Caribes. Alberto Vazquez-Figueroa

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Caribes - Alberto Vazquez-Figueroa Caribes

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adónde diablos vas?

      –A cavar mi propia tumba.

      –¿Tu propia tumba? –se asombró el otro–. ¿Por qué?

      –Porque tan solo a alguien que me aprecie sinceramente se le ocurrirá la peregrina idea de visitar mi tumba.

      El viejo ni respondió siquiera convencido como estaba de que de entre todos los seres de este mundo con los que podía haberse quedado abandonado en una remota isla hostil, ninguno hubiera resultado jamás tan disparatado e incongruente como el pintoresco canario pelirrojo que se había colado de polizón en su barco pretendiendo ir a Sevilla cuando en realidad navegaban en dirección opuesta.

      Se limitó por tanto a orinar contra un rincón y entretenerse luego en cortar en dos un coco para beberse el dulce líquido y masticar lentamente la pulpa con sus escasas y maltrechas muelas, decidido a no volver a preocuparse por cuanto pudiera ocurrirle, ya que se sentía íntimamente convencido de que su larga existencia había llegado tiempo atrás a su fin, y los días que le estaban concediendo de más eran tan solo Virutas que en cualquier momento se agotarían.

      La triste noche en que la Marigalante, o Santa María, como tan pomposamente la había bautizado el engolado almirante Colón, encalló para siempre y se vio obligado a deshacerla a martillazos después de haber dedicado media vida a construirla y mantenerla, había llegado a la dolorosa conclusión de que estaba despedazando de igual modo su propio esqueleto, y eran ya muy contadas las ceñidas que le quedaban por dar en este mundo.

      Su incontrolado miedo había pasado, porque lo que en verdad le asustaba era el hecho de morir como un perro acurrucado en el sollado de un barcucho oculto en una cueva, aunque pensándolo bien, quizá jamás existió sepultura más adecuada para un carpintero de ribera que aquel mausoleo levantado con sus propias manos.

      Era un buen barco, de eso estaba seguro: un lanchón pesado y algo tosco de líneas que probablemente nunca hubiera ganado la más mísera regata, pero era, desde luego, una nave segura y resistente con la que un piloto como su antiguo patrón, Juan De La Cosa, hubiera sido capaz de alcanzar incluso el puerto de Palos.

      Se sentía orgulloso de ella y al contemplarla una vez más cayó en la cuenta de que no estaba concluida por completo, por lo que cuando el gomero llegó le encontró atareado tallándole en popa con una letra grande y profunda la palabra «Seviya».

      –En honor a ti –señaló–. Aunque sigo convencido de que jamás conseguiremos ponerla a flote.

      –Eso está hecho –fue la optimista respuesta.

      –¿Cómo?

      –Lo verás esta noche.

      Y esa noche, Cienfuegos abandonó la cueva armado hasta los dientes, se deslizó en silencio junto al escondido cementerio en el que ya figuraba también su propia tumba, y recorrió como una sombra los conocidos senderos de la costa para penetrar como un fantasma en la primera de las cabañas del poblado, en la que una docena de indígenas dormían balanceándose suavemente en sus hamacas.

      El canario acarició en el hombro a uno de ellos, que abrió los ojos y a punto estuvo de gritar al descubrir a un palmo de distancia el odiado rostro de un dios blanco pero que ni siquiera tuvo tiempo de abrir la boca, ya que un pesado mazo de carpintero le golpeó secamente la cabeza dejándole inconsciente mientras retumbaba en la estancia un ahogado cloc que apenas inquietó al resto de los durmientes.

      Cienfuegos cortó cuidadosamente las sogas que mantenían la hamaca en el aire, envolvió en ella a su víctima y se la echó al hombro, alejándose del lugar tan furtivamente y en silencio como había llegado.

      Repitió por cinco veces su aventura nocturna, y con la primera claridad del alba penetró en la cueva precediendo a seis tambaleantes y maniatados haitianos que parecían no haber salido aún de su sueño, y que abrieron los ojos de asombro al descubrir la embarcación y a un anciano, barbudo y desdentado.

      –¡Aquí está la ayuda que esperábamos! –señaló alegremente el canario–. Te dije que sabía dónde encontrarla.

      –¡Hijo de puta! –fue la divertida respuesta del carpintero–. Tan solo a ti podía ocurrírsete.

      –Ahora lo que tenemos que hacer es darnos prisa porque empezarán a buscarlos. ¡Tú! –indicó a uno de los nativos en su idioma–. Por ese lado. El gordo por el otro, y los demás a empujar desde atrás. ¡Andando, que al que no arrime el hombro le corto los huevos!

      Una hora más tarde, cuando la «Seviya» flotaba mansamente en mitad de la ensenada contemplada desde la orilla por los aún desconcertados indígenas mientras el viejo Virutas apuntalaba el palo asegurando la botavara y el cordaje que le permitiría gobernar la pesada embarcación, en lo alto del acantilado hicieron su aparición una veintena de hombres armados que de inmediato rompieron a gritar y gesticular airadamente.

      –¡Mierda! –exclamó el gomero–. ¡Es gente de Canoabó! ¡Hay que largarse!

      –¡Los remos! –gritó el anciano–. ¡Agarra los remos!

      Precipitadamente, a punto de resbalar y caer al agua o romperse un pie contra todo lo que encontraba a su paso, Cienfuegos acertó a apoderarse de los pesados remos, colocarlos en los anchos toletes y hacer que la embarcación comenzara a moverse hacia mar abierto.

      Llovieron piedras y rocas, que de haberles alcanzado hubieran hecho saltar en pedazos la embarcación, pero el anciano se arrastró hasta donde el cabrero se encontraba y juntos consiguieron alejarse del peligro.

      Aun así, varias flechas e incluso una corta lanza se clavaron en cubierta, y cuando al fin se sintieron a salvo se les antojó un auténtico milagro haber logrado escapar con bien del apurado trance.

      –¡Cristo! –masculló el viejo–. Si por algo lamento no tener hijos es por no poder contarles a mis nietos tamaña aventura.

      –De todos modos no iban a creerte –replicó el canario mientras con un ademán de la cabeza señalaba al grupo de guerreros que aún correteaban por la playa profiriendo amenazas–. Y mejor será que nos apresuremos a perdernos de vista, porque los creo muy capaces de ir a buscar sus piraguas y seguirnos.

      El sol caía a plomo, un par de aletas de tiburones los servían de escolta, y ante ellos se abría un horizonte infinito en el que nada más que ignorados peligros los aguardaban, pero se sentían tan felices por haber conseguido un nuevo aplazamiento a la sentencia de muerte que desde meses atrás planeaba sobre sus cabezas que se mostraban exultantes de alegría y evitaban por tanto razonar acerca de su incierto futuro.

      El viejo Virutas, que aferraba con inusitada fuerza la caña del timón y parecía haber recobrado gran parte de su presencia de ánimo, guiñó por último un ojo a su joven compañero de fatigas.

      –¿Qué rumbo, capitán? –quiso saber.

      El pelirrojo sonrió divertido.

      –Hacia donde nace el sol, naturalmente: ¡Hacia Sevilla!

      El viejo Virutas había sido honrado al admitir que sabía cómo conseguir que un barco avanzase, pero no cómo lograr que lo hiciera siempre en la dirección apetecida.

      El viento alejó por propia

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