Entre el derecho y la moral. Paula Mussetta

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Entre el derecho y la moral - Paula Mussetta

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explica —más allá de que el Estado siempre haya buscado crear sociedades ideales— por qué el ideal de sociedad se define en estos términos —moralización social— y en este ámbito —resolución de conflictos—. A continuación describimos cómo funciona el primero de estos rasgos. El segundo es una hipótesis que necesitamos probar y uno de los resultados al que llegaremos hacia el final del libro, luego del análisis del caso que nos ocupa.

      El hecho de que la mediación en Córdoba pueda ser definida a partir de las metas que se propone, sumado además que ésta es encarada desde el Estado, nos invita a plantearnos interesantes reflexiones que trasciendan el dominio exclusivo de los programas de mediación y conciernan de una manera más amplia a modalidades de intervención por parte del Estado en las sociedades: nos hace pensar en qué modelos de organización social proponen y cómo operan para lograrlo. Destacamos entonces la actitud estatal de la deseabilidad del cambio social. De hecho, antes de evaluar el potencial de una u otra reforma social para alcanzar una transformación, es importante remarcar la deseabilidad del cambio social mismo (Merry y Milner, 1993). Es decir, no se trata de algo totalmente inédito y propio de un contexto político y social particular, sino de una lógica de intervención estatal.

      Cuando el Estado —cualquier Estado en general— programa algún tipo de cambio social, simultáneamente está realizando otras tareas. Una de ellas es la definición de un problema. Ciertos estados de la sociedad o nuevos temas son seleccionados de un conjunto de asuntos y etiquetados como problemas o como situaciones problemáticas. Posteriormente, se diseña un modo de arreglar o mejorar esa situación. Para eso se desarrollan estrategias y programas de intervención. Éste es un tema recurrente en las formas que ha tomado la relación Estado-sociedad y se inscribe en los deseos de construir sociedades que tengan como guía ciertas prácticas y rituales de una vida pública (de manera homogénea en la mayoría de los casos) que lleva no sólo a la construcción de la buena sociedad sino que, al mismo tiempo, a una noción de buen gobierno. En estos proyectos los Estados piensan a la sociedad como una arena regulada con ciertos principios; dichos principios presentan definiciones acerca de lo público, las relaciones, la comunidad, los individuos, el conflicto social, que por lo general conviven (y compiten) con otras formas desarrolladas y consolidadas en esos espacios sociales. Como sostiene Chakrabarty:

      […] el mundo de los Estados modernos funciona como una estructura de relaciones que se caracteriza por ser un modelo capaz de reproducirse en diferentes niveles, entre naciones, entre grupos étnicos modernos, entre castas. Esta es una idea que nos ha acompañado desde la segunda mitad del siglo xviii y ha sido empaquetada en el concepto de civilización. Cuando éste fracasó, en el siglo xix se prefirió hablar de progreso, y en el xx de desarrollo; pero la idea siempre fue la misma: la construcción de grupos sociales cuyo nivel de éxito sea perfectamente medible a partir de algunos indicadores universalmente aplicables. Existe una sensibilidad que hace que algunos patrones sean modelo a seguir para el resto del mundo. Todos los gobiernos participan de alguna manera en esta sensibilidad que llega a plantearse como de sentido común y se funda en mecanismos de los Estados modernos y en requisitos universales para la gobernabilidad de los espacios públicos (Chakrabarty, 2002: 90).

      Pero el problema está en que los ideales que el Estado construye acerca del todo social no coinciden con los que la misma sociedad tiene para sí. Y a menudo esta modalidad de la relación Estado-sociedad se torna extremadamente difícil, llevando a muchos proyectos de este tipo hacia la inefectividad completa. Esto es, cuando el Estado procura crear moralidad por la vía de los programas políticos por lo general se frustra en el intento.

      En la lógica que previamente describimos —cuando la moral se involucra en programas de gobierno— es posible identificar un Estado, una sociedad y un modo de vinculación entre ambos. El Estado pretende sostener una mirada investida de objetividad acerca de la sociedad, la objetividad superior del que mira desde afuera, y en algún sentido desde arriba. Así, el Estado sería un observador político que construye una mirada sobre su sujeto: la sociedad. En estos términos organiza la lectura del espacio público y de las relaciones sociales. El que mira desde afuera es un extraño, pero no por no pertenecer al lugar, sino por no habitar el marco conceptual o teórico del actor que es observado (Chakrabarty, 2002).

      Cuando las imágenes convergen en una sola y única forma de entender el modo en que la sociedad debe ser, se eliminan los visos de otras manera de ser de la sociedad, contradictorias y abigarradas que han definido nuestros pasados y que siguen constituyendo una presencia palpable (Dube, 2001). Aquí se gesta un sustancial escollo que si no es debidamente atendido puede desembocar en resultados no previstos y en consecuencias no sólo no esperadas, sino a veces completamente opuestas a lo aspirado. Las prescripciones sobre la definición de lo bueno, por lo general no coinciden con las formas de la comunidad

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