Caribes. Alberto Vazquez-Figueroa

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Caribes - Alberto Vazquez-Figueroa Caribes

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su pulida superficie los rumbos que quisieran.

      Cansados pues de luchar contra su propia ineptitud y convencidos de que de continuar maniobrando con tan escasa pericia lo único que conseguirían sería zozobrar y convertirse en pasto de los tiburones que los seguían mansamente, optaron por permitir que la vela tomase el viento a su gusto por la amura de estribor para continuar alejándoles sin destino aparente de las costas de aquella inmensa isla de altas montañas que tan tristes y sangrientos recuerdos traía a su memoria.

      –¿Adónde iremos a parar?

      El carpintero se limitó a encogerse de hombros señalando el vacío horizonte que se abría ante la proa y sobre el que no destacaba ni tan siquiera la más diminuta de las nubes.

      –Adonde Dios y el viento nos lleven –replicó–. Pero ten por seguro que cualquier lugar será mejor que el que dejamos a la espalda. ¡Toma! –pidió–. Coge el timón.

      –La última vez que lo hice la Santa María se fue al garete.

      –Aquí tan solo puedes chocar contra un tiburón.

      Dejó la caña en manos del muchacho, se introdujo en la camareta, y al poco regresó con una gran caja que abrió sobre cubierta para comenzar a encajar cuidadosamente pequeñas piezas de madera en clavos que surgían del centro mismo de grandes cuadrados blancos y negros que conformaban un curioso tablero.

      –¿Qué es eso? –quiso saber el canario.

      –Un ajedrez de a bordo –replicó el otro con manifiesto orgullo–. Lo hice yo mismo.

      –¿Y para qué sirve?

      –Para lo que sirven todos: para jugar.

      Cienfuegos tomó una de las figuritas, que constituía en verdad una auténtica obra de arte, y la observó con profundo detenimiento.

      –¿Con quién vas a jugar?

      –Solo. Casi siempre juego solo.

      El muchacho pareció francamente desconcertado.

      –Eso es estúpido –señaló–. Así siempre ganas y siempre pierdes.

      –A veces empato.

      –¿Contigo mismo? ¿Pretendes hacerme creer que juegas a algo con lo que puedes empatar contigo mismo? ¡Qué tontería!

      –No es ninguna tontería –replicó el viejo malhumorado–. Mirándolo bien, mayor tontería resulta ganarse a sí mismo. ¿O no?

      –Tal vez –se vio obligado a admitir el confundido cabrero, que optó por quedar en silencio y observar cómo su amigo comenzaba a mover las piezas, tan absorto que parecía haber olvidado que se encontraban prácticamente a la deriva sobre un lejano mar desconocido al otro lado de todos los mundos existentes.

      Al poco le llamó poderosamente la atención el inconcebible grado de concentración que un hombre de apariencia tan tosca podía alcanzar sentado en silencio frente a aquellas caprichosas figuritas, y le sorprendió aún más el hecho de descubrir de improviso un extraño brillo de alegría en su mirada, un rictus de inquietud en su ceño o una sonrisa cómplice en sus labios, hasta el punto de que podría llegar a creerse que algún invisible contrincante se sentaba realmente al otro lado del tablero.

      –¡Estás loco! –exclamó al fin.

      –Calla.

      –Rematadamente loco.

      –O te callas o te tiro al mar. Ese caballo me quiere comer el alfil.

      –¿El qué?

      –El alfil…: el obispo.

      –¡Ah! Un caballo te quiere comer un obispo… Yo siempre creí que los caballos solo comían hierba.

      No obtuvo respuesta y continuó observando estupefacto al anciano carpintero que mascullaba por lo bajo maldiciendo las nefastas intenciones de un traidor caballo negro que había logrado infiltrarse en su férrea línea de defensa, preguntándose una vez más cómo era posible que una persona adulta y que no ofrecía aún síntomas de senilidad se dejase atrapar de tal forma por la fascinación de un tablero sobre el que correteaban una serie de pintorescas piececitas que él mismo se encargaba de mover a su antojo.

      –¿Lo inventaste tú?

      El otro ni le prestó atención, y tuvo que repetir molesto la pregunta para que se dignara alzar la cabeza y dirigirle una larga mirada de desprecio.

      –Lo inventaron los chinos o los egipcios. Nadie lo sabe con exactitud, pero sí se sabe que tiene más de tres mil años de antigüedad y es el juego más inteligente que existe.

      –¿Qué puede tener de inteligente hacer que un caballito de madera salte de aquí para allá como una pulga? ¡Es estúpido!

      Tampoco en esta ocasión consiguió algo más que un gruñido, porque resultaba evidente que cuando el anciano carpintero se sumía en los avatares de una partida de ajedrez se aislaba hasta el punto de hacer creer que se encontraba en trance, por lo que el gomero acabó por encogerse de hombros y concentrarse en estudiar las oscuras aletas de unos tiburones que se habían convertido en el único signo de vida o movimiento de un mundo que parecía haberse detenido con la intención de tomarse un largo respiro.

      –Me aburro… –masculló al cabo de un rato, y al comprobar que no le hacían caso, insistió–. Te digo que me aburro.

      –Ahórcate.

      –Enséñame a jugar. –Ante la forma en que el otro pareció estudiarle de arriba abajo, como si se tratara de un sapo o de un simple barril al que de pronto le hubiese sido concedido el don de la palabra, añadió desabridamente–: Fui capaz de aprender a leer…

      –¿Qué tendrá que ver la lectura con esto? El ajedrez es una cosa muy seria. Es la guerra concentrada en un tablero.

      –Inténtalo.

      Bernardino de Pastrana, que era en realidad el verdadero nombre, apenas conocido, del deteriorado carpintero mayor de la Santa María, taladró con la mirada el hermoso rostro de enormes ojos verdes del musculoso gomero, intentando leer en el fondo de su mente o llegar a la conclusión de si valía o no la pena introducir en su aparentemente obtuso cerebro los maravillosos arcanos del conocimiento del bienamado juego de los reyes. Por último asintió resignado.

      –Me temo que vamos a tener que pasar mucho tiempo juntos –dijo–. Y con lo plasta que eres, o te enseño o te degüello. Fíjate bien…: esto es un peón. Cada jugador tiene ocho, que son como soldados.

      Horas más tarde el «Seviya» se balanceaba mansamente en mitad de un mar que apostaba a ser lago, con la ya inútil vela flameando al compás de la brisa, mientras un rojo sol que iniciaba su lento descenso hacia el ocaso recortaba contra el azul horizonte las siluetas de un anciano esquelético y un fornido muchacho, que sentados con las piernas cruzadas bajo los muslos, permanecían absortos en el estudio de un tablero de ajedrez.

      Cayó la noche, y tumbado sobre cubierta contemplando las miríadas de estrellas de la bóveda de un cielo limpio y cálido, Cienfuegos se preguntó cómo era posible que encontrándose en la extremadamente difícil situación a que el destino

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