Ya no te llamarán abandonada. Luis Alfonso Zamorano López
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Una vez más, en este contexto, el cristianismo resulta totalmente revolucionario y rompedor con la mentalidad reinante. En efecto, de todos es conocido cómo Jesús defiende a los niños, se hace asequible a ellos, los bendice y abraza (cf. Mc 9,35-36). El mismísimo Karl Marx, conocido por su anticristianismo, le decía a su hija Eleonor: «Podemos perdonarle mucho al cristianismo, porque nos enseñó a amar a los niños» 3. Como se ve, Jesús actúa, una vez más, a contracorriente de esa mentalidad que despreciaba a la infancia y postulaba que charlar con niños alejaba al hombre de la realidad y era una pérdida absoluta de tiempo. Es más, reprende a quienes los desprecian (Mt 18,10) y propone los más duros castigos para quienes los escandalicen o hagan daño: «Más le valdría que le pusieran en el cuello una piedra de molino y le hundieran en el fondo del mar. Y en verdad os digo que sus ángeles contemplan el rostro de mi Padre día y noche» (Mt 18,6). A la hora de responder a la pregunta de quién es el más importante en la comunidad reunida en torno a Jesús, no duda en poner a un niño en medio (Mt 18,2-5), llegando incluso Jesús a identificarse con ellos: «El que recibe a un niño como este en mi nombre, a mí me recibe» (Mc 9,37).
A pesar de la irrupción del cristianismo y de su férrea defensa de la infancia, en muchos contextos el abuso sexual de menores siguió siendo una práctica frecuente, amparada en una cosmovisión de la vida y del ser humano que lo justificaba. Así, por ejemplo, en la Edad Media se creía que los niños, en su inocencia, ignoraban toda noción de placer y dolor. Esta idea de que son inmunes a la corrupción aún perdura en muchos contextos y es el argumento defensivo utilizado con frecuencia por quienes abusan de ellos para no reconocer que con sus actos les hacen daño.
Quisiera saltar ya al siglo XX y detenerme ahora en las teorías de Freud sobre la sexualidad infantil, por su gran popularización y por la repercusión que han tenido en las creencias de muchas personas. En una primera instancia, Freud postuló que las experiencias sexuales de la niñez sí juegan un papel clave en la neurosis de los adultos. Al analizar a pacientes abusados sexualmente en la infancia por algún familiar, Freud (1906) sugirió que el trauma sexual infantil producía los problemas psicológicos adultos. En su obra La etiología de la histeria (1896), Freud escribió: «Me parece indudable que nuestros hijos se hallan más expuestos a ataques sexuales de lo que la escasa previsión de los padres hace suponer» 4.
Sin embargo, más tarde, Freud cambió de postura y postuló que los relatos de sus pacientes eran fantasías y no experiencias verdaderas. De este modo crea la teoría del complejo de Edipo, postulando que un fuerte impulso por parte del niño para unirse sexualmente con el padre del sexo opuesto lo llevaba a fantasías. Escuchemos de nuevo a Freud: «Cuando una niña acusa en el análisis como seductor a su propio padre, cosa nada rara, no cabe duda alguna sobre el carácter imaginario de su acusación ni tampoco sobre los motivos que la determinan» 5. De esta forma, la histeria, los conflictos internos y otros problemas de salud mental de sus pacientes no se originaban por un trauma sexual de la infancia, sino por la incapacidad de resolver la situación edípica, es decir, por la incapacidad de abandonar las fantasías, dar a los padres el lugar que les corresponde y transferir los impulsos sexuales a personas socialmente aceptables.
Dado lo anterior, y cualesquiera que hayan sido sus motivos para abandonar su teoría original, la postura de Freud ha ayudado a racionalizar dos aspectos muy negativos en el estudio y tratamiento de niños y adolescentes víctimas de abuso sexual. Por un lado, una gran cantidad de terapeutas no toman en cuenta o contradicen los informes de sus pacientes sobre victimización sexual en la infancia. Por otra parte, además del trauma que puede producir tal negación, se culpa al niño y no al adulto de cualquier suceso abusivo que haya sufrido. Para Freud, tales experiencias eran el resultado de impulsos edípicos del menor en vez de ser impulsos depredadores del adulto.
Esta interpretación de la leyenda de Edipo ha calado en la imaginación social, pasando a ser un modelo explicativo de ciertos comportamientos de los niños, y puede servir de justificación a la desconfianza y a la pasividad de ciertos magistrados, médicos, psicólogos, policías, etc. Este ha sido uno de los mayores obstáculos en el estudio y visibilización del problema del ASI y ha contribuido a que el sistema judicial pueda disminuir la validez del testimonio de las víctimas.
Otro de los autores en los que se hace imprescindible detenerse y que ha jugado un importante papel en la negación y minimización de las devastadoras consecuencias que tiene el ASI es Alfred Kinsey. En 1948 publicó el conocido informe que se lleva su apellido, en el que, a pesar del gran número de mujeres que informaron, con dolor y miedo, haber sido víctimas de abusos, tanto él como sus colaboradores plantearon que era difícil de entender por qué un niño podría verse afectado por ser tocado en sus partes genitales o por estar expuesto a contactos sexuales más específicos, y que muy probablemente lo que generaba la perturbación en los niños era la reacción externa (padres, policía) y no el abuso mismo. Según Kinsey, el abuso sexual infantil entra dentro de los «desahogos sexuales aceptables y normales» a los que las personas tienen derecho. En su controvertido informe 6, afirma sin pudor que, «hablando en términos biológicos, no existe ninguna relación sexual que yo considere anormal». Más aún, llega a afirmar que si el adulto siente un verdadero afecto por el niño, este tipo de relaciones podrían ser una experiencia «sana» para el menor. Algunas publicaciones posteriores, basándose en el informe Kinsey, postulan que la infancia es el mejor momento para aprender a tener sexo, y que el incesto padre-hija puede producir mujeres notablemente competentes en el plano erótico.
Para Kinsey y sus colaboradores, el problema está en los condicionamientos culturales y en las normas tradicionales y arbitrarias que la sociedad nos impone, coartando así la libre expresión y satisfacción de la inclinación sexual de cada cual. Es fácil sacar las conclusiones de estas sorprendentes afirmaciones, revestidas además de ropaje científico 7. Y más triste aún comprobar que los postulados del informe Kinsey siguen moldeando las actitudes y creencias respecto a la sexualidad humana, pasando a ser parte de muchos de los actuales programas de «educación sexual» de muchas escuelas.
Siguiendo nuestro recorrido histórico llegamos a la denominada Revolución sexual, iniciada en los años sesenta en los países europeos; esta tampoco logró sensibilizar a la sociedad sobre el drama del abuso sexual infantil, y de la negación del problema se pasó a la relativización y minimización del mismo. Hay que agradecer en este sentido al movimiento feminista y a los colectivos de mujeres víctimas de abusos y violación, porque con su lucha lograron visibilizar el problema del abuso sexual infantil y sus nefastas consecuencias. Solo a partir de los setenta se evoluciona hacia una toma de conciencia social y científica sobre la necesidad de abordar seriamente la intervención preventiva y reparadora de los abusos. Para entender y dar crédito a los terribles efectos de tales violaciones fue necesario que se introdujera en la comunidad científica y académica un nuevo diagnóstico y concepto, el de síndrome de estrés postraumático, trastorno que entró en el mundo de la psiquiatría y de la salud mental de la mano de los excombatientes de la guerra de Vietnam.
La declaración de los derechos del niño aprobada por la ONU en 1959 y la posterior Convención sobre los Derechos de los Niños, adoptada también por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1989, vienen a señalar, sin duda, un antes y un después en la protección de la infancia. Solo a partir de aquí se ha reconocido a los niños, niñas y adolescentes como sujetos de derechos. El artículo 34 señala explícitamente que «es derecho del niño ser protegido de la explotación y abuso sexuales, incluyendo la prostitución y su utilización en prácticas pornográficas» 8. Por su parte, la OMS reconoció en 2014 que el abuso sexual infantil genera efectos sociales y laborales negativos que pueden retrasar el desarrollo económico y social