Entre el derecho y la moral. Paula Mussetta
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¿Cómo se relaciona este problema de orden conceptual sobre el quehacer político, con el caso que estamos desarrollando? Desde las primeras y más sencillas lecturas de la mediación se puede enunciar que ésta no tiene un desempeño favorable.[9] Este desempeño podría evaluarse en dos dimensiones. Por un lado, por su uso —en este sentido diremos que la mediación no funciona como se espera y la evidencia es su escaso desarrollo—. Por el otro, por su objetivo; aquí en cambio habrá que decir que lo que no funciona es la moralización y el fundamento de esto es parte del problema que estamos construyendo. El limitado uso de la mediación no es más que el primer indicio para plantear la imposibilidad de la moralización y realizar un estudio sobre el tema.[10]
Una aclaración más antes de seguir adelante. Este estudio no pretende probar con datos y argumentos que la mediación no funciona y que la moralización no es efectiva. Creemos que lo sustancioso de este problema no reside y acaba ahí, sino que desde allí se despliega. Este estudio toma estos enunciados como base, pero se interesa por dilucidar la compleja trama del proyecto moral de la mediación en Córdoba. Ahora bien, ¿cómo proceder en un estudio que se preocupe por llegar hasta el fondo de las complejidades de un programa político para generar moral? Necesitamos aclarar los términos en los que nos referiremos al Estado.
Pensar el Estado
Ante el panorama que hemos planteado surge la necesidad de definir al Estado. Comenzamos por dejar atrás la definición que destaca las dimensiones institucionales, legales y burocráticas, y proponemos pensarlo de una manera que resalte algunos aspectos no siempre tenidos en cuenta en la definición de Estado. Debido a la influencia de Weber sobre el estudio del Estado, una larga tradición en la sociología política ha priorizado su carácter institucional —el conjunto de instituciones—, así como sus funciones —la hechura de reglas y su recurso a la coerción—. De esta manera, el Estado aparecía como una entidad especial autónoma, racional y separada de la sociedad.
La consecuencia fue que varias corrientes aislaron al Estado como objeto analítico, mirando en su interior y estudiando minuciosamente sus instituciones y organizaciones a fin de entender cómo consigue obediencia y conformidad por parte de la población (Migdal, 2001). El Estado concebido de esta manera, como una entidad —conjunto de instituciones y asociaciones— sustancialmente separada de la sociedad, generó un objeto de análisis elusivo, una reificación del objeto Estado (Abrams, 2006), que dificultó un estudio serio y vigoroso de un número de problemas acerca el poder político. Estos problemas merecen la pena ser estudiados, pero generalmente no se visibilizan por el modo en que las principales corrientes de la sociología política presentan el problema de la definición y el estudio del Estado. Aquí nos apoyamos en cambio en otra corriente, nutrida por varios autores, que se preocupa por señalar los problemas que esto ha generado y por insistir en la importancia de abandonar esa mirada estática y jerárquica del Estado. Geertz nos dice que:
[…] hay que dejar de ver al Estado como la máquina del Leviatán, como una esfera que comanda y decide. Más bien hay que mirar alrededor del Estado, en el tipo de sociedades en que se inscribe. Menos Hobbes y más Maquiavelo, menos la imposición del monopolio de la soberanía y más el cultivo de oportunidades. Menos el ejercicio de la voluntad abstracta, y más la adaptación al contexto y el logro de ventajas visibles (Geertz, 2004: 580).
Esta referencia representa un cúmulo de pensamiento que deja de mirar al Estado como una entidad superior y ajena, cerrada y acabada, unitaria y exterior al orden social que está allí esperando que el analista se acerque con su conjunto de herramientas de análisis para investigarlo.
Esta manera de entender al Estado —como una entidad ni exterior a la sociedad, ni ajena, ni cerrada, etcétera— implica entenderlo como parte del orden social, inmerso en el conjunto de relaciones sociales. Los símbolos y metáforas del Estado y del ejercicio de poder se explotan y se entrelazan —de múltiples y diferentes formas— en la construcción de las comunidades.[11] Escalante aporta claridad a esta idea y sostiene que el Estado define el campo político, pero a la vez participa en ese campo político: el Estado define funciones, atribuciones, límites, pero después tiene que intervenir mediante individuos concretos, investidos como autoridades o funcionarios, en el campo social. En el momento de intervenir, los representantes están inmersos en un sistema de relaciones sociales que no controlan. Su autoridad, sus atribuciones y recursos pueden usarse hasta cierto punto, porque con frecuencia tienen que negociarse con actores sociales que controlan otros recursos simbólicos y materiales (Escalante, 2007). El reconocimiento de esta relación es fundamental, siguiendo a Dube:
[es] una necesidad teórica y empírica aceptar la interacción y compenetración entre los símbolos del Estado y las formas que adoptan las sociedades de nuestros mundos de todos los días [porque] los Estados también son las formas en cómo los símbolos del Estado son refundidos y recreados imaginativamente por los pueblos y las comunidades, en su práctica plena de significados, construcciones de cartografías creativas que definen espacios en el tiempo y lugares en la historia (Dube, 2001: 116-117).
Reconocer esto implica ir más allá del marco del Estado-nación al cual el estudio del Estado había sido confinado, y atender en cambio las formas en que los estados se constituyen, cómo se piensan y representan a sí mismos, cómo se diferencian de otras formas institucionales, cuáles efectos tiene esta construcción sobre la operación de las políticas y la difusión del poder en la sociedad.
La definición de Estado que proponemos incluye dos dimensiones, una material y otra ideológica o simbólica. A la vez, estas dos dimensiones se convierten en poderosas categorías analíticas para abordar un problema particular del Estado. Por un lado, el Estado es un conjunto de prácticas y relaciones observables, que van desde los edificios públicos de agencias estatales hasta los formularios y sellos de los organismos públicos; desde los trámites y reglamentos escritos hasta personas concretas que vigilan, autorizan, solicitan, juzgan (Escalante, 2007). Pero el Estado es también —y ésta es la segunda dimensión— la imagen de una entidad homogénea que le da unidad y coherencia a la variedad de prácticas estatales. Esta imagen o idea justifica y organiza las prácticas de manera que entendamos al Estado como un único actor, pensando y actuando de una sola manera el gobierno de un territorio definido. Las prácticas son partes o fragmentos que llegan a contradecirse y entrar en conflicto. La idea de Estado, en cambio, es lo que hace que podamos hablar de él en singular: “el Estado argentino tiene tal o cual problema”. Ambas dimensiones van juntas y es necesario estudiarlas al mismo tiempo. Automáticamente y sin pensarlo juntamos ambas cosas: en cada una de las prácticas estatales vemos al Estado y así se construye nuestra noción de autoridad, poder, corrupción. En general, perdemos de vista lo que el Estado tiene de hecho social: contingente, situado. (Escalante, 2007). Esta manera de definirlo es trabajada por los autores de diferente manera. Mitchell, por ejemplo, define este proceso como el efecto-Estado: “son las prácticas las que en realidad producen el