El hecho inesperado. Mercedes Montero Díaz
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Después de la decepción de los gobiernos anteriores, la llegada de la república parecía garantizar el reconocimiento de los derechos que estas organizaciones reclamaban. No fue una tarea fácil, puesto que las mentalidades tampoco habían variado mucho. Los broncos debates parlamentarios en torno al sufragio femenino son una muestra de los prejuicios que aún dominaban acerca de la capacidad de la mujer.
Tanto los partidos de derechas como los de izquierdas estaban convencidos de que el voto femenino sería un voto cautivo de los conservadores y de las consignas de la Iglesia. Por eso, los primeros lo defendían y los segundos consideraban que la mujer aún no estaba preparada. Volvían a sonar los argumentos biologicistas que afirmaban que por su constitución física las mujeres no estaban predispuestas a la reflexión y al espíritu crítico[16]. De las tres diputadas que participaban en las cortes constituyentes, solo Clara Campoamor defendió con tesón el derecho de las mujeres a votar, mientras que Victoria Kent y Margarita Nelken, consideraban que la participación femenina pondría en peligro la república y las políticas progresistas. El sufragio femenino finalmente fue aprobado con 161 votos a favor, 121 en contra y 88 abstenciones[17]. La nueva constitución de 1931 otorgaba la capacidad de votar a hombres y mujeres mayores de 23 años (art. 36), así como el derecho a formar parte del congreso (art. 53); aseguraba también el fin de la discriminación para puestos oficiales (art. 40) y la protección jurídica para regular salarios, jornadas de trabajo, seguros de enfermedad o desempleo, sin distinción de sexo (art. 46).
Esta legislación positiva no significa que la situación cambiara sustancialmente. Aunque las leyes avanzaran, quedaba un largo proceso hasta que estas afectaran a las mentalidades y modos de vida. El modelo familiar seguía siendo el tradicional, en el que el marido era el representante legal de la mujer. Esta seguía necesitando la autorización del esposo para hacer uso de sus bienes o para firmar un contrato laboral[18].
Situación laboral de la mujer
En general, persistía la idea de que no era conveniente el trabajo femenino. Los sectores obreros e industriales la veían como un competidor desleal, en unos años en que había subido la tasa de desempleo. Se planteaba como solución que los trabajadores recibieran un salario más elevado o implantar un seguro de maternidad para que la mujer pudiera quedarse en casa y hacerse cargo de los hijos, algo más apropiado a su naturaleza[19].
Sin embargo, algunos trabajos empezaron a ser accesibles para ellas como la atención de las farmacias, puestos burocráticos y administrativos de niveles inferiores o la docencia no universitaria. El desarrollo de «nuevas profesiones» como la de telefonista, secretaria de oficina, vendedora de billetes o empleada de tienda les abría otras puertas, sobre todo a las jóvenes de clase media necesitadas de contribuir a la economía familiar. Pero en el fondo, estas facilidades de empleo se debían, en general, a la idea de que se trataba de trabajos especialmente aptos para la mujer, puesto que «son sedentarios, exigen más habilidad que inteligencia, paciencia que actividad, rutina que capacidad de iniciativa»[20]. Es decir, seguían fundamentados en la inferioridad de la mujer, desde una base biologicista. Otras profesiones como la de matrona, practicante o enfermera habían recibido reconocimiento oficial desde 1904 y, como las anteriores, se las consideraba «esencialmente femeninas».
La educación femenina en los años treinta
En cualquier caso, había una voluntad de mejorar la educación de la mujer y su preparación para entrar en el espacio público. A principios de la década de los 30 el analfabetismo femenino era de un 58 %, pero esto era ya un avance respecto al 70 % de principios de siglo[21]. El nuevo régimen aceleró la creación de escuelas para niñas y declaró obligatoria la enseñanza primaria. De esta forma se dio un progresivo aumento de la matrícula femenina en la enseñanza secundaria y bachillerato que subió de un 17 % en 1930 a un 46 % en el curso 1935-1936[22].
La educación universitaria no creció en la misma proporción. Antes de estallar la Guerra Civil el alumnado femenino universitario ascendía a un 8 %, con predominio de carreras como Filosofía y Letras y Farmacia. Pocas de ellas ejercían luego su carrera profesional, puesto que lo habitual era que abandonaran sus trabajos una vez que contraían matrimonio. Científicas como Dorotea Barnés o Enriqueta Castejón cortaron prometedoras carreras al casarse. No solo porque se considerase que el lugar de la mujer casada era el hogar, sino también por el desprestigio que llevaba consigo para el marido. Un buen esposo debía ser capaz de mantener la posición económica de la familia[23].
Sin embargo, tanto la Institución Libre de Enseñanza —a través de la Junta de Ampliación de Estudios— como iniciativas católicas —la Institución Teresiana, por ejemplo— veían la necesidad de formar mujeres para la nueva sociedad que estaba creciendo. Unos y otros las consideraban —por distintos motivos— un terreno virgen, un futuro en el que invertir para influir de modo positivo en la población[24]. La ILE había sido fundada en 1876 por un grupo de catedráticos expulsados de la universidad y algunos políticos progresistas. Sus promotores profesaban un laicismo más o menos beligerante y tenían el convencimiento de que el atraso español se debía a la influencia cultural de la Iglesia Católica. Con la llegada del siglo XX, el gran debate nacional fue la regeneración de España a través de la educación. Católicos y hombres de la ILE intentaban orientar el diseño político de la enseñanza. A partir de 1905, los segundos lograron influir de manera decisiva en esta tarea.
En el ámbito universitario pusieron en marcha una serie de organismos, de los que asumieron la dirección, siendo financiados con dinero público. Interesa mencionar la Residencia de Estudiantes (1910) y la Residencia de Señoritas (1915), en la que nos detendremos a continuación. Ambos establecimientos formaban parte importante de sendos proyectos de regeneración nacional. La Residencia de Señoritas aspiraba a educar a la mujer nueva para que estuviera a la altura del hombre nuevo. Por entonces, el número de matrículas femeninas era exiguo: sesenta en la Universidad Central de Madrid en el curso académico 1915-1916, cuando se abrió la Residencia de Señoritas. Puede afirmarse que no existía demanda para fundarla, pero sí un gran interés en hacerlo.
Desde marzo de 1914 existía en Madrid una residencia para universitarias, debida a la iniciativa de Pedro Poveda. Esta fue la primera residencia universitaria femenina de la historia de España. Poveda asumió el dinamismo pedagógico que representaba la ILE (en cuanto a medios, métodos y procedimientos), pero «creyó firmemente que la renovación de la educación, de la cultura y de las relaciones entre los hombres eran posibles desde la fe y no renunciando a ella, según la propuesta laicista de entonces»[25]. Percibió que España se jugaba su futuro en el campo de la enseñanza y que era necesario entrar en la batalla por su orientación. Le pareció fundamental la formación de maestros que ocuparan puestos oficiales en las escuelas públicas y desde allí irradiaran ciencia y fe. La idea nueva arraigó igualmente en tierra nueva, la mujer.
La necesidad de potenciar la educación superior femenina explica la oferta de ambas iniciativas residenciales. Pero al ser escasa la demanda, los dos centros debieron nutrirse principalmente, durante los primeros años, de estudiantes de magisterio y de jóvenes que preparaban oposiciones para ejercer de maestras. A pesar de estar orientadas por muy distintos principios, lo cierto es que las dos residencias siguieron un camino muy similar en cuanto a la formación de las estudiantes. En esto ambas hubieron de plegarse al principio básico de adecuación a la realidad. Las dos intentaron fomentar un ambiente propio de la inteligencia, de ayuda mutua, de contacto con mujeres maduras, ya formadas, que pudieran orientar a las jóvenes. Se dio prioridad a los libros, a los idiomas, a las actividades culturales, a las conferencias, a la vida intelectual. Incluso los precios fueron muy similares en una y otra Residencia durante la década de los veinte, poniendo así de manifiesto que ambas se dirigían al mismo segmento social. También hubo frases que se repitieron