Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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había varios rollos de papel.

      —¿Se ha resfriado, Watson?

      —No; es esta atmósfera irrespirable.

      —Supongo que está un poco cargada, ahora que usted lo menciona.

      —¡Un poco cargada! Es intolerable.

      —¡Abra la ventana entonces! Se ha pasado usted todo el día en el club, por lo que veo.

      —¡Mi querido Holmes!

      —¿Estoy en lo cierto?

      —Desde luego, pero ¿cómo...?

      A Holmes le hizo reír mi expresión de desconcierto.

      —Hay en usted cierta agradable inocencia, Watson, que convierte en un placer el ejercicio, a costa suya, de mis modestas facultades de deducción. Un caballero sale de casa un día lluvioso en el que las calles se llenan de barro y regresa por la noche inmaculado, con el brillo del sombrero y de los zapatos todavía intacto. Eso significa que no se ha movido en todo el tiempo. No es un hombre que tenga amigos íntimos. ¿Dónde puede haber estado, por lo tanto? ¿No es evidente?

      —Sí, bastante.

      —El mundo está lleno de cosas evidentes en las que nadie se fija ni por casualidad. ¿Dónde se imagina usted que he estado yo?

      —Tampoco se ha movido.

      —Muy al contrario, porque he estado en Devonshire.

      —¿En espíritu?

      —Exactamente. Mi cuerpo se ha quedado en este sillón y, en mi ausencia, siento comprobarlo, ha consumido el contenido de dos cafeteras de buen tamaño y una increíble cantidad de tabaco. Después de que usted se marchara pedí que me enviaran de Stanford's un mapa oficial de esa parte del páramo y mi espíritu se ha pasado todo el día suspendido sobre él. Creo estar en condiciones de recorrerlo sin perderme.

      —Un mapa a gran escala, supongo.

      —A grandísima escala —Holmes procedió a desenrollar una sección, sosteniéndola sobre la rodilla—. Aquí tiene usted el distrito concreto que nos interesa. Es decir, con la mansión de los Baskerville en el centro.

      —¿Y un bosque alrededor?

      —Exactamente. Me imagino que el paseo de los Tejos, aunque no está señalado con ese nombre, debe de extenderse a lo largo de esta línea, con el páramo, como puede usted ver, a la derecha. Ese puñado de edificios es el caserío de Grimpen, donde tiene su sede nuestro amigo el doctor Mortimer. Advierta que en un radio de ocho kilómetros tan sólo hay algunas casas desperdigadas. Aquí está la mansión Lafter, mencionada en el relato que leyó el doctor Mortimer. Esta indicación de una casa quizá señale la residencia del naturalista..., si no recuerdo mal su apellido era Stapleton. Aquí vemos dos granjas dentro del páramo, High Tor y Foulmire. Luego, a más de veinte kilómetros, la prisión de Princetown. Entre esos puntos desperdigados se extiende el páramo deshabitado y sin vida. Tal es, por lo tanto, el escenario donde se ha representado la tragedia y donde quizá contribuyamos a que se represente de nuevo.

      —Debe de ser un lugar extraño.

      —Sí, el decorado merece la pena. Si el diablo de verdad desea intervenir en los asuntos de los hombres...

      —¿Se inclina usted entonces hacia la explicación sobrenatural?

      —Los agentes del demonio pueden ser de carne y hueso, ¿no es cierto? Hay dos cuestiones que aclarar antes de nada. La primera es si se ha cometido algún delito; la segunda, ¿qué delito y cómo? Por supuesto, si la teoría del doctor Mortimer fuese correcta y tuviéramos que vérnoslas con fuerzas que desbordan las leyes ordinarias de la naturaleza, nuestra investigación moriría antes de empezar. Pero estamos obligados a agotar todas las demás hipótesis antes de recurrir a ésa. Creo que podemos volver a cerrar esa ventana, si no tiene usted inconveniente. Es muy curioso, pero descubro que una atmósfera cargada contribuye a mantener la concentración mental. No lo he llevado hasta el extremo de meterme en una caja para pensar, pero ése sería el resultado lógico de mis convicciones. ¿También usted le ha dado vueltas al caso?

      —Sí; he pensado mucho en ello durante todo el día.

      —¿Ha llegado a alguna conclusión?

      —Es muy desconcertante.

      —Sin duda tiene unas características muy peculiares. Hay puntos muy sobresalientes. El cambio en la forma de las huellas, por ejemplo. ¿Qué opina usted de eso?

      —Mortimer dijo que el difunto recorrió de puntillas aquella parte del paseo.

      —El doctor se limitó a repetir lo que algún estúpido había dicho en la investigación. ¿Por qué tendría nadie que avanzar de puntillas paseo adelante?

      —¿Qué sucedió entonces?

      —Corría, Watson..., corría desesperadamente para salvar la vida; corría hasta que le estalló el corazón y cayó muerto de bruces.

      —Corría..., ¿alejándose de qué?

      —Eso es lo que tenemos que averiguar. Hay indicios de que Sir Charles estaba ya obnubilado por el miedo antes de empezar a correr.

      —¿Cómo lo sabe usted?

      —Imagino que la causa de sus temores vino hacia él atravesando el páramo. Si es ése el caso, y parece lo más probable, sólo un hombre que ha perdido la razón corre alejándose de la casa en lugar de regresar a ella. Si se puede dar crédito al testimonio del gitano, corrió pidiendo auxilio en la dirección de donde era menos probable que pudiera recibir ayuda. Por otra parte, ¿a quién estaba esperando aquella noche, y por qué esperaba en el paseo de los Tejos y no en la casa?

      —¿Cree usted que esperaba a alguien?

      —Sir Charles era un hombre enfermo y de edad avanzada. Es comprensible que diera un paseo a última hora, pero, dada la humedad del suelo y la inclemencia de la noche, ¿es lógico pensar que se quedara quieto cinco o diez minutos, como el doctor Mortimer, con más sentido práctico del que yo le hubiera atribuido, dedujo gracias a la ceniza del cigarro puro?

      —Pero salía todas las noches.

      —Me parece improbable que se detuviera todas las noches junto al portillo. Sabemos, por el contrario, que tendía a evitar el páramo. Aquella noche esperó allí. Al día siguiente se disponía a salir para Londres. El asunto empieza a tomar forma, Watson. Se hace coherente. Si no le importa, páseme el violín y no volveremos a pensar en ello hasta que tengamos ocasión de reunirnos con el doctor Mortimer y con Sir Henry Baskerville mañana por la mañana.

      4. Sir Henry Baskerville

      Terminamos pronto de desayunar y Holmes, en bata, esperó a que llegara el momento de la entrevista prometida. Nuestros clientes acudieron puntualmente a la cita: el reloj acababa de dar las diez cuando entró el doctor Mortimer, seguido del joven baronet, un hombre de unos treinta años, pequeño, despierto, de ojos negros, constitución robusta, espesas cejas negras y un rostro de rasgos enérgicos que reflejaban un carácter batallador. Vestía un traje de tweed de color rojizo y tenía

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