Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan
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Читать онлайн книгу Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan страница 27
—¿El general está en la ciudad? —preguntó Taniel. Seguramente Tamas se había encargado de él. No podría haber dejado semejante cabo suelto.
—Corre el rumor de que ha vuelto —dijo el cochero—. En teoría estaba de vacaciones en Novi. Las interrumpió y regresó ayer.
—Ka-poel, ¿estás segura de que está aquí? —preguntó Taniel. Ella asintió—. Estupendo.
Los Hielman se detuvieron a cuatro metros de Taniel. El capitán era un hombre mayor con mala cara. Era unos diez centímetros más alto que Taniel y, cuando posó la mirada en su broche con forma de barril de pólvora, sonrió con desprecio.
—Tiene a una mujer en la casa —dijo Taniel apoyando los dedos sobre su pistola—. Una Privilegiada. Estoy aquí para arrestarla en nombre del mariscal de campo Tamas.
—Aquí no reconocemos la autoridad de los traidores, muchacho.
—Entonces, ¿admite que la está protegiendo?
—Es la huésped del general —dijo el capitán.
Una huésped. Los soldados Hielman a las órdenes del general Westeven, ¿y ahora tenían a una Privilegiada? Era terreno peligroso. Taniel podía ver los rifles en las ventanas de los pisos más altos y en los parapetos. El capitán de los Hielman llevaba espada y pistola. Dos de sus guardias portaban rifles largos y delgados con cartuchos del tamaño de un puño adosados debajo: botes de aire en rifles de aire comprimido. Armas diseñadas específicamente para ser inmunes a los poderes de los magos de la pólvora. Sin duda, algunos de los tiradores de allí arriba tenían las mismas armas.
Con Julene y el quiebramagos probablemente podrían entrar por la fuerza en la mansión. Una cosa era lidiar con soldados, otra era lidiar con la Privilegiada.
Taniel sintió que Julene tocaba el Otro Lado. Sostuvo una mano en alto.
—No —dijo—. Retrocede.
—Ni lo sueñes —replicó ella—. Haré cenizas a todo este grupito y…
—Gothen —dijo Taniel—. Contrólala. —Necesitaba salir de allí, advertirle a Tamas. Si el general Westeven estaba en la ciudad, no le llevaría mucho tiempo reagrupar sus fuerzas. Atacaría rápido y directo al corazón. Se humedeció los labios resecos—. Nos vamos.
—Señor —dijo uno de los Hielman—. Ese es Taniel “Dos Tiros”.
El capitán entrecerró los ojos.
—No se irán a ningún lado, Dos Tiros.
—Al carruaje —dijo Taniel—. Nos vamos. ¡Cochero!
Los soldados se aprestaron a disparar.
Taniel saltó al estribo del carruaje. Desenfundó la pistola y se volvió. Disparó a uno de los Hielman en el pecho antes de que pudiera ponerse en posición de disparo. Arrojó la pistola al interior del carruaje y miró hacia los soldados extendiendo sus sentidos en busca de pólvora. Dos de ellos portaban mosquetes comunes, y el capitán llevaba una pistola. Todos tendrían reservas.
Encontró los cuernos de pólvora con facilidad. Tocó la pólvora con la mente y provocó una chispa.
La explosión casi lo hizo caer del carruaje. Los caballos relincharon y Taniel se aferró con todas sus fuerzas mientras los animales huían aterrorizados. Echó una mirada hacia atrás. El capitán de los Hielman había quedado partido en dos. Uno de sus compañeros luchaba por sentarse. Los otros estaban hechos trizas sobre la calle. Nadie se molestó en disparar al carruaje que huía.
Cuando el cochero finalmente logró controlar a sus animales, Taniel metió la cabeza por la ventana.
—Yo podría haberlos atravesado —dijo Julene.
—Y nos habrían matado a todos. Tenían al menos veinte soldados con rifles de aire observándonos, por no mencionar a la Privilegiada en el interior de la vivienda. Quiero que ustedes dos se bajen. Mantengan esa casa vigilada. Si la Privilegiada se va, síganla, pero no intenten entrar.
—¿Adónde irás tú? —preguntó Gothen.
—A advertirle a mi padre.
Taniel trepó al asiento del conductor y le indicó que aminorara la velocidad por un momento. Gothen y Julene saltaron del vehículo por el otro lado y se dirigieron a un callejón. Taniel medio esperaba que ignoraran su orden e intentaran ingresar por la fuerza en la mansión, solo para no tener que lidiar de nuevo con ellos. Pero necesitaba a ese quiebramagos.
—Se te pagará bien —le dijo Taniel al cochero. El otro asintió con la cabeza, con una expresión seria en el rostro—. Llévanos a la Casa de los Nobles. Tan rápido como puedas.
Capítulo 8
—Olem, ¿sabías que alguien escribió mi biografía?
Olem se irguió de su posición de descanso junto a la puerta.
—No, señor. No lo sabía.
—No muchos lo saben. —Tamas juntó las manos y miró hacia la puerta—. La camarilla real hizo comprar todos los ejemplares y ordenó quemarlos. Bueno, casi todos. El autor, lord Samurset, cayó en desgracia con la corona y fue exiliado de Adro.
—¿A la camarilla real no le gustó su narrativa?
—No, en absoluto. Daba una imagen muy favorable de los magos de la pólvora. Decía que eran un arma increíblemente moderna que algún día reemplazaría por completo a los Privilegiados.
—Una conjetura peligrosa.
Tamas asintió con la cabeza.
—Es algo vanidoso, pero yo realmente disfruté de ese libro.
—¿Qué decía sobre usted?
—Samurset sostiene que mi matrimonio me hizo conservador, que el nacimiento de mi hijo me aportó clemencia y que la muerte de mi esposa endureció ambas cualidades con una objetividad que hizo que fueran útiles. Dijo que mi ascenso al rango de mariscal de campo durante la campaña de Gurla fue lo mejor que lo pasó al ejército de Adro en mil años. —Hizo un gesto de desdén con la mano—. Es casi todo basura, pero sí tengo una confesión.
—¿Señor?
—Hay momentos en que no tengo sentimiento de clemencia ni de justicia ni de nada, más que de pura ira. Momentos en que siento que vuelvo a tener veinte años y que la solución a todos los problemas son pistolas a veinte pasos. Olem, ese es el sentimiento más peligroso que un comandante puede tener. Es por eso que, si doy la impresión de estar a punto de perder los estribos, quiero que me lo digas. Nada de movimientos nerviosos, nada de toses de cortesía. Solo dímelo y ya. ¿Puedes hacer eso?
—Sí puedo —dijo Olem.
—Bien. Entonces, haz pasar a Vlora.
El mariscal observó a la exprometida de su hijo entrar en la habitación. La turbación que sentía no era poca. Muchos pensaban que Tamas era frío. Y él fomentaba