Entre el derecho y la moral. Paula Mussetta
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[…] Las respuestas no pueden ser encontradas tratando de separar las formas materiales del Estado de las formas ideológicas. O lo real de lo ilusorio. La idea del Estado y el sistema Estado son mejor entendidos como dos aspectos de un mismo proceso. El fenómeno que llamamos Estado, emerge de técnicas que permiten a las prácticas materiales cotidianas tomar la apariencia de una forma abstracta y no material. La tarea de una teoría del Estado no es clarificar la distinción sino profundizarla (Abrams, 2006: 170).[12]
Las prácticas de Estado aportan pistas importantes para entender la intencionalidad de la operación del poder. Pero también constituyen una puerta de acceso al modo en que los estados son producidos y reproducidos. “Las prácticas reproducen el Estado como una institución transversal al tiempo y el espacio y de esta manera permiten la continuidad de la institución estatal” (Sharma y Gupta, 2006: 13). Por otra parte, estudiar al Estado a partir de sus prácticas nos permite clarificar la fuente y naturaleza de los conflictos al interior del mismo, lo que, a la vez, puede ayudar a explicar los impedimentos para la puesta en marcha apropiada de muchos programas. Las prácticas dan cuenta de la naturaleza fragmentada, de la tensión y en ocasiones hasta de la incoherencia —enfrentadas a la idea de objetividad y neutralidad—. La imagen que los actores —estatales y no estatales— elaboran es un recurso fundamental para reconstruir el concepto de Estado. Al igual que con las prácticas, es a través de las formas de pensar el Estado que la autoridad estatal se recrea.
Este giro del tipo de énfasis puesto en el Estado resalta dos elementos. Por un lado, el análisis de los sujetos protagonistas de los procesos, capaces de entender el significado de los sucesos que están viviendo, con habilidades para reaccionar de manera ingeniosa, individual o puntualmente frente a las instituciones que sobre ellos intervienen (Bohoslavsky, 2005). Por otro lado, el ámbito de lo cotidiano como espacio de producción, negociación, transacción y contestación de significados dentro de redes y relaciones de mayor poder.
Desde las prácticas y su relación con la idea de Estado es posible ver cómo éste tiene una naturaleza no ubicua, ni unívoca, ni completamente coherente. Hay que reconocer “conceptualmente” que el Estado puede ser incoherente, descuidado e ineficaz, antes que una maquinaria que todo lo ve y todo lo sabe, y no sólo interpretar estos problemas como disfuncionalidades o anomalías de ciertos casos y productos históricos. Definitivamente, el Estado moderno tiene una naturaleza arbitraria, construida, fragmentada, cambiada. Y, en este sentido, es legítimo el llamado que se hace para girar la atención analítica y centrarla en el estudio de estados complejos y heterogéneos, de la diferencia, el conflicto, la contradicción (Goldstein, 2004). El dejar de lado el estudio del Estado como algo coherente y acabado —sin implicar esto su desdibujamiento y el desconocimiento de su poder— nos lleva a trabajar otro tipo de elementos.
La mayor virtud de la perspectiva que aquí estamos pretendiendo construir para enmarcar el estudio de la moralización de la mediación, podría convertirse en su mayor defecto. Es decir, dejar de considerar al Estado como una entidad homogénea y unívoca, y adoptar en cambio la otra perspectiva, no implica considerar al Estado como un instrumento neutral, disponible para quien quiera servirse de él[13]. Ni una cosa ni la otra. Como veremos con el análisis de la mediación, esta manera de concebir al Estado nos permite ver sus intersticios, y a través de ellos advertir cómo se constituyen espacios de articulación de actores —públicos y privados— desde donde emergen ideas de Estado, y en consecuencia de sociedad, que coexisten con otras y que despliegan esa supuesta homogeneidad.
En síntesis, el análisis del Estado que esta investigación quiere adoptar no asume simplemente que el Estado existe en la cúspide de la sociedad y que es el lugar central de poder. Por el contrario, el problema es resolver cómo el Estado asume ese papel vertical y pretende tener autoridad suprema para el control de todas las otras formas institucionales que toman relaciones sociales y para coordinar las conductas sociales e individuales a través de estas otras instituciones. Estos conceptos y herramientas como recursos de análisis nos ayudan a construir la noción de Estado que necesitamos para la explicación de la moralización de mediación. El proyecto moral de la mediación es un buen punto desde el cual repensar el concepto de Estado, ya que implica considerar seriamente las modalidades que éste asume en relación con diferentes actores. La moralización de la mediación nos pone frente a la pregunta por un modelo de Estado, en tanto es una clara muestra de cómo la relación público-privado imprime una huella en algunas formas estatales. El intento por esclarecer este modelo de Estado es una de las dimensiones fundamentales del tema que aquí nos ocupa.
[1] Para una reflexión sobre el aporte de la mediación al acceso a la justicia véase Bergoglio (2004). “Reforma Judicial y acceso a la justicia. Una mirada sobre los medios alternativos de resolución de conflictos”, en el II Congreso socio-jurídico de Oñati. Las formas del derecho en Latinoamérica: democracia, desarrollo, liberación. Instituto Internacional de Sociología Jurídica de la Universidad de Oñati.
[2] El papel que el acuerdo juega en la definición de la moral de la mediación se desarrolla en el capítulo dos.
[3] No obstante lo insignificante que podría haber sido el impacto de la mediación en la economía de las personas, ya que el mayor problema era la situación de exasperación y enojo por las medidas de retención bancaria de los depósitos de ahorristas.
[4] Entre otras cosas porque crisis hubo siempre y justamente una de las características de ésta en particular era la sospecha y rechazo de todo lo que proviniera desde el Estado. Hasta podría interpretarse como una burla a la ciudadanía: era el mismo Estado el que había “creado” los problemas y ahora creaba instancias para resolver otros problemas menores. Debido al descontento hacia lo estatal en general, lo último que quería la gente era que el Estado les ofreciera un espacio para mediar pacíficamente los conflictos. Basta con recordar la frase “que se vayan todos” con la que el pueblo argentino expresaba su descontento hacia la clase gobernante durante la crisis de diciembre de 2001.
[5] El problema de la obligación política respecto a valores ha sido ampliamente estudiado y constituye uno de los nodos críticos del liberalismo político. El tipo de intervenciones estatales destinadas a “regular los valores de las personas” puede ser presentado bajo dos modelos diferentes. El primero de ellos sostiene que los individuos pueden limitar su libertad de acción solamente a través de actos voluntarios —por eso los ciudadanos tienen que acatar las restricciones que impone el derecho sólo cuando hayan consentido—. El segundo modelo en cambio sostiene que acatar o no lo que ordena el derecho y la política no depende de la voluntad del sujeto, sino que depende del contenido de las acciones que se exigen. Se obedecerá sólo si el contenido ordenado se adecua a ciertas pautas éticas. Véanse Malem, 2000; Dworkin, 1989.
[6] En México, por ejemplo, la despenalización del aborto es un tema cuya discusión fácilmente ha sido llevada a terrenos morales en lugar de mantenerse en el ámbito de la salud pública; o también en ese país, la compra-venta de productos en el mercado negro (piratería) es abordada por el Estado como un asunto de falta de moral y valores en las personas y no desde el problema público de la economía informal.
[7] Por supuesto que en determinadas coyunturas estos intentos podrían ser más abundantes que en otros periodos, pero lo que queremos resaltar es que