El Mar. Jules Michelet
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Al visitar aquel país treinta años ha, no me daba cuenta del gran atractivo que para mí tenía. En el fondo, el atractivo es su grande armonía. Por otro lado, y sin que uno se lo explique, siéntese discordancia entre el suelo y el habitante. La magnífica raza normanda, en los cantones en que se ha mantenido pura ó donde ha conservado el color rojo, el extraño rojo de la Escandinavia, no tiene la menor relación con la tierra que ocupa por acaso. En la Bretaña, por el contrario, sobre el suelo geológico más antiguo del globo, sobre el granito y el sílex, se pasea la raza primitiva, un pueblo también de granito. Raza ruda, nobilísima, con la finura del guijarro. Todo lo que progresa la Normandía, decae la Bretaña. Imaginativa y dotada de talento, le agrada lo absurdo, lo imposible, las causas perdidas. Empero si pierde en tantas cosas, le queda una, la más rara, el carácter.
Si uno quiere desviarse un tanto del anglicismo insípido y de la vulgaridad con pretensiones de positivismo, en fin, de las tontas alegrías tan tristes, que vaya á posarse sobre las rocas de la bahía de Douarnenez, en el promontorio de Penmark; ó, si la brisa sopla con demasiada violencia, que se embarque en las islas bajas del Morbihan: el mar arrastra hacia ellas una tibia onda que ni siquiera se siente. La Bretaña, donde es apacible, esto de veras. En sus archipiélagos creeríais encontraros mecidos por la ola de la muerte; empero donde se ostenta con fuerza, es sublime.
En 1831 sentí sus tristezas, las cuales forman parte de la historia de mi vida. Entonces no conocía el verdadero carácter del mar. En los más solitarios ancones, entre sus rocas más agrestes es donde se ostenta verdaderamente risueño, quiero decir, vivo y retozón y lleno de vida. Veis cubiertas sus rocas con una á modo de capa de escabrosidades grises; mas aquello son seres animados, todo un mundo asentado allí, que queda en seco durante el reflujo, se cierra y esconde, volviendo á abrir sus ventanillas cuando el bueno del mar, su alimentador, le trae de nuevo el sustento. Allí trabaja también en masa ese apreciable pueblo de pequeños picapedreros, los esquinos, observados y tan exactamente descritos por M. Caillaud. Toda esa muchedumbre juzga exactamente al revés de nosotros. La bella Normandía les espanta; detesta y tiemblan á la vista de los rudos guijarros de las costas bravas, que los triturarían con la mayor facilidad. No menos temor les causan los ruinosos calizos de la Saintonge, disgustándoles fijarse sobre lo que está destinado á desmoronarse el día de mañana. Al contrario, les gusta sentir bajo sus plantas el inmutable suelo de las rocas bretonas.
Tomemos ejemplo de ellos para no creer en las apariencias, sino sólo en lo verdadero. Las más encantadoras riberas de la Flora seductora son aquellas en que se aleja la vida marítima. Su riqueza consiste en fósiles: curiosos para el geólogo, instrúyenle por medio de los huesos de los muertos. El áspero granito, muy al contrario, ve bajo sus pies el mar con sus innumerables peces; encima otra vida, la población interesante, modesta, de los industriosos moluscos, pequeños obreros cuya laboriosa existencia constituye el serio encanto, la moralidad del mar.
«Reina silencio profundo. Ese pueblo infinito es mudo, nada me dice. Su vida es del uno para el otro, sin relación con la mía, y para mí vale la muerte. ¡Soledad! (exclama un corazón femenino). ¡Grande y triste soledad!... No estoy tranquila...»
Mal hecho. Aquí todos son amigos. Esos pequeños seres no se comunican con el hombre, pero trabajan para él. Pónense de acuerdo con su sublime padre, el Océano, que habla por ellos. Hácense oir por medio de su órgano atronador.
Entre la tierra silenciosa y las mudas tribus del mar, entáblase aquí el diálogo grandilocuente, rudo y grave, simpático, la armónica concordancia del grande Yo consigo mismo, ese precioso debate que es todo Amor.
IV
Círculo de las aguas, círculo de fuego. Ríos del mar.
Apenas echó la tierra una mirada sobre sí misma, cuando se comparó y prefirió al cielo. La joven geología luchando contra su hermana mayor la astronomía, reina orgullosa de las ciencias, lanzó un grito titánico. «Nuestras montañas, dijo, no han sido lanzadas á la ventura, como las estrellas en el firmamento, sino que forman sistemas do se encuentran los elementos de una ordenación general, no ofreciendo de ello ningún vestigio las constelaciones celestes.» Frase tan atrevida y apasionada escapóse de los labios de un hombre cuya modestia iguala á su saber, M. Elías de Beaumont.
Es indudable que aún no se ha desembrollado el orden (probablemente muy grande) que reina en la confusión aparente de la Vía Láctea; empero la ordenación más visible de la superficie del Globo, resultado de las insondables revoluciones de su interior, conserva, y conservará para la ciencia más ingeniosa, sombras y misterios.
Las formas de la gran montaña emergida de las aguas que con propiedad llamamos tierra, ofrecen varias disposiciones asaz simétricas, sin poder ser conducidas aún á lo que parecería un sistema leal. Esas porciones secas y elevadas aparecen más ó menos visibles, según las descubre el agua. El mar, como límite, traza en realidad la forma de los continentes. Toda geografía conviene comenzarla por el mar.
Añadid un hecho culminante, revelado de pocos años acá. Mientras la tierra nos ofrece tales ó cuales rasgos que parecen discordantes (ejemplo, el Nuevo Mundo extendiéndose de Norte á Sur y el antiguo de Este á Oeste), el mar, por el contrario, presenta notable armonía, exacta correspondencia entre ambos hemisferios. En la parte flúida que se ha tenido siempre por tan caprichosa, es donde existe la regularidad. Lo que nuestro globo tiene de más ordenado, de más simétrico, es al parecer lo más libre, el juego de la circulación. La osamenta y las vértebras del grande animal presentan las singularidades de que aún no podemos darnos exacta cuenta. Mas, su movimiento vital que produce las corrientes del mar, que convierte de salada en dulce el agua, no tardando en trocarse en vapor para volver al agua salada, ese admirable mecanismo es tan perfecto como el de la circulación sanguínea en los animales más nobles. Nada hay que se asemeje tanto á la transformación continuada de nuestra sangre, venosa y arterial.
El aspecto del globo es al parecer, mucho más comprensible, si se clasifican las regiones, no por cordilleras, sino por cuencas marítimas.
El sur de España parécese más á Marruecos que á Navarra; la Provenza á la Argelia más que al Delfinado; la Senegambia á las regiones del Amazonas más que al mar Rojo; y el Amazonas tiene más analogía con las húmedas regiones del Africa que con sus vecinas del dorso, Chile, el Perú, etc.
La simetría del Atlántico es aún más notable en las corrientes submarinas, en los vientos y brisas de la superficie. Su acción ayuda poderosamente á crear esas analogías y á formar lo que puede apellidarse la fraternidad de las playas.
El principio de unidad geográfica, el elemento clasificador, será buscado más cada día en la cuenca marítima, donde las aguas, los vientos, mensajeros fieles, crean la relación, la asimilación de las opuestas orillas. Pediráse más raramente esa idea de unidad geográfica á las montañas, cuyas dos vertientes, á menudo en contradicción, nos ofrecen bajo una misma latitud floras y pueblos completamente distintos; aquí el invariable estío, á dos pasos el eterno invierno, según las situaciones. Raras veces da la montaña la unidad de la comarca, pero sí suele dar su dualidad, su divorcio y sus discordancias.
Esta opinión no es mía, sino de Bory de Saint-Vincent. Los recientes descubrimientos de Maury y las leyes que ha establecido la confirman de mil maneras.
En el inmenso valle del mar, bajo la doble montaña de ambos continentes,