Caribes. Alberto Vazquez-Figueroa
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–Ha tenido un niño. –El tono de voz del pelirrojo denotaba amargura–. Pero se lo ha llevado.
–No debes culparla. Su hijo será siempre lo primero, y dada la situación no creo que nadie apueste por tu cabeza… Ni por la mía.
–Aún estamos vivos. Y ahora somos dos. –El canario tomó asiento sobre la borda de la embarcación como si súbitamente las piernas le fallaran–. ¡Dios! –exclamó–. No puedes darte una idea de cuánta alegría me da verte… ¡Me sentía tan solo!
–¡Pues imagínate a mí, aquí, herido y hambriento! Te juro que he rezado más durante estos días que en mis sesenta años anteriores. –Le miró con fijeza–. ¿Qué vamos a hacer ahora? –inquirió angustiado.
–No tengo ni la menor idea.
–¿Siguen ahí fuera?
–¿Quién? ¿Los guerreros de Canoabó? No. Solo quedan los hombres de Guacaraní, pero ya no me fío de ellos.
–Nos traicionaron.
–En realidad nos traicionamos nosotros mismos. Si hubiéramos sido capaces de mantenernos unidos y aprender a respetarlos, nada de esto hubiera ocurrido.
–Ya es tarde para lamentaciones –señaló el viejo amargamente–. Ahora lo que importa es alejarse cuanto antes, aunque no creo que llegue muy lejos con esta pata renca.
–¿Sabes navegar?
–He pasado cuarenta años de mi vida en el mar y sé cómo manejar un barco, pero no tengo ni puñetera idea de cómo hacerlo llegar a un lugar determinado. –Golpeó con el puño la cubierta–. Y no hay modo de arrastrar hasta el agua esta barca. La construí a conciencia, e incluso seis hombres fuertes se romperían la espalda tratando de moverla.
–Alguna forma habrá –señaló el cabrero.
–No, que yo conozca –replicó el otro–. Y tengo hambre.
Le entregó un coco y unos mangos que llevaba en la bolsa, y mientras el anciano los devoraba con ansia se entretuvo en inspeccionar la embarcación buscando una fórmula que le permitiera colocarla sobre las quietas aguas que lamían las rocas a no más de treinta metros de distancia, pero al fin se vio en la obligación de reconocer que el viejo Virutas tenía razón y que serían necesarios como mínimo seis hombres para poner a flote en mitad de la bahía aquel tosco armatoste.
Todo en él parecía listo para emprender la navegación puesto que contaba incluso con un recio palo que aparecía tumbado sobre la cubierta, la botavara y dos juegos de velas cuidadosamente doblados a proa, pero el conjunto debía sobrepasar con mucho la media tonelada y resultaba ilusorio confiar que entre un muchachuelo y un viejo herido consiguieran ni tan siquiera sacarlo de la cueva.
–Hay que buscar agua y provisiones –señaló al fin–. Mientras tanto tal vez se nos ocurra algo. ¡Piensa!
–¡No seas pesado, rapaz! –fue su agria respuesta–. Recuerda que soy carpintero de ribera y llevo cinco días dándole vueltas al asunto. Sería como tratar de cambiar de sitio una montaña. ¿A dónde vas ahora? –se alarmó.
–A por comida. Dejé un cesto de fruta en la cabaña, y entre los restos del almacén descubrí judías, tocino y algunas cosas que los salvajes nunca prueban.
–¿Y vas a dejarme solo?
–Volveré al anochecer.
–¿Y si no vuelves?
–Será que me han matado, pero lo dudo. A pesar de todo, estos indios son pacíficos y ni siquiera tienen armas.
–Avisarán a Canoabó.
–Es muy posible –admitió–. Pero tardarán por lo menos tres días en regresar.
–¡No te vayas!
–¡No seas caguica, viejo! –se impacientó–. Cualquier cosa es mejor que morirse de hambre. –Se encaminó a la salida–. ¡Y piensa!
Cuando al oscurecer regresó cargado como un burro, el carpintero dormitaba, y al abrir los ojos tuvo que admitir que continuaba sin hallar solución al difícil problema.
–Al fin y al cabo –masculló roncamente–, casi prefiero acabar aquí a ahogarme en ese mar infestado de tiburones. Ya estoy demasiado correoso como para servirle de desayuno a un pez.
–Nadie va a comerte, Virutas –fue la firme respuesta del cabrero–. También yo tuve hoy un mal momento, pero ya pasó. Y te necesito para salir de este maldito lugar y llegar a Sevilla.
–¡No jodas con Sevilla! –replicó el otro con acritud–. Por contentos podríamos darnos si llegáramos tan siquiera a mar abierto. Esto no hay quien lo mueva.
–¡Eso lo veremos!
Las tinieblas se habían apoderado ya de la cueva, por lo que decidieron que lo mejor que podían hacer era dormir dejando para la mañana siguiente la búsqueda de una solución factible a su problema, y apenas la primera claridad se filtró por entre la maleza, el canario observó fijamente al anciano que le observaba a su vez desde hacía rato y exclamó, guiñándole un ojo:
–¡Ya lo tengo!
El otro se irguió esperanzado.
–¿Qué?
El canario sonrió divertido.
–La solución… Buscaré ayuda.
–¡Vete a la mierda! –barboteó el carpintero furibundo–. Estamos intentando escapar de unos salvajes que quieren cosernos a flechazos y lo único que se te ocurre es ir a pedirles ayuda. Creo que al fin van a tener razón los que aseguraban que eres tonto.
–Sé cómo hacerlo –replicó Cienfuegos al tiempo que se ponía en pie de un salto puesto que se diría que la larga noche de descanso le había insuflado nuevos ánimos y se sentía con fuerzas como para comerse el mundo–. Pero ahora lo primero que quiero hacer es dejar un mensaje que únicamente don Luis de Torres o maese Juan De La Cosa puedan interpretar si es que regresan.
–¿Qué clase de mensaje?
–Uno que les haga comprender que seguimos con vida.
–A mí me importa un carajo que nadie sepa si estoy o no estoy vivo. Con que lo sepa yo, basta.
–¿No tienes amigos?
–Tú.
–¿Y parientes?
–Ninguno, gracias a Dios.
–¿Siempre has estado solo en el mundo?
–Mi mundo es demasiado pequeño como para compartirlo. –Acarició la embarcación–. La madera me da cuanto preciso.
–Siempre imaginé que estabas chiflado, pero ya veo que es más de lo que suponía. Haremos buena pareja. –Se encaminó