Ya no te llamarán abandonada. Luis Alfonso Zamorano López
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Después del encuentro con las víctimas escribe una preciosa y sentida Carta al pueblo de Dios que peregrina en Chile, que no tiene desperdicio. En ella vuelve a insistir en el reconocimiento de su culpa:
Creo que aquí reside una de nuestras principales faltas y omisiones: el no saber escuchar a las víctimas. Así se construyeron conclusiones parciales a las que les faltaban elementos cruciales para un sano y claro discernimiento. Con vergüenza debo decir que no supimos escuchar y reaccionar a tiempo. […] Como Iglesia no podíamos seguir caminando ignorando el dolor de nuestros hermanos. Luego de la lectura del informe quise encontrarme personalmente con algunas víctimas de abuso sexual, de poder y de conciencia, para escucharlas y pedirles perdón por nuestros pecados y omisiones» 7.
En los múltiples encuentros con mis amigos chilenos, algunos me expresan que no están de acuerdo con que el papa haya recibido en Santa Marta a las víctimas del P. Fernando Karadima: «Son unos oportunistas […] han escupido mucho veneno y sembrado cizaña, y lo que buscan es hacer leña del árbol caído». Tal vez haya algo de razón, pero no soy quién para juzgarlo. Además, parece comprensible que la expresión de su rabia y su dolor no siempre haya sido serena y pacífica. Han sido muchos años de humillación, de llevar en soledad absoluta su vergüenza y, sobre todo, de encontrarse con la indolencia y negligencia de una Iglesia que tardó en creerles y escucharlos. Por mi parte, les digo a mis amigos que a mí sí me parece un gesto reparador y oportuno y que hemos de comprender, que, hagamos lo que hagamos, jamás llegaremos a reparar del todo su dolor. Nunca será suficiente. La herida es de tal proporción, ha corroído tantos años su existencia, les ha marcado tan profundamente, que jamás como Iglesia llegaremos a honrar suficientemente su dolor. Esto aún nos cuesta mucho digerirlo como Iglesia y como sociedad.
Llego a casa, entro en la capilla y dejo que ante la presencia de Jesús afloren los rostros, las conversaciones, los encuentros. De todos ellos voy sacando la conclusión de que tanto los creyentes y comprometidos como los alejados e indiferentes no llegamos todavía a comprender con el corazón el drama de las víctimas y a hacernos cargo de su sufrimiento. Y una voz me susurra en el silencio de la noche: «¿Por qué no te animas, desde tu experiencia de acompañamiento a las víctimas, a escribir algo que ayude a entender las causas, la dinámica, las características y las consecuencias del abuso sexual?»
Me hago el remolón, me resisto. Pero me encuentro con Julia y me cuenta su historia. Fue violada desde los 8 años por un amigo muy cercano de la familia. Esto sucedía cada vez que iban de vacaciones al pueblo de sus padres. Cada vez que llega el verano es un suplicio para ella: solo pensar en pisar la casa del pueblo la angustia sobremanera. Las vacaciones son la ocasión para juntarse como familia todos los hermanos. Pero ella, que está casada y tiene tres niñas, no se siente con fuerzas de volver a la escena del crimen. Así que tiene que dar un montón de explicaciones, inventarse enfermedades, alergias en las niñas, etc. Todo son excusas para no ir al pueblo. Su familia sospecha. No entienden su reticencia; no comprenden su aislamiento; la última vez solo fue el marido con las niñas, cosa que igualmente aterraba a Julia. Ella se asombra de que, a pesar de haber pasado más de treinta y cinco años, aun no pueda siquiera pisar el pueblo. Como las excusas se acaban y la incomprensión aumenta, decide, con mucho susto, contar su historia. Nunca sospechó el tsunami que generaría su revelación. Ni sus padres, ni sus hermanos, ni siquiera su marido, con quien ya llevaba más de quince años, sabían nada. Nunca se lo habrían imaginado. En vez de recibir compasión, apoyo y abrazos recibió recriminación y cuestionamientos: «¿Por qué no lo dijiste antes? ¿Por qué ahora…? ¿Cómo no tuviste confianza en mí…? ¿Cómo sé que no tienes otros secretos que contarme? ¿Te das cuenta de que así has amargado la vejez a los papás? ¿Qué consigues con contarlo ahora…? ¡Solo hacer sentirse culpable a tus padres…!». Julia se queda abrumada, desconcertada; comienza a dudar muy seriamente de si mejor tenía que haberse llevado su secreto a la tumba. Las recriminaciones van aún más allá: «A lo mejor fuiste tú la que lo provocaste». ¿Cómo era posible? No solo la criticaban por haber abierto su historia, sino que además la acusaban. Y, para rematar, no faltó quien no la creyera: «Para mí que se ha inventado esta historia…», «siempre buscando llamar la atención». Julia sigue adelante; tiene la certeza de que ha hecho lo correcto, pero la incomprensión de los suyos ha ahondado más aún su soledad y su dolor. Lamentablemente, sus temores se han cumplido. Los comentarios y reacciones la han herido profundamente. Ella no usa esta palabra, pero lo que le ha sucedido se llama revictimización.
La historia de Julia me da el impulso definitivo. Me doy cuenta, una vez más, de la gran ignorancia que hay respecto al abuso, su dinámica y sus consecuencias. Es un tema desconocido; Tal vez ya no es tabú, como años atrás, pero, cuando se opina sobre él, suele hacerse desde mucha superficialidad. Y cuando se habla y es tratado por los medios, muchas veces se hace más desde el morbo y el deseo de conquistar audiencias o lectores –o por resentimiento hacia la Iglesia– que desde una verdadera preocupación por las víctimas. Me anima pensar que tal vez escribir algo sencillo, asequible y entendible por todos, donde se dé espacio para entender el drama y el combate contado por las mismas víctimas, puede aportar un granito de arena en la prevención y acompañamiento de los supervivientes. Sé que hay mucha y excelente literatura en cuanto a las consecuencias psicológicas que provoca el abuso y los caminos de terapia y reparación. Pero estos manuales y escritos no están muchas veces al alcance del público en general; están pensados para psicólogos, jueces, abogados, forenses, psiquiatras… pero no para el panadero, el albañil, la pescadera o la peluquera, o el catequista… Mi idea al escribir esto es transmitir un conocimiento y unas herramientas que sean asequibles a todos. Por intentarlo que no quede. ¡Se lo debo a ellos! Me mueve la profunda admiración que siento hacia estos hermanos y hermanas. Y si algo puede ayudar a alguien a comprender su drama y su conmovedora lucha a lo largo de toda su vida, creo que ya merece la pena. Bienvenido el intento si contribuye a ese anhelo que tenemos como Iglesia de pasar de la cultura del abuso y del encubrimiento a una cultura del cuidado y la protección 8.
Primera parte
1
¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE ABUSO SEXUAL INFANTIL?
El año 2015, UNICEF Uruguay publicó un excelente informe en el que alertaba de la gran importancia de contar con una definición clara y concreta acerca del ASI. Sin ella, psicólogos, psiquiatras forenses, investigadores canónicos, etc. no podrían proveer a los jueces, abogados y autoridades eclesiásticas de la información necesaria. Es fundamental que los magistrados puedan tener también en este punto formación y claridad, ya que, por desconocer ellos también la dinámica del abuso, con sus decisiones pueden revictimizar y profundizar el sufrimiento de las víctimas. Tener claridad puede ayudar además a los agentes pastorales en su acompañamiento a las víctimas y a prevenir nuevos abusos 1.
Jorge Barudy, de origen chileno, neuropsiquiatra infantil y terapeuta familiar, es uno de los mayores expertos en el área de la protección de la infancia; él define el abuso sexual infantil como cualquier clase de contacto sexual con una persona menor de 18 años por parte de un adulto desde una posición de poder o autoridad sobre el niño. Es un uso de la sexualidad abusivo e injusto en el que toda la responsabilidad cae única y exclusivamente sobre el adulto, que busca únicamente su gratificación sexual 2. En el ASI, el menor es incapaz de comprender el sentido radical de estas actividades por carecer del suficiente desarrollo madurativo, emocional y cognitivo para dar su consentimiento a la conducta o acción en la cual es involucrado. Dar el consentimiento supone aceptar, acordar, autorizar a que se haga algo. La habilidad para implicar a un niño en estas actividades se basa en la posición dominante y de poder del adulto –relación absolutamente asimétrica– en contraposición con la vulnerabilidad y la dependencia de la víctima.
Otro