; Francisca de Paula Benavides, duquesa de Frías, o las hijas del conde de Cañada, entre otras.54 Solo así pudieron seguir recibiendo sus asignaciones.
A pesar de todo, y tal como sucedió en los otros estratos de la administración sometidos a la purificación, algunas de las pensionistas de Estado quedaron impurificadas en primera instancia y se vieron obligadas a iniciar una ardua lucha por recuperar su pensión. Otras tuvieron la fortuna de conseguir la purificación en segunda instancia mediante nuevos testimonios que las presentaron como personas favorables al rey, alejadas de los liberales y ejemplos de las condiciones femeninas de recato y religiosidad.
No tuvieron esa suerte las hermanas Luisa y Matilde de Soto y Urquijo, quienes recibían una pensión de 6.000 reales por la muerte de su padre, Mariano Luis de Soto, ministro togado del Consejo de Indias. En 1816, y como represalia por el pasado liberal del padre, se dictaminó paralizar dicha pensión. María Luisa, casada con Joaquín de Sedano, un oficial del archivo de la primera Secretaría de Estado, las ayudó a recuperar en 1819 la pensión perdida. Sin embargo, ambas hermanas sufrirían de nuevo la paralización de la pensión en 1823 y se verían sometidas a un proceso de purificación