No me toques el saxo. Rowyn Oliver
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу No me toques el saxo - Rowyn Oliver страница 2
No sé por qué grito, pero lo hago y me desmeleno como Marina. Puede que porque llevo demasiado tiempo con ese dolor de cabeza y por fin hoy me lo voy a quitar de encima. O bien, porque litros de alcohol corren por mis venas, como dice la canción de… no me acuerdo que grupo. De hecho, mi cultura musical está bastante limitada, solo entiendo de ópera, música clásica y jazz, concretamente de saxofones. Bueno y cuando voy muy borracha puedo enloquecer por cualquier canción de los Scorpions o Him. Sí, una es muy rara y tiene sus excepciones.
Me encantan los saxos, y el jodido tío que está acariciando mi saxofón, toca como un dios pagano.
Aceptémoslo, le odio, pero al César lo que es del César.
Mi momentánea euforia hace que me olvide de mi cabreo monumental, ese que llevo arrastrando desde hace semanas, desde que mi padre hizo lo que nadie debería hacerle a un saxofonista. Respiro hondo y sigo saltando. Quiero dejar por un instante la amargura que me posee cada vez que veo al saxofonista del grupo Bright lemons y disfrutar del maravilloso sonido que produce el muy cabrón.
Alzo los brazos y mis ojos se clavan en los suyos.
Solo un momento. Un segundo. Pero suficiente como para que él sepa que vuelvo a estar ahí, en primera fila, mirando cómo hace magia con sus dedos. Vuelvo a mirarle un instante en que nuestras miradas se cruzan, como ya han hecho otras veces, haciéndome sentir en el estómago sensaciones que no debería sentir, y mucho menos por él.
Pero la magia del momento no se rompe. Mientras ama la boquilla del instrumento, su mirada se ha quedado atrapada en la mía. Ciertamente le adoraría si no quisiera arrancarle los brazos.
Aparto la vista y sonrío, hasta que después la risa da paso a una carcajada.
Estoy como una cabra, pero es por el exceso de alcohol, el que al parecer voy a seguir ingiriendo si quiero darme valor para hacer lo que quiero hacer.
Como si hubiera clamado por agua en el desierto veo a Irene surgir entre la multitud.
—Estoy aquííí. —Ella aparece fresca como una rosa, con esa sonrisa de oreja a oreja a la que yo llamo: sonrisa verbenera.
Se acerca a nosotras con sus manos ocupadas con una nueva pomada. La bebida típica de aquí, de ginebra combinada con limonada, que sabe a rastrojo, pero que nos bebemos para hacer patria.
—Sí que has tardado, chica.
Irene asiente a Marina y sonríe. Nuestra querida abogada, que se desmelena en las noches veraniegas, lleva de serie su sonrisa de viernes a domingo. Esa que le da una cara de extasiada inocencia y que delata que se lo está pasando de puta madre. Sus ojazos verdes destellan.
—A Cristina le gusta el saxo —es lo primero que le dice Marina cuando la ve llegar.
Vaya, genial. Creo que me va a costar trabajo explicarles que gustar, no es precisamente la palabra.
—Eso explica por qué no se ha perdido ninguno de sus conciertos.
No ha escuchado ni media palabra y me vuelve a dar la risa. Y me río, alto y claro mientras cambian de canción y volvemos a la euforia colectiva y a saltar de nuevo.
—¿Te gusta el saxo o el saxofonista?
No contestaré a eso, pero mi cerebro piensa en esas palabras y mis ojos recorren al tío de metro ochenta y cinco, manos de pelotari y ojos de chocolate. Se me entrecorta la respiración y se me acelera el pulso.
¿Me gusta el saxofonista? Meneo la cabeza en señal de negación. No, pero...
Y de nuevo tengo ojos solo para él, tiene un… algo, un magnetismo. No puedo dejar de pensar en cómo sería volver a tocarle. Quisiera alargar mi mano y acariciar cada fibra de su ser, sus curvas, apretar y soplar. Joder, ¡ese saxo es mío! Ese capullo no es digno de él. ¡Devuélveme mi saxofón!
Miro la boca del tío que está tocando esa obra de arte y le odio. Observo cómo pone sus finos labios en la boquilla y se prepara para un solo apoteósico.
Quiero gritarle, No eres tú, tocas bien porque nadie puede tocar mal con mi saxo.
—¡Joder! No me extraña que lo persigas de punta a punta de la isla. —Marina está flipando—. Ese tío… ese tío… Ese tío tiene cara de empotrador.
—¿Ha dicho empotrador? —A Irene le entra la risa tonta.
Por Dios, si seguimos así, mi plan de huida se va a ir a la mierda. Están como cubas.
—Seguro que empotra. —Marina le pone énfasis a sus palabras al ver mi cara de escepticismo y asiente vigorosamente.
—No empotra —le dijo ofendida—. Ese tío, es… un imbécil.
Y cuando lo digo, asiento y me doy cuenta que debería parar de beber. No puedo permitirme perder mi agudeza. Mis sentidos deben estar alerta para realizar con éxito mi fechoría.
—Un imbécil que te trae loquita, ¿eh?
No puedo culparlas de que piensen eso. Casi me vuelvo loca persiguiendo a ese espécimen. Me he pateado cada verbena de la puñetera isla, desde Ses Salines a Alcúdia, de Capdepera a Sóller, ¿y para qué? Solo para que llegara este momento.
¡Y el momento ya ha llegado!
¡Me vengo arriba!
—Porque esta noche, nenas —grito al mundo—. ¡Esta noche es la noche!
—¡Uuuuuuooooooh! —Irene y Marina me flanquean y cuando el saxofonista se va a quedar sin aire en los pulmones, nos dejamos llevar por la pasión y gritamos como locas con los ojos cerrados y los brazos extendidos.
Seguro que no tienen ni puñetera idea de qué pasará esta noche, pero yo sí lo sé.
Esta noche es la noche.
Lo voy a hacer.
Estoy decidida.
—¡Estoy decidida! —grito al mundo.
Esta noche… ¡¡VOY A ROBARLE EL SAXO!!
2
Algo inesperado
Àngel
Mientras mis dedos acarician el suave metal me abstraigo de todo. Qué fácil sería la vida si tocar a una mujer fuera como acariciar esta pieza única. Lamentablemente las mujeres son mucho más complicadas, más difíciles de satisfacer y de comprender. Yo, al menos, no he conseguido comprender a ninguna, ni siquiera a mi abuela, a la que adoro, pero reconozcamos que está como una cabra. No es demencia senil, ya lo estaba cuando yo aporreaba cada uno de los instrumentos musicales que los abuelos coleccionaban en casa, sin importarme si eran de percusión, cuerda o viento.
Está siendo un gran concierto.
Cierro los ojos e intento dominar mi emoción, mi respiración para no quedarme