El Mar. Jules Michelet
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El Mar - Jules Michelet страница 6
2.º La gran cuenca del mar Indico y Pacífico.»
No puede darse el nombre de cuenca al círculo indeterminado del enorme Océano Austral, que ni tiene límite ni playa, que sólo hacia el Norte rodea el mar de la India, el mar de Coral y el Pacífico.
El Océano Austral por sí solo, es mayor que todos los mares juntos, pues cubre casi la mitad de la superficie del globo. Según toda apariencia, su profundidad corre parejas con su extensión. Mientras los recientes sondeos del Atlántico indican 10 ó 12.000 pies, Ross y Denham hallaron en el Océano Austral 14.000, 27.000 y hasta 46.000 pies. Añadid á todo esto la masa de hielos antárticos, infinitamente más dilatados que nuestros hielos boreales. No se apartará uno mucho de la verdad, si, simplificando, dice: El hemisferio Austral es el mundo de las aguas, y el Boreal el de la tierra.
Todo el que parte de Europa para atravesar el Atlántico, habiendo salido sin contratiempo de nuestros puertos, cerrados con harta frecuencia por el viento Oeste, después de haber franqueado la zona variable de nuestros mares inconstantes, no tarda en penetrar en la del buen tiempo, á la eterna serenidad que los vientos de Noroeste, los suaves vientos alisios, dan al mar y la tierra. Todo sonríe: no hay motivo para inquietarse. Mas, al avanzar hacia la Línea, cesa la brisa vivificadora y el aire se vuelve sofocante. Se penetra en la zona de las calmas que dominan bajo el Ecuador y separan inmutablemente los alisios de nuestro hemisferio Boreal de los alisios del hemisferio Sur. El cielo está cubierto de pesadas nubes; á cada momento llueve á mares. El corazón se entristece, nos quejamos; mas, sin ese sombrío cortinaje, ¿podrían resistir nuestras cabezas los ardores solares del Atlántico? Sin el diluvio de agua que asalta la otra cara del globo, el mar Indico y el mar de Coral, ¿sería posible resistir la fermentación producida por los cráteres de sus encanecidos volcanes? Esa negra masa de nubes, antes terror, barrera de los navegantes, esa noche súbita que se extiende sobre las aguas, es precisamente la salvación, la facilidad protectora que suaviza nuestro viaje, y nos conduce como por la mano á disfrutar del espléndido sol, del claro cielo del Sur, de la dulzura de los vientos regulares.
Naturalmente el calor de la Línea eleva el agua en vapores, formando esa sombría faja.
El observador que desde otro planeta contemplara el nuestro, vería cernerse sobre él un anillo de nubes con corta diferencia como observamos nosotros el de Saturno. Y si tratara de indagar su uso, podría contestársele: Es el regulador que, absorbiendo y devolviendo á su vez, equilibra la evaporación, la precipitación de las aguas, distribuye las lluvias y el rocío, modifica el calor de cada comarca, canjea los vapores de ambos mundos, pide prestado al mundo Austral los materiales para formar los riachuelos y grandes corrientes de agua de nuestro mundo Boreal. Solidaridad maravillosa. La América del Sur con sus imponentes selvas, por medio de su respiración condensada en nubes, empapa fraternalmente las flores y los frutos de Europa. El aire que nos renueva es el tributo que un centenar de islas del Asia, que la poderosa flora de Java ó de Ceilán exhaló y confió al gran mensajero de las nubes que da vueltas con la tierra y le vierte la vida.
Colocaos (hablo en espíritu) sobre una de las islas volcánicas que en tanto número ofrece el mar Pacífico y mirad hacia el Sur. Detrás de la Nueva Holanda veréis el Océano Austral sitiar con una onda circular las dos puntas extremas del antiguo y nuevo continentes. Nada de tierra en el mundo antártico, ó de islitas, ó de pretendidas tierras polares que tan pronto son indicadas por los descubridores como han desaparecido, no siendo tal vez más que hielos. Aguas sin fin, siempre aguas.
Del mismo observatorio do os he colocado, en contraste con el círculo de las aguas antárticas podéis ver hacia el Este, hacia el hemisferio Artico, lo que Ritter llama «el círculo de fuego.» Para hablar con más propiedad, es un anillo suelto, una cadena floja que forman los volcanes, primeramente en las cordilleras, luego en las alturas del Asia, y por último en esos innumerables grupos de islas basálticas que hormiguean por todo el Océano Oriental. Los primeros volcanes, los de América, ofrecen en una longitud de mil leguas, una sucesión de sesenta faros gigantescos, cuyas continuadas erupciones dominan la costa abrupta y las lejanas aguas. Los otros, desde la Nueva Zelandia hasta el norte de las Filipinas, cuentan ochenta que arden y un gran número apagados. Si fijamos la vista hacia el Norte (desde el Japón hasta Kamtschatka), cincuenta relucientes cráteres alumbran hasta de las islas Aleutianas, y los sombríos mares Articos (Leopoldo de Buch, Ritter, Humboldt). Total, trescientos volcanes en actividad que dominan circularmente el mundo oriental.
En la otra cara del globo, nuestro Océano Atlántico ofrecía análogo aspecto antes de las revoluciones que apagaron la mayor parte de los volcanes de Europa, aniquilando por otra parte el continente de la Atlántida. Humboldt opina que esa gran ruina, atestiguada con tal fuerza por la tradición, realmente se verificó. Por mi parte, atrévome á añadir que la existencia de dicho continente era lógica en la simetría general del Universo, para que esa cara del globo fuera armónica á la otra. Allí se levantaban, al lado del volcán de Tenerife, que nos ha quedado, y de nuestros apagados volcanes de la Auvernia, el Rhin, Herefort, etc., los que debieron minar la existencia de la Atlántida. Todos juntos constituían la parte opuesta de los volcanes de las Antillas y demás cráteres americanos.
De esos volcanes encendidos ó extintos, de la India y de las Antillas, del mar de Cuba, del de Java, se desprenden dos enormes ríos de agua caliente, que corren á calentar el Norte, y podríamos llamar las dos aortas del globo. Ambos están provistos, ó bien de lado ó por debajo, de contracorrientes que, procedentes del Norte, traen el agua fría, compensando la efusión de agua caliente y constituyendo el equilibrio. A las dos corrientes cálidas, que son saladísimas, administran las corrientes frías una masa de agua más dulce, que vuelve al Ecuador, al gran fogón eléctrico destinado á calentarla, á salarla.
Esos ríos de agua caliente, angostos al principio, como de veinte leguas de ancho, y que por largo espacio conservan su vigor y poderosa identidad, poco á poco se cortan, entíbianse, empero se dilatan y se ensanchan hasta mil leguas. Maury estima que el que parte de las Antillas é impele el Norte hacia nosotros, traslada y modifica la cuarta parte de las aguas del Atlántico.
Esos grandes rasgos de la vida de los mares, observados recientemente, eran, no obstante, tan visibles como los continentes mismos. Nuestra poderosa arteria Atlántica y su hermana la arteria Indica bastante se daban á conocer en el color. Por ambos lados se vislumbra un torrente azul, muy azul, que corre sobre las verdes aguas, color de índigo tan sombrío, que los japoneses nombran al suyo: río negro.
Vese perfectamente brotar el nuestro, entre Cuba y la Florida: sale hirviendo de su caldera, el golfo de Méjico. Corre cálido, salado, muy visible entre sus dos verdes murallas. Búrlase del Océano; éste lo encajona, lo comprime, mas no puede traspasarlo. Ignoro por qué densidad intrínseca, por qué atracción molecular, sus azuladas aguas se mantienen unidas, tan unidas, que antes que confundirse con el agua azul, se acumulan, forman un muro, una bóveda, con su pendiente á derecha é izquierda, y cualquier objeto que allí se eche lo repele y se desliza, pues es más alto que el Océano.
Rápido é impetuoso, primero corre al Norte, siguiendo los Estados Unidos; mas, al llegar á la punta del gran banco de Terranova, su brazo derecho dirígese al Este y el izquierdo se subordina, cual corriente submarina, yendo á consolar el polo y á crear el mar tibio (entiéndase no helado), que se acaba de descubrir. En cuanto al brazo derecho, desparramado por una inmensa latitud, cuando débil, cansado, llega á Europa, encuéntrase con la Irlanda y la Inglaterra que vuelven á dividir las aguas ya separadas en Terranova. Desfalleciente, perdido en el mar, entibia, no obstante, un poco la Noruega, y halla medio todavía de llevar á las costas de la Islandia las maderas de América, sin las cuales moriría esa pobre isla nevada bajo su volcán.
Los dos hermanos, el Indico y el Americano, se asemejan en que, salidos de la Línea, del horno eléctrico del globo, arrastran prodigiosas potencias de creación, de agitación. Por un lado parecen la matriz