El Mar. Jules Michelet
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Contraste humillante que se revela con dureza y como irrisoriamente para nosotros, sobre todo en las playas bravías, donde el mar arranca á los derrumbaderos guijarros que vuelve á lanzarles, que vuelve á traer dos veces al día, arrastrándolos con siniestro estrépito cual si fuesen cadenas ó metralla. Toda imaginación juvenil ve en esto el símbolo de la guerra, un combate, y empieza por acobardarse. Luego, notando que aquel furor tiene límites ó se detiene, el niño, tranquilizado ya, detesta más bien que teme la cosa salvaje al parecer enemistada con él. A su vez arroja guijarros al gran enemigo mugiente.
En julio de 1831 me entretuve en observar ese duelo en el puerto del Havre. Un niño que llevaba á mi lado, al verse frente á frente con el mar sintió enardecerse su ánimo juvenil é indignóse de aquel desafío. El mar devolvió estocada por estocada. Lucha desigual que movía á risa, entre la mano delicada de la frágil criatura y la espantosa fuerza que tampoco se curaba de la debilidad del contrario. Mas, la risa desaparecía de los labios al pensar en lo efímera de la existencia del ser amado, y en su impotencia á presencia de la infatigable eternidad que nos arrebata. Tal fué una de mis primeras miradas hacia el mar. Tales mis ensueños empañados por el exacto augurio que me inspiraba ese combate entre el mar que veo cuando quiero, y el niño que para siempre ha desaparecido de mi vista.
II
Playas, arenales y costas bravas.
Por doquiera puede verse el Océano; siempre se presentará imponente y temible. Así se ostenta alrededor de los cabos que miran en todas direcciones; así, y en ocasiones más terrible, en los sitios vastos, pero circunscriptos, en que el marco de las orillas le molesta y le indigna, donde penetra violentamente acompañado de corrientes rápidas que á menudo chocan contra los escollos. No se percibe el infinito, empero se siente, se oye, se le adivina así, siendo más profunda la impresión que con ello causa.
Esto me sucedió en Granville, playa tumultuosa de gran oleaje y mucho viento donde termina la Normandía y comienza la Bretaña. La belleza lujuriosa y agradable, á veces vulgar, de la linda campiña normanda, desaparece, y por Granville, por el peligroso Saint-Michel-en-Grève, se pasa de un mundo á otro. Granville es de raza normanda, pero bretón en su fisonomía. Opone fieramente su roca al asalto terrorífico de las olas, que traen unas veces del Norte los discordantes furores de las corrientes de la Mancha, y otras vienen del Oeste engrosándose en su vertiginosa carrera de mil leguas, azotando con toda la fuerza acumulada del Atlántico.
Me era querido aquel pueblecillo original y un poco triste que vive de la grande pesca rodeada de peligros. La familia sabe que obtiene el sustento de las casualidades de esa lotería, de la vida, de la muerte del hombre. Esto presta una seriedad armónica al carácter severo de dicha costa en todas las cosas. Con frecuencia disfruté allí la melancolía de la noche, ya me paseara por los obscuros arenales, ya desde lo alto de la población que corona la roca me entretuviera viendo esconderse el rey de los astros detrás del horizonte un tanto nebuloso. Su enorme mapamundi, rayado fuertemente y con frecuencia de negro y rojo, se abismaba sin detenerse á producir en el cielo los caprichos, los paisajes de luz con que en otras partes suele alegrar la vista. En agosto ya había entrado el otoño: no existía el crepúsculo. Apenas desaparecido el sol, refrescaba la brisa, corrían las olas rápidas, verdes y sombrías. Casi no se veía otra cosa que algunas sombras femeninas envueltas en sus capas negras forradas de blanco. Los carneros retardados en los pobres pastos de la explanada, que se eleva ochenta ó cien pies sobre la playa, entristecían el espacio con sus balidos.
La parte alta del pueblo, asaz reducida, tiene la cara que mira al Norte edificada á pico en el borde del abismo, negra, fría, azotada eternamente por el viento, de frente al Grande Océano. Allí sólo se ven míseras viviendas. Fuí conducido al hogar de un buen hombre que se ganaba el sustento fabricando cuadros de conchas: habiendo subido por una semiescala hasta un cuartito obscuro, apercibí, encuadrado en la estrecha ventana, aquel panorama trágico, panorama que me sorprendió tanto como en Suiza la vista del ventisquero de Grindelwald tomada asimismo desde una ventana.
El ventisquero me representó un monstruo enorme de hielos puntiagudos que avanzaban á mi encuentro; ese mar de Granville, un ejército de olas enemigas que concurrían acordes al asalto.
Mi huésped no era viejo, pero sí achacoso, enfermo. A pesar de que estábamos en agosto tenía cerrada la ventana. Inspeccionando sus obras y charlando, noté que su cabeza no estaba muy firme: la había desarreglado un asunto de familia. Su hermano pereciera en aquella playa que contemplábamos los dos, en una aventura cruel. El mar se le presentaba siniestro, le parecía que alimentaba cierta inquina contra él. Durante el invierno complacíase en flagelar su ventana con copos de nieve ó vientos helados, siendo causa de que no pudiese pegar los ojos. En las interminables noches invernales azotaba sin tregua ni descanso la roca do estaba asentada su vivienda; en verano ofrecíale huracanes inconmensurables, relámpagos de un mundo al otro. Mucho peor era durante el flujo: subía á la altura de sesenta pies, y su furiosa espuma, elevándose más todavía, se estrellaba impertérrita contra su ventana. Y no estaba el buen hombre seguro de que el mar se contentara con eso; su odio podía inducirle á jugarle alguna mala treta. Empero carecía de medios para procurarse un albergue mejor; tal vez veíase clavado allí por una especie de poder magnético, no osando enemistarse del todo con la terrible hada, á la que profesaba cierto respeto. La citaba pocas veces, y cuando lo hacía solía designarla sin nombrarla, así como el islandés en alta mar no se atreve á citar el Orca, temeroso de que le oiga y se presente. Todavía me parece estar viendo su palidez cuando, fijos los ojos en la arena de la playa, me decía: «Esto me da miedo.»
¿Estaba loco? No; hablaba muy razonablemente. Parecióme un ser distinguido é interesante. Era un hombre nervioso, con una organización delicada, demasiado delicada para recibir tales impresiones.
El mar produce muchos locos. Livingstone trajo del Africa un hombre inteligente, valeroso, que hacía frente á los leones; pero nunca había visto el mar. Al embarcarse por primera vez y experimentar la doble sorpresa del temible elemento y de todas las artes desconocidas, su cerebro no pudo resistir tanta emoción. Empezó á delirar, y á pesar de la vigilancia que con él se tuvo, logró escapar, arrojándose ciegamente en brazos de las ondas que tanto le aterrorizaban y no obstante le atraían.
Por otro lado, el mar encariña de tal manera á los hombres que por largo tiempo se confían á su merced, á los que viven con él familiarizados, que no les es dado abandonarle jamás. He visto en un puertecito algunos viejos pilotos que, demasiado débiles, resignaban sus funciones; empero no lograban resignarse con su nuevo estado, y arrastrando una vida miserable, acababan por perder el seso.
En lo más alto de Saint-Michel hay una plataforma llamada de los Locos. En mi vida he visto sitio más adecuado para producir la locura que esa mansión vertiginosa. Figuraos rodeados de una dilatada planicie como de blanca ceniza, siempre solitaria, arena equívoca cuya falsa suavidad constituye el lazo más peligroso. Es y no es la tierra, es y no es el mar, ni tampoco es dulce el agua, aunque por debajo los arroyuelos trabajen el suelo incesantemente. Raras veces, y sólo por cortos instantes, una embarcación se aventuraría en aquellos