Caribes. Alberto Vazquez-Figueroa

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Caribes - Alberto Vazquez-Figueroa Caribes

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      Dos más lo perseguían muy de cerca en el momento mismo en que el azul del mar hizo su aparición ante sus ojos y una leve luz de esperanza nació en su ánimo, pero de improviso sintió un fuerte golpe en la cabeza, el mundo estalló en su interior sonoramente, y dando un último traspiés cayó de bruces como aniquilado por un rayo.

      En el instante mismo de perder el conocimiento, por su cerebro cruzó, muy fugazmente, la escena del sangriento festín del que había sido testigo meses antes.

      Abrió los ojos para enfrentarse al desencajado rostro de Bernardino de Pastrana, más conocido por el pintoresco apodo de Virutas, que parecía haber conseguido el portentoso milagro de envejecer un siglo en pocas horas, ya que sus ralos cabellos habían encanecido aún más y el millón de arrugas de su rostro se habían multiplicado por diez.

      –¡Nos van a devorar, Guanche! –fue lo primero que dijo sin poder evitar un sollozo–. Esos salvajes lo están preparando todo para comernos.

      Ni siquiera se molestó en buscar palabras de consuelo, puesto que no las había, limitándose a permanecer muy quieto, como alelado, odiando la idea de haber recuperado la noción de las cosas para volver a experimentar el insoportable miedo que se había apoderado de su cuerpo e incluso de su alma, porque se le antojaba preferible haber acabado de una vez cuando cayó sin sentido que volver a tomar conciencia del espantoso fin que le esperaba.

      Sin mover un solo músculo recorrió con la vista el lóbrego pozo en que les mantenían encerrados, que no ofrecía más salida que una alta boca que mostraba diminutos cuadrados de un cielo muy azul, ya que se encontraba cerrada por un pesado enrejado hecho de gruesas cañas de bambú, y tardó un tiempo, que al anciano se le antojó una eternidad, en volver a la demoledora realidad del mundo de los vivos y reparar en el desolado rostro cuyos enrojecidos ojos aparecían ahora empañados en lágrimas.

      –¿Por qué permitiste que te atraparan? –inquirió con un claro deje de reproche en la voz–. Morir ahogado era mejor.

      –La corriente me empujó hacia la orilla y de pronto comenzaron a caer desde el acantilado. Nadan como patos y el viento no ayudaba. –Hizo una corta pausa y añadió sorprendido–: Son mujeres.

      –Ya me he dado cuenta. Mujeres caribes. ¿Vistes sus piernas?

      –¡Espantosas! Hinchadas como globos por debajo de las rodillas.

      –Igual que las de los guerreros que matamos en el Fuerte… ¿Los recuerdas?

      –¡Dios si los recuerdo! –sollozó de nuevo el anciano–. No he hecho más que pensar en ellos desde que me cogieron. ¡Nos comerán!

      –¿Qué más da los caribes que los gusanos, viejo? Lo que importa es acabar aprisa y sin sufrir. ¡Cielos! –añadió el gomero desalentado–. Jamás me imaginé que resultase tan difícil llegar a Sevilla.

      –Hubiera sido más digno morir luchando con las gentes de Canoabó –sentenció el carpintero apoyando la nuca en la pared de tierra y alzando el rostro al cielo tras sorber dos gruesos lagrimones–. Aquellos por lo menos no eran caníbales.

      –Vi el cadáver de Vargas devorado por los cangrejos al borde del mar. Ya no sufría. Lo que nos va a hacer sufrir es imaginar lo que sucederá cuando nos maten, pero ten por seguro que una vez muertos da lo mismo.

      –¿Y qué ocurrirá cuando tengamos que resucitar el día del Juicio Final?

      –Yo no creo en esas cosas, viejo –le recordó el cabrero–. Nunca me bautizaron y supongo que por lo tanto no debo tener derecho a Juicio Final, ni nada por el estilo. ¡Mierda, qué miedo tengo! –masculló–. Pero si tu Dios es capaz de resucitar a gente que lleva siglos bajo tierra y ya no es más que polvo, también será capaz de devolverte el cuerpo sea cual sea su destino.

      –No me consuela.

      –Tampoco a mí.

      Quedaron en silencio, contemplándose como alelados, capaces de ver únicamente la macabra escena de su propio descuartizamiento a manos de las bestiales criaturas de grotesca apariencia humana que les habían apresado; ciegos y sordos a cuanto no fuera su espantoso final.

      El terror alargaba las horas.

      La oscuridad acudió a intensificar el pánico.

      La noche fue la más larga y silenciosa de todas las noches posibles; densa, caliente, impenetrable; sin tan siquiera el rumor de la brisa, ni una voz, ni un llanto, ni la lejana llamada de amor de un ave nocturna, como si el pozo se adentrara en el corazón de la tierra y se encontraran inmersos en los abismos del infierno; allí donde tan solo el hedor a miedo que emitían sus propios cuerpos les hacía algún tipo de compañía.

      Por último, de las tinieblas, surgió, serena, la ronca voz del carpintero:

      –Guanche.

      –¿Qué?

      –Mátame.

      Lo meditó en silencio, sin escandalizarse por tan descabellada idea, porque también él hubiera preferido morir a manos de un amigo a soportar los infinitos sufrimientos que le esperaban, pero al fin negó con un gesto aun a sabiendas de que el otro no podía verle.

      –No –fue todo lo que dijo.

      –¿Por qué?

      –No quiero quedarme solo.

      –Eso es injusto. Y egoísta. Yo ya no soy más que un pobre anciano que de poca ayuda puede servirte y al que le gustaría acabar de una vez, pacíficamente y sin sobresaltos. No tendrías más que apretarme un poco el cuello, tú que eres tan fuerte. ¡Por favor!

      –¡No! –volvió a negar el canario con firmeza–. Tú sí que estás intentando ser injusto. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Que me quede aquí a solas con tu cadáver, mi miedo y mis remordimientos? ¡No! Estamos juntos en esto, y juntos llegaremos al final.

      Se sumieron de nuevo en aquella oscuridad y aquel silencio que hacía daño a los sentidos, y así continuaron hasta que una leve claridad nació en lo alto y una lluvia pesada, cálida y maloliente a la que siguieron fuertes risas, les roció por completo.

      –¡Hijas de puta! –masculló el gomero furibundo–. ¡Nos están meando encima!

      Así era, en efecto, tres o cuatro mujeres aparecían acuclilladas sobre el enrejado de cañas, orinando entre grandes carcajadas, e incluso una de ellas defecaba abiertamente.

      Media hora después dejaron libre la entrada por la que introdujeron una tosca escala, haciéndoles significativos gestos para que subieran, al tiempo que los amenazaban con sus lanzas emitiendo cortos gruñidos que muy poco parecían tener de humanos.

      Bernardino de Pastrana y Cienfuegos se contemplaron con afecto para acabar fundiéndose en un estrecho abrazo:

      –Que el Señor nos acoja en su seno, hijo –señaló el primero–. Y que todo transcurra del modo más rápido posible.

      –Siento haberte metido en esto.

      –Tú no tienes la culpa. Nadie la tiene –le tranquilizó

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