Caribes. Alberto Vazquez-Figueroa
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Nunca supo cómo se las ingenió para alcanzar la cima sin rodar mil veces hasta el fondo del barranco, pero fueron sin duda unos trescientos metros desesperantes y angustiosos, y cuando al fin se dejó caer de bruces sobre la hierba lanzó un hondo sollozo de animal moribundo.
Aguardó una vez más a que el corazón dejara de machacarle el cerebro con su furioso golpear, se hundió de nuevo en la nada, regresó casi por milagro al mundo de los vivos, y en su ansiedad extendió la mano cortó el tallo más cercano y chupó ávidamente la amarga savia sin encontrar luego saliva suficiente como para escupir aquel pringoso líquido hediondo.
Necesitó aferrarse a un tronco para lograr asentar nuevamente las temblorosas piernas, y avanzó de árbol en árbol como un borracho incapaz de mantenerse por sí solo en equilibrio, advirtiendo cómo el cerebro se le iba poblando más y más de fantasmas, a su mente volvía repetidamente la imagen de la hermosa y quieta laguna en que conociera a Ingrid, y a sus oídos llegaba la fresca risa de su amada cuando le hacía apasionadamente el amor sobre la hierba.
Pero esa risa volvió.
Una y otra vez, tan insistente que temió haberse vuelto loco puesto que al poco se le unieron nuevas risas y confusas voces, gritos y chapoteo, y al fin reaccionó agitando la cabeza, convencido de que no era que su cerebro le jugara malas pasadas, sino que, efectivamente, tenía que haber seres humanos cerca.
Se deslizó por entre la maleza, atraído como un imán por el rumor de voces, y al apartar unas espesas ramas descubrió la laguna, tan idéntica a la de sus montañas de La Gomera que casi costaba admitir que no fuera la misma, con un agua limpia que llegaba saltando de roca en roca y media docena de muchachas que jugaban en ella.
Las observó sin ser visto, admirando lo que conseguía distinguir de sus cuerpos y los lacios cabellos que les caían chorreantes sobre la espalda, se cercioró de que la mayoría eran muy jóvenes y no se distinguía presencia masculina alguna por los alrededores, y a pesar de que se había propuesto extremar la prudencia, la sed pudo más que su fuerza de voluntad, y dando tres últimos pasos, se lanzó de bruces sobre la orilla sumergiendo la cabeza en el agua.
Bebió y bebió hasta reventar y casi atragantarse, ajeno a todo lo que no fuese satisfacer su ansiedad, y cuando al fin alzó el rostro descubrió siete pares de ojos muy negros que le observaban con extraña fijeza.
No hubiera sabido decir si era miedo, furia o sorpresa lo que se reflejaba en ellos, y durante unos minutos que se le antojaron interminables se estudiaron en silencio, como si ni las muchachas ni el canario tuviesen la más mínima idea de qué era lo que tenían que hacer en tan extraña e imprevista circunstancia.
Luego, dos de las mujeres comenzaron a salir del agua por la margen opuesta de la laguna, y Cienfuegos reparó en los hermosos pechos de la más joven, su estrecha cintura, las bien torneadas caderas, los poderosos y fuertes muslos que enmarcaban un prominente pubis carente de vello, y por último unas anchas y deformes pantorrillas que conferían a sus piernas un aspecto insólito y monstruoso, lo que le obligó a dejar escapar un sollozo y exclamar aterrorizado:
–¡Dios bendito! ¡Son caribes!
Su compañera mostraba igualmente las pantorrillas atrofiadas, tal como las recordaba de aquella partida de crueles caníbales que devoraron ante su atónita mirada a dos de sus amigos, y si alguna duda le quedaba, pronto quedó despejada porque el resto de las bañistas fueron saliendo una tras otra del agua y todas ofrecían el mismo espantoso aspecto, al tiempo que sus rostros mostraban ahora una bestial ferocidad que contrastaba con las risas y la alegría de momentos antes.
Distinguió entonces las hachas de piedra, las lanzas y las pesadas mazas que descansaban sobre la alta hierba, y al advertir que las empuñaban como si se tratara más de experimentados guerreros que de débiles muchachas, tomó plena conciencia del peligro, y dando un salto echó a correr por donde había venido.
Aunque había conseguido beber hasta saciarse, le fallaban las fuerzas, tan débil y desorientado que no se sentía capaz ni de encontrar el camino de regreso, por lo que muy pronto descubrió aterrorizado que vagaba sin rumbo por entre la espesa maleza seguido por media docena de mujeres desnudas que no hacían más que gruñir y emitir una especie de cortos e incomprensibles chillidos con los que parecían transmitirse secas órdenes.
A menos de quinientos metros de la laguna se le doblaron las piernas y el aire se negó a continuar descendiendo a sus pulmones, por lo que decidió acurrucarse bajo un montón de helechos, ocultándose lo mejor que pudo e intentando evitar perder el conocimiento ya que el recuerdo del terrible fin de Dámaso, Alcalde y Mesías el Negro le atenazaba el corazón como una zarpa de acero, obligándole a echar mano de toda su entereza para no romper a llorar presa de un ataque de histeria ante la tenebrosa idea de acabar de idéntica manera.
Le tenían acorralado, y cuando el furioso jadear de su respiración se calmó levemente y el estruendo de su propio pulso cesó de retumbarle como cañonazos en las sienes, le llegó muy claro el rumor de los pasos de sus perseguidoras.
Avanzaban por todas partes, al frente y a la espalda, a diestra y a siniestra, y lo hacían golpeando la maleza con sus afiladas hachas como el batidor que busca hacer saltar de su escondite al jabalí, dispuestas a destrozarle el cráneo en el momento mismo de iniciar su nueva huida.
Atisbó entre las hojas del helecho y pudo distinguir con toda claridad una figura que se aproximaba muy despacio y que de tanto en tanto se detenía a escuchar e incluso venteaba el aire abriendo mucho las aletas de la nariz, como si intentara atrapar un olor distinto que lo condujera hasta su víctima.
Se trataba de una mujer sin duda alguna, aunque más bien podría catalogarse de hembra joven de alguna especie de extraña bestia ligeramente emparentada con los seres humanos, puesto que la ancha cara sobre las que destacaban las enormes fosas nasales, los diminutos y acerados ojos, y la boca gruesa y carnosa de amarillos y afilados dientes, le conferían un aspecto simiesco pese a que el color de su piel fuera notoriamente claro contrastando con una mata de cabello negro y lacio que le caía, aún chorreante, por la espalda.
Sus gestos carecían igualmente de aquella feminidad que cabía encontrar incluso en las más primitivas indígenas de las restantes islas, puesto que denotaban una agresividad propia de fiera de la jungla, a la par que una marcada felinidad hacía recordar en determinados momentos un enorme gato al acecho de su presa.
Cienfuegos se supo más cerca que nunca de una muerte cruel e ignominiosa, y al abrigar la absoluta certeza de que en cualquier instante acabaría siendo descubierto, experimentó de nuevo aquella invencible sensación de laxitud que hacía que cada músculo del cuerpo le pesase como el plomo, incapaz por completo de reaccionar pese a que menos de seis metros lo separasen de su enemiga, que se detuvo, aventó el aire, pareció cerciorarse de que se encontraba sobre una buena pista y emitió uno de aquellos cortos y guturales gritos que constituían probablemente una especie de orden.
El canario comprobó que nuevas voces llegaban de los cuatro puntos cardinales, por lo que hizo un supremo esfuerzo de voluntad y dando un salto se lanzó hacia delante buscando tan solo algún tipo de muerte que no fuera aquella, tan espantosa, que parecía tenerle reservado su amargo destino.
Esquivó como pudo el hacha de piedra que voló hacia su cabeza y que fue a quebrar la gruesa rama de un árbol, y continuó su enloquecido galopar saltando sobre matojos y troncos caídos sin prestar atención más que a lo que tenía ante él y a una desesperada necesidad de encontrar una improbable salida a aquella inmensa trampa.
Una nueva mujer se cruzó en su camino blandiendo un arma, pero no le dio tiempo a alzar el brazo, lanzándose