Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Un chico de catorce años, de rostro despierto y mirada inquisitiva, se presentó en respuesta a la llamada del encargado y se quedó mirando al famoso detective con aire reverente.
—Déjeme ver la guía de hoteles —dijo Holmes—. Muchas gracias. Vamos a ver, Cartwright, aquí tienes los nombres de veintitrés hoteles, todos en las inmediaciones de Charing Cross. ¿Los ves?
—Sí, señor.
—Vas a visitarlos todos, uno a uno.
—Sí, señor.
—Empezarás, en cada caso, por dar un chelín al portero. Aquí tienes veintitrés chelines.
—Sí, señor.
—Le dirás que quieres ver el contenido de las papeleras que se vaciaron ayer. Dirás que se ha extraviado un telegrama importante y que lo estás buscando. ¿Entiendes?
—Sí, señor.
—Pero, en realidad, lo que vas a buscar es un ejemplar del Times de ayer en cuya página central se hayan hecho unos agujeros con tijeras. Aquí tienes el periódico. Ésta es la página. La reconocerás fácilmente, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—El portero te mandará en cada caso al conserje, a quien también darás un chelín. Aquí tienes otros veintitrés chelines. Es posible que en veinte de los veintitrés hoteles los papeles desechados del día de ayer hayan sido quemados o eliminados. En los otros tres casos te mostrarán un montón de papel y buscarás en él esta página del Times. Las posibilidades en contra son elevadísimas. Aquí tienes diez chelines más para una emergencia. Mándame un informe por telégrafo a Baker Street antes de la noche. Y ahora, Watson, sólo nos queda descubrir mediante el telégrafo la identidad de nuestro cochero, el número 2704; luego pasaremos por una de las galerías de Bond Street y ocuparemos el tiempo viendo cuadros hasta el momento de nuestra cita en el hotel.
5. Tres cabos rotos
Sherlock Holmes poseía, de manera muy notable, la capacidad de desentenderse a voluntad. Por espacio de dos horas pareció olvidarse del extraño asunto que nos tenía ocupados para consagrarse por entero a los cuadros de los modernos maestros belgas. Y desde que salimos de la galería hasta que llegamos al hotel Northumberland habló exclusivamente de arte, tema sobre el que tenía ideas muy elementales.
—Sir Henry Baskerville los espera en su habitación —dijo el recepcionista—. Me ha pedido que les hiciera subir en cuanto llegaran.
—¿Tiene inconveniente en que consulte su registro? —dijo Holmes.
—Ninguno.
En el registro aparecían dos entradas después de la de Baskerville: Theophilus Johnson y familia, de Newcastle, y la señora Oldmore con su doncella, de High Lodge, Alton.
—Sin duda este Johnson es un viejo conocido mío —le dijo Holmes al conserje—. ¿No se trata de un abogado, de cabello gris, con una leve cojera?
—No, señor; se trata del señor Johnson, propietario de minas de carbón, un caballero muy activo, no mayor que usted.
—¿Está seguro de no equivocarse sobre su ocupación?
—No, señor: viene a este hotel desde hace muchos años y lo conocemos muy bien.
—En ese caso no hay más que hablar. Pero..., señora Oldmore; también me parece recordar ese apellido. Perdone mi curiosidad, pero, con frecuencia, al ir a visitar a un amigo se encuentra a otro.
—Es una dama enferma, señor. Su esposo fue en otro tiempo alcalde de Gloucester. Siempre se aloja en nuestro hotel cuando viene a Londres.
—Muchas gracias; me temo que no tengo el honor de conocerla. Hemos obtenido un dato muy importante con esas preguntas, Watson —continuó Holmes, en voz baja, mientras subíamos juntos la escalera—. Sabemos ya que las personas que sienten tanto interés por nuestro amigo no se alojan aquí. Eso significa que si bien, como ya hemos visto, están ansiosos de vigilarlo, les preocupa igualmente que Sir Henry pueda verlos. Y eso es un hecho muy sugerente.
—¿Qué es lo que sugiere?
—Sugiere... ¡vaya! ¿Qué le sucede, mi querido amigo?
Al terminar de subir la escalera nos tropezamos con Sir Henry Baskerville en persona, con el rostro encendido por la indignación y empuñando una bota muy usada y polvorienta. Estaba tan furioso que apenas se le entendía y cuando por fin habló con claridad lo hizo con un acento americano mucho más marcado del que había utilizado por la mañana.
—Me parece que me han tomado por tonto en este hotel —exclamó—. Pero como no tengan cuidado descubrirán muy pronto que donde las dan las toman. Por todos los demonios, si ese tipo no encuentra la bota que me falta, aquí va a haber más que palabras. Sé aceptar una broma como el que más, señor Holmes, pero esto ya pasa de castaño oscuro.
—¿Aún sigue buscando la bota?
—Así es, y estoy decidido a encontrarla.
—Pero, ¿no dijo usted que era una bota nueva de color marrón?
—Así era, señor mío. Y ahora se trata de otra negra y vieja.
—¡Cómo! ¿Quiere usted decir...?
—Eso es exactamente lo que quiero decir. Sólo tenía tres pares..., las marrones nuevas, las negras viejas y los zapatos de charol, que son los que llevo puestos. Anoche se llevaron una marrón y hoy me ha desaparecido una negra. Veamos, ¿la ha encontrado usted? ¡Hable, caramba, y no se me quede mirando!
Había aparecido en escena un camarero alemán presa de gran nerviosismo.
—No, señor; he preguntado por todo el hotel, pero nadie sabe nada.
—Pues o aparece la bota antes de que se ponga el sol, o iré a ver al gerente para decirle que me marcho inmediatamente del hotel.
—Aparecerá, señor..., le prometo que si tiene usted un poco de paciencia la encontraremos.
—No se le olvide, porque es lo último que voy a perder en esta guarida de ladrones. Perdone, señor Holmes, que le moleste por algo tan insignificante...
—Creo que está justificado preocuparse.
—Veo que le parece un asunto serio.
—¿Cómo lo explica usted?
—No trato de explicarlo. Me parece la cosa más absurda y más extraña que me ha sucedido nunca.
—La más extraña, quizá —dijo Holmes pensativo.
—¿Cuál es su opinión?
—No pretendo entenderlo todavía. Este caso suyo es muy complicado, Sir Henry. Cuando lo relaciono con la muerte de su tío dudo de que entre los quinientos casos de importancia capital con que me he enfrentado hasta ahora haya habido alguno que presentara