Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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eso es lo que tenemos que averiguar.

      —En cualquiera de los dos casos, mi respuesta es la misma. No hay demonio en el infierno ni hombre sobre la faz de la tierra que me pueda impedir volver a la casa de mi familia, y tenga usted la seguridad de que le doy mi respuesta definitiva —frunció el entrecejo mientras hablaba y su rostro enrojeció vivamente. No cabía duda de que el carácter fogoso de los Baskerville aún seguía vivo en el último retoño de la estirpe—. Por otra parte —continuó—, apenas he tenido tiempo de pensar sobre todo lo que me han contado ustedes. Es mucho pedir que una persona entienda y decida a la vez. Me gustaría disponer de una hora de tranquilidad. Vamos a ver, señor Holmes: ahora son las once y media y yo voy a volver directamente a mi hotel. ¿Qué le parece si usted y su amigo, el doctor Watson, se reúnen a las dos con nosotros y almorzamos juntos? Para entonces estaré en condiciones de decirle con más claridad cómo veo las cosas.

      —¿Tiene usted algún inconveniente, Watson?

      —Ninguno.

      —En ese caso cuenten con nosotros. ¿Debo llamar a un coche de alquiler?

      —Prefiero andar, porque este asunto me ha puesto un poco nervioso.

      —Y yo le acompañaré con mucho gusto —dijo el doctor Mortimer.

      —En ese caso volveremos a reunirnos a las dos. ¡Hasta luego y buenos días!

      Oímos los pasos de nuestros visitantes en la escalera y el ruido de la puerta de la calle al cerrarse. En un instante Holmes había dejado de ser el soñador lánguido para transformarse en el hombre de acción.

      —¡Enseguida, Watson, póngase el sombrero y las botas! ¡Ni un momento que perder!

      Holmes se dirigió a toda prisa hacia su cuarto para quitarse la bata y regresó a los pocos segundos con la levita puesta. Descendimos apresuradamente las escaleras y salimos a la calle. El doctor Mortimer y Baskerville eran todavía visibles a unos doscientos metros por delante de nosotros en dirección a Oxford Street.

      —¿Quiere que corra y los alcance?

      —Ni por lo más remoto, mi querido Watson. Su compañía me satisface plenamente, si a usted no le desagrada la mía. Nuestros amigos han acertado, porque sin duda es una mañana muy adecuada para pasear.

      Sherlock Holmes aceleró la marcha hasta que la distancia que nos separaba quedó reducida a la mitad. Luego, siempre manteniéndonos unos cien metros por detrás, seguimos a Baskerville y a Mortimer por Oxford Street y después por Regent Street. En una ocasión nuestros amigos se detuvieron a mirar un escaparate y Holmes hizo lo mismo. Un instante después dejó escapar un leve grito de satisfacción y, al seguir la dirección de su mirada, vi que un cabriolé de alquiler que se había detenido al otro lado de la calle reanudaba lentamente la marcha.

      —¡Ahí está nuestro hombre, Watson! ¡Venga! Al menos tendremos ocasión de verlo, aunque no podamos hacer nada más.

      En aquel momento me di cuenta de que una poblada barba negra y dos ojos muy penetrantes se habían vuelto hacia nosotros por la ventanilla del coche de alquiler. Inmediatamente se alzó la trampilla del techo, el cochero recibió una orden a gritos y el vehículo salió disparado Regent Street adelante. Holmes buscó ansiosamente con la vista otro coche desocupado, pero no había ninguno. Luego echó a correr desesperadamente entre la corriente del tráfico, pero la ventaja era demasiado grande y muy pronto el cabriolé se perdió de vista.

      —¡Qué contrariedad! —dijo Holmes con amargura al apartarse, jadeante y pálido de indignación, del flujo de vehículos—. ¿Ha existido nunca peor suerte y también mayor torpeza? Watson, Watson, si es usted honesto ¡tendrá que apuntar esto en el debe, contraponiéndolo a mis éxitos!

      —¿Quién era ese individuo?

      —No tengo la menor idea.

      —¿Un espía?

      —Por lo que hemos oído era evidente que a Baskerville lo han estado siguiendo muy de cerca desde que llegó a Londres. De lo contrario, ¿cómo habría podido saberse tan pronto que se alojaba en el hotel Northumberland? Si lo habían seguido el primer día, era lógico que también lo siguieran el segundo. Quizá se percató usted de que me llegué dos veces hasta la ventana mientras el doctor Mortimer leía el texto de la leyenda.

      —Sí, lo recuerdo.

      —Quería ver si alguien merodeaba por la calle, pero no he tenido éxito. Nos enfrentamos con un hombre inteligente, Watson. Se trata de un asunto muy serio y aunque no he decidido aún si estamos en contacto con un agente benévolo o perverso, constato siempre la presencia de inteligencia y decisión. Al marcharse nuestros amigos los seguí al instante con la esperanza de localizar a su invisible acompañante, pero nuestro hombre ha tenido la precaución de no trasladarse a pie sino utilizar un coche, lo que le permitía rezagarse o adelantarlos a toda velocidad y escapar así a su detección. Ese método tiene la ventaja adicional de que si hubieran tomado un coche ya estaba preparado para seguirlos. Pero tiene, sin embargo, una desventaja.

      —Lo pone a merced del cochero.

      —Exactamente.

      —¡Es una lástima que no tomáramos el número!

      —Mi querido Watson, aunque haya obrado con torpeza, no pensará usted seriamente que he olvidado ese pequeño detalle. Nuestro hombre es el 2704. Pero por el momento no nos sirve de nada.

      —No veo qué más podría usted haber hecho.

      —Al descubrir el coche de alquiler debería haber dado la vuelta y haberme alejado, para, a continuación, alquilar con toda calma un segundo cabriolé y seguir al primero a una distancia prudente o, mejor aún, trasladarme al hotel Northumberland y esperar allí. Después de que el desconocido hubiera seguido a Baskerville hasta su casa habríamos tenido la oportunidad de jugar a su mismo juego y ver a dónde se dirigía él. Pero, debido a una impaciencia indiscreta, de la que nuestro contrincante ha sabido aprovecharse con extraordinaria celeridad y energía, nos hemos traicionado y lo hemos perdido.

      Durante esta conversación habíamos seguido avanzando lentamente por Regent Street y ya hacía tiempo que el doctor Mortimer y su acompañante se habían perdido de vista.

      —No tiene objeto que continuemos —dijo Holmes—. La persona que los seguía se ha marchado y no reaparecerá. Hemos de ver si disponemos de otros triunfos y jugarlos con decisión. ¿Reconocería usted el rostro del hombre que iba en el cabriolé?

      —Sólo reconocería la barba.

      —Lo mismo me sucede a mí, por lo que deduzco que, con toda probabilidad, era una barba postiza. Un hombre inteligente que lleva a cabo una misión tan delicada sólo utiliza una barba para dificultar su identificación. ¡Venga conmigo, Watson!

      Holmes entró en una de las oficinas de recaderos del distrito, donde el gerente lo recibió de manera muy afectuosa.

      —Ya veo, Wilson, que no ha olvidado el caso en que tuve la buena fortuna de poder ayudarle.

      —No, señor; le aseguro que no lo he olvidado. Salvó usted mi reputación y quizá también mi vida.

      —Exagera usted, amigo mío. Si no recuerdo mal, cuenta usted entre sus empleados con un muchacho apellidado Cartwright, que mostró cierto talento durante nuestra investigación.

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