Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan

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Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan Los magos de la pólvora

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se puso de puntillas y recorrió la habitación con la mirada.

      —¿Es ese? —preguntó señalando el centro del escritorio.

      Uskan asomó la cabeza desde debajo de la silla del vicerrector.

      —Ah, sí.

      Adamat atravesó la oficina con cautela. Levantó el libro con cuidado y comenzó a pasar las hojas. Uskan fue con él.

      —No hay hojas dañadas —informó Adamat. Revisó las páginas, una tras otra, buscando solo dos palabras que sobresalieran. Las encontró en el epílogo del libro, en la última página. Leyó en voz alta—: “Y protegerán la Promesa de Kresimir con sus vidas, pues si se rompe, los Nueve podrían sucumbir”. —Examinó la página, luego la siguiente y la anterior. No había otras referencias. Hizo una mueca—. Esto no tiene sentido.

      El dedo de Uskan se clavó en el medio del libro, justo en el lomo.

      —¿Qué?

      —Faltan más páginas. Medio epílogo —indicó Uskan. Su voz temblaba de ira.

      Adamat miró más en detalle. Era cierto, habían arrancado las hojas del libro. La encuadernación era distinta en este volumen, por lo que era difícil darse cuenta de que faltaban hojas. Suspiró.

      —¿Dónde puedo encontrar otro ejemplar de este libro?

      Uskan meneó la cabeza.

      —Quizás en los Archivos Públicos. Creo que la Universidad de Nopeth también tiene una copia.

      —No voy a pasarme buena parte de un mes metido en un carruaje para quizás encontrar un libro en la Universidad de Nopeth —dijo Adamat. Cerró el libro con fuerza y lo devolvió al escritorio del vicerrector—. Tendré que revisar los Archivos Públicos.

      —Los disturbios —reparó Uskan mientras Adamat se dirigía hacia la puerta. Su amigo se detuvo—. Los Archivos estarán cerrados. Contienen registros de impuestos, historias familiares, e incluso cajas de seguridad. Tienen guardias, Adamat.

      Eso solo era un problema si lo atrapaban.

      —Gracias por tu ayuda, Uskan. Avísame si encuentras algo más.

      Taniel miró a la turba que avanzaba sistemáticamente a lo largo de la calle y se preguntó si le daría muchos problemas. La ciudad era un caos; carretas volcadas, edificios incendiados, cadáveres abandonados en la calle a merced de saqueadores y cosas peores. El humo que flotaba como una cortina sobre la ciudad daba la sensación de que no se dispersaría nunca.

      Hojeó al azar su cuaderno de bocetos. Las páginas se abrieron en un retrato de Vlora. Se detuvo un momento, luego tomó el cuaderno por el lomo y arrancó la página. La estrujó y la arrojó a la calle. Miró el desgarro del cuaderno e instantáneamente se arrepintió de haberlo dañado. No tenía dinero para comprar otro. Había vendido todos sus objetos de valor para comprar un anillo de diamantes en Fatrasta. El condenado anillo de diamantes que había dejado clavado a un petimetre en Jileman. Aún recordaba la sangre brotando del hombro del sujeto, las gotas color carmesí cayendo del anillo que le había deslizado por la espada antes de clavárselo. Tendría que haberse quedado con él. Podría haberlo empeñado. Se obligó a tragarse el nudo que tenía en la garganta. Se arrepentía de no haberle dicho algo a Vlora allí mismo, lo que fuera, mientras ella se sostenía las sábanas contra el pecho en la puerta de aquella habitación.

      Miró la hora en el reloj de una torre cercana. Faltaban cuatro horas para que los soldados de su padre comenzaran a restablecer el orden. Cualquier persona que se encontrara en las calles pasada la medianoche tendría que lidiar con los hombres del mariscal de campo. No sería algo sencillo para los soldados. En ese momento, había mucha gente desesperada en Adopest.

      —¿Qué piensas de estos mercenarios? —preguntó Taniel. Se inclinó y levantó el boceto arrugado de Vlora, lo alisó contra su pierna y lo guardó dentro del cuaderno.

      Ka-poel se encogió de hombros. Miró la turba que se acercaba. Los lideraba un hombre corpulento, un granjero con un overol viejo y gastado y armado con una porra improvisada. Probablemente se había mudado a la ciudad para trabajar en una fábrica pero no había podido unirse al sindicato. Vio a Taniel y a Ka-poel de pie en la puerta de un comercio cerrado y se volvió hacia ellos levantando la porra. Más víctimas a su disposición.

      Taniel pasó el dedo por el ribete de su chaqueta de cuero y tocó la culata de la pistola que llevaba en la cadera.

      —No te conviene tener problemas aquí, amigo —dijo. Ka-poel apretó sus pequeños puños con fuerza.

      Los ojos del granjero se posaron sobre el broche de plata con forma de barril de pólvora que Taniel llevaba en el pecho. Se detuvo a mitad de camino y le dijo algo al hombre que venía detrás de él. De pronto se volvieron y se alejaron. Los demás los siguieron, echándole miradas siniestras a Taniel, pero poco dispuestos a vérselas con un mago de la pólvora.

      Taniel lanzó un suspiro de alivio.

      —Esos dos matones a sueldo ya deberían haber vuelto.

      Julene, la mercenaria Privilegiada, y Gothen, el quiebramagos, habían ido tras el rastro de la otra Privilegiada hacía casi una hora. Estaba cerca, dijeron, y salieron en su búsqueda; luego regresarían por ellos dos. Taniel empezaba a creer que los habían abandonado.

      Ka-poel se señaló el pecho con el pulgar y luego se puso la mano por encima de los ojos y movió la cabeza como si buscara algo.

      Él asintió con la cabeza.

      —Sí, Pole, ya sé que puedes encontrarla, pero dejaré que esos mercenarios hagan el trabajo preliminar. Es para lo único que servirán, de todos m… —La cabeza de Taniel golpeó contra la pared del comercio que tenía detrás, y los oídos le retumbaron a causa de la repentina explosión. Ka-poel chocó contra él, y Taniel la atrapó antes de que llegara a caerse. La ayudó a ponerse de pie y meneó la cabeza para que los oídos dejaran de zumbarle.

      En cierta ocasión se encontraba a un kilómetro de un depósito de municiones cuando de pronto la pólvora se prendió fuego. La explosión de ahora fue igual que aquella pero Taniel, con sus sentidos de Marcado, percibió que no se trataba de pólvora, sino de hechicería.

      Una columna de fuego se elevó en el aire a menos de dos calles de donde estaban ellos. Desapareció tan pronto como había aparecido, y Taniel oyó gritos. Miró a Ka-poel; tenía los ojos muy abiertos, pero parecía estar ilesa.

      —Vamos —le dijo, y salió a la carrera.

      Pasó corriendo delante de la gente de la turba, desparramada sobre el empedrado como los juguetes de un niño derribados a puñetazos, y dobló la esquina para dirigirse hacia la explosión. Chocó contra alguien y cayó al suelo. Se puso de pie de inmediato, echando apenas un vistazo a la persona con quien había golpeado.

      Había avanzado solo dos pasos cuando comprendió lo que había visto: una mujer mayor de cabello gris, con camisa y chaqueta lisa color café y guantes de Privilegiada.

      Taniel se volvió desenfundando la pistola.

      —¡Alto! —gritó.

      Ka-poel dobló la esquina a toda velocidad,

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