Caribes. Alberto Vazquez-Figueroa

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Caribes - Alberto Vazquez-Figueroa Caribes

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que continuamente lo surcaban a la caza de nuevas víctimas con las que satisfacer sus ansias de carne humana, y contra toda lógica, tan solo él, el estúpido Guanche que jamás pretendió descubrir nuevos mundos y era el único que se había embarcado por error en tan peligrosa aventura, había conseguido sobrevivir.

      ¿Por qué?

      El más joven, el más inexperto; aquel por cuya vida nadie hubiera dado un pimiento y al que muchos consideraban en un principio el tonto de a bordo era, sin embargo, el que ahora se sentaba en una roca del destruido fuerte a contemplar, anonadado, los putrefactos cadáveres de sus compañeros de fatigas.

      Le espantó la sola idea de enfrentarse algún día al mismísimo Virrey de las Indias teniendo que relatarle con toda suerte de detalles las terribles luchas internas, las sucias traiciones y las absurdas malquerencias que habían tenido lugar entre aquel mísero puñado de hombres abandonados a su suerte, o explicarle a unos adustos y apoltronados jueces por qué se mataron entre sí sus compañeros a causa de una mujer, o a causa de una invencible necesidad de gobernar a toda costa sobre quienes resultaba evidente que no querían dejarse gobernar.

      Sentado allí, en el centro del desolado patio, sin más compañía que las moscas ni más testigos que los esquivos indígenas que le observaban desde lejos, Cienfuegos tomó plena conciencia de que, hiciera lo que hiciera y contara la historia como quiera que la contase, el simple hecho de estar vivo le convertía para siempre en un personaje sospechoso, y dondequiera que fuese le señalarían con el dedo como al cobarde canario que escapó de La Natividad cuando su obligación era la de estar también gloriosamente muerto.

      Luego, al caer la tarde, pareció comprender que resultaba estúpido preocuparse de lo que pudiese nadie pensar el día de mañana, ya que lo más probable era que ni siquiera existiese tal mañana, por lo que una invencible laxitud o más bien una desesperanzada apatía acompañada de una profunda desgana a enfrentarse a la vida se apoderó poco a poco de su ánimo, hasta el punto de que por casi tres horas se le antojó empresa inútil iniciar una vez más la ardua tarea de salvar su maltratado pellejo.

      Durante aquel largo y agitadísimo año había tenido que escapar a tantos y tan variados peligros que a menudo se preguntaba si el destino sería capaz de continuar inventando nuevas formas de acosarlo, para llegar con el tiempo a la triste conclusión de que, efectivamente, la desatada y tortuosa imaginación de sus hados maléficos iba siempre mucho más allá de lo que nadie pudiera concebir.

      Y ahora esos hados le mantenían otra vez acorralado y sin opción aparente a encaminarse a parte alguna, sentado frente a un tranquilo y verde mar plagado de hambrientos tiburones, y sabiendo que a sus espaldas se abría una impenetrable selva sembrada de peligros.

      –¡Mierda! –exclamó.

      De nuevo se vio en la obligación de echar mano al recuerdo de Ingrid, aferrándose con desesperación al convencimiento de que algún día conseguirían reunirse definitivamente en Sevilla, y tan solo la evocación de su hermoso rostro y la irresistible necesidad que sentía de acariciar su cuerpo terso y duro le impulsó a alzarse al fin de aquella roca dispuesto a intentar salvar la vida aunque únicamente fuese por regresar junto a su amada.

      ¿Pero qué hacer y hacia dónde dirigirse?

      Tan solo una cosa tenía clara: el sol salía por España.

      Durante la interminable travesía a bordo de la Santa María ni un solo día había dejado de amanecer por popa, y era por tanto hacia ese amanecer hacia donde debería encaminar sus pasos si es que abrigaba la esperanza de volver a reunirse alguna vez con la rubia alemana.

      El único obstáculo lo constituían poco más de tres mil millas de un océano agitado y profundo del que lo ignoraba absolutamente todo.

      Fue en ese momento cuando le vino a la mente la pesada embarcación que el viejo Virutas, Quico el mudo y Cándido Bermejo habían estado construyendo en una escondida cueva del norte de la bahía, y le asaltó de pronto la acuciante necesidad de comprobar qué había sido de ella, por lo que tomó sus armas, atravesó el riachuelo y se internó en la espesura siguiendo el casi invisible sendero que habría de conducirlo en primer lugar al minúsculo cementerio en el que descansaban aquellos que habían tenido la tremenda desgracia de morir antes de la gran masacre, y la gran suerte de contar con amigos que se ocuparan de enterrarlos y colocar sobre sus tumbas una losa de piedra con sus nombres.

      Se detuvo unos instantes a dedicarles un último recuerdo, y le hubiera gustado conocer al menos una sencilla oración que rezar por su alma, pero tuvo que limitarse a evocar los ya borrosos rostros de aquel Salvatierra al que matara una serpiente, del grasiento cocinero al que apuñalaran mientras hacía el amor con una india muy golfa, o del vicegobernador Pedro Gutiérrez, al que acribillaran malamente a flechazos.

      Se ocultó luego largo rato entre la espesura para cerciorarse de que ningún nativo le seguía, y descendió por último por el peligroso acantilado hacia la diminuta ensenada junto a la cual se abría la camuflada entrada de la gruta.

      El corazón le latía con inusitada violencia al apartar los arbustos que la ocultaban y permaneció luego muy quieto, con la espada firmemente empuñada, tratando de habituarse a la penumbra y atento a dar un salto a la menor señal de peligro.

      Al fin distinguió los contornos de la barca ligeramente escorada sobre la banda de babor y algo maltratada por las aguas, que al subir de nivel durante la tormenta la habían golpeado sin piedad contra las paredes de roca, pero aparentemente tan sólida como cuando la vio por primera vez meses atrás.

      Se aproximó a ella muy despacio y la estudió con sumo cuidado. Tendría poco más de ocho metros de eslora por casi tres de manga y dos de alzada, y pese a que no entendía mucho de embarcaciones abrigó la sensación de que debía ser una nave fiable y marinera con la que la gente experimentada sería muy capaz de realizar difíciles travesías, aunque sin soñar, desde luego, en alcanzar con ella las costas españolas.

      Abrió la trampilla de popa para echar un vistazo a su interior, y a punto estuvo de soltar un alarido al advertir cómo dos aterrorizados y enfebrecidos ojos le miraban.

      –¡Dios del cielo! –exclamó asombrado–. ¡Virutas!

      –¡Cienfuegos! –replicó angustiada una voz débil apenas audible–. ¿Eres tú, Cienfuegos?

      –¡Lo soy, viejo! ¡Qué alegría encontrarte! Creí que estaban todos muertos…

      Le respondió un sollozo y durante largo rato el pobre carpintero no fue capaz de pronunciar ni una sola palabra, limitándose a abrazarse a su cuello, cubriéndole de mocos y escondiendo el demacrado rostro en su nuca.

      –Yo también lo creía –hipó al fin entrecortadamente–. Un salvaje me hirió en la pierna pero conseguí sacarle las tripas y arrastrarme hasta aquí confiando en que alguien más viniera. Pero ha pasado tanto tiempo que empezaba a desesperar… ¿Estás solo?

      El gomero asintió con un triste ademán de la cabeza:

      –Me temo que sí, viejo. Y a poco más no vengo. –Le ayudó a salir de su escondite, tumbándolo sobre la inclinada cubierta–. ¿Cómo va esa pierna?

      –Mejor, aunque sospecho que jamás volveré a caminar decentemente. –Señaló hacia el exterior–. ¿Qué ocurrió ahí fuera? –quiso saber.

      –No estoy seguro. Sinalinga me dio algo que me hizo dormir tres días y cuando desperté ya todo había pasado. –Le miró con fijeza a los ojos–. ¿Tú me crees, verdad?

      El

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