Caribes. Alberto Vazquez-Figueroa
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Aún no había conseguido captar más que una mínima parte de las prolijas explicaciones que el viejo Virutas le ofreciera, pero de algún modo comenzaba a intuir el fabuloso campo de nuevas sensaciones que se abría ante él cada vez que avanzaba una torre o capturaba un peón enemigo, y resultó evidente que el empedernido jugador que llevaba en su interior había descubierto aquella tarde un nuevo y ancho cauce por el que dejar escapar su caudaloso contenido.
Debido a una, hasta cierto punto hermosa coincidencia, aquella calurosa jornada caribeña reunió sobre la pesada y tosca embarcación a dos jugadores de muy opuestas características, dado que a la frialdad analítica y la suma prudencia del juego de Bernardino de Pastrana se opuso de inmediato la espontánea, clarividente y brillante agresividad del cabrero canario.
Dos hombres flotando sin destino durante cuatro días bajo un sol de fuego en mitad de una calma chicha y ajenos a nada que no fuesen jaques y enroques constituían en verdad un espectáculo incongruente, pero tal vez fue esa inconsciente evasión a la infinidad de problemas que los acuciaban tan de cerca lo que evitó que un pánico enfermizo se apoderara de su ánimo precipitándolos en un desastre inevitable.
Hasta los tiburones se aburrieron.
Silenciosos testigos de largas e incomprensibles contiendas en las que apenas se pronunciaban media docena de palabras, optaron una mañana por sumergirse en las calientes y limpias aguas a la busca de presas menos apetitosas pero más asequibles, con lo que la quietud alcanzó tal extremo que cabría imaginar que todo signo de vida había huido de la superficie del planeta o la maciza embarcación había traspasado los límites de lo real para penetrar sin proponérselo en una nueva dimensión desconocida hasta el presente.
El mar, al ganar profundidad, se volvió más azul y más denso, sin perder por ello su inmovilidad casi aceitosa, pero ninguno de los contendientes reparó en tal detalle, y si lo hizo no pareció importarle puesto que tanto daban aguas verdes que negras siempre que mantuvieran tranquila la cubierta.
Comenzó sin embargo a escasear el agua dulce.
De día un calor bochornoso recalentaba pesadamente la embarcación y las noches sin viento apenas contribuían a refrescar el ambiente, por lo que llegaron a la conclusión de que de no llover pronto correrían serio peligro de morir deshidratados.
El viejo Virutas aparentó no obstante no sentirse en exceso preocupado.
–Por lo único que lo siento –dijo– es porque al fin había encontrado un buen enemigo al que machacar. Por lo demás ya te dije que tanto da acabar de un modo u otro, y lo cierto es que yo ya estoy viviendo de prestado.
–Pero yo no. Busquemos tierra.
–¿Dónde?
–Donde la haya. ¿Recuerdas los caribes que atacaron el fuerte? Usaban una piragua, lo que quiere decir que no podían venir de muy lejos.
–Tal vez de Cuba.
El pelirrojo negó convencido.
–Cuba queda al Nordeste y aquella no es tierra de caníbales. Venían de otro sitio.
–Sea el que sea –puntualizó el carpintero con firmeza–. Mil veces prefiero morir de sed que caer en manos de esas bestias.
Cienfuegos, que había sido testigo de cómo los caribes devoraban a dos de sus amigos y aún le asaltaba en sueños el recuerdo de aquella terrible escena, se mostró en un principio de acuerdo con tal punto de vista, pero la sed se convirtió muy pronto en una exigente compañera de viaje y una pésima consejera, por lo que, cuando al amanecer del sexto día distinguieron en el horizonte la borrosa silueta de una alta montaña hacia la que les empujaba la corriente, decidieron aproximarse a ella aun a riesgo de caer en manos de tan feroces alimañas.
Era una isla verde y escarpada aunque no demasiado grande, en la que altivos farallones de negra roca alternaban con diminutas playas de arenas muy limpias, y pese a que la costearon por más de cinco horas atentos a cualquier rastro de presencia humana, no descubrieron choza, embarcación, ni sendero que permitiera sospechar que se encontrara habitada.
La sed se había convertido a aquellas alturas en un auténtico tormento, y el gomero llegó a la conclusión de que si el de Pastrana prefería morir a bordo era muy dueño de hacerlo, pero que por su parte se arriesgaría a saltar a tierra y buscar agua aun a costa de tener un mal tropiezo.
–Acércate a aquella cala –señaló–. Nadaré hasta la costa, me llevaré una barrica, y si al anochecer no he vuelto, vete.
–¿Adónde? Sin agua no llegaré muy lejos.
–Eso es cosa tuya, pero quiero que sepas que no te culparé porque te vayas. Cada cual es libre de morir a su gusto y yo prefiero arriesgarme.
Fondearon a unos cuarenta metros de la costa sobre un banco de arena blanca en el que no se distinguía rastro alguno de tiburones, y tomando sus armas, su inseparable pértiga y un barril vacío, Cienfuegos se deslizó al agua para tender desde allí la mano a su amigo.
–¡Deséame suerte, viejo! –pidió.
–¡Suerte, Guanche! –fue la respuesta–. Y recuerda: seguiré aquí mientras no aparezcan esos bestias y soporte la sed. Luego me ataré esa piedra al cuello y me tiraré al agua.
El canario empezó a nadar muy despacio, con los sentidos atentos a la más leve señal de peligro, y cuando al fin pisó arena seca se sintió extraño al advertir bajo sus pies suelo firme tras tantos días de vivir sobre una frágil embarcación.
Permaneció muy quieto aguzando el oído, pero todo cuanto le llegaba del interior de la foresta era el canto de los pájaros y el griterío de los monos, por lo que le reconfortó la idea de que tal vez su suerte había cambiado y aquella especie de paraíso terrenal se hallaba en verdad deshabitado.
Se volvió a mirar al viejo Virutas, que se encontraba sin duda tan en tensión como él mismo, se encogió de hombros como dando a entender que lo que quiera que ocurriese resultaba ya inevitable, y echándose al hombro el barril, agitó la mano en señal de despedida y se internó en la espesura con la afilada espada dispuesta a entrar en acción al menor movimiento sospechoso.
El terreno ascendía en un principio mansamente, pero poco a poco se iba haciendo más y más escarpado, en especial en las altas paredes laterales, como si se encontrara en el centro del cauce de un viejo barranco ahora invadido por una vegetación primaria y selvática que le obligaba a cortar a menudo las lianas o la hierba más alta, sufriendo al propio tiempo los arañazos de aguzadas espinas y la feroz picadura de innumerables insectos.
Pronto comenzó a sudar y la sed le acució de tal forma que temió seriamente que el esfuerzo sería excesivo y en cualquier momento caería para no volver a ponerse en pie nunca.
Se le nubló la vista y tuvo que detenerse unos instantes con la boca muy abierta y la lengua fuera, jadeando como un perro agotado, buscando apoyo en la pared de piedra, espantado ante el hecho de que una empinada pendiente se abría a pocos metros de donde se encontraba y no se sentía con fuerzas ni como para dar media docena de pasos por terreno llano.
Tuvo que recurrir una vez más a su indomable voluntad y sus infinitos deseos de sobrevivir a toda costa, y tras un corto descanso en el que experimentó la sensación de que