Autorretrato de un idioma. Группа авторов

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las lenguas; y quienes discuten (con mucha intensidad, por cierto, en el tiempo en que se redactan estas líneas) la conveniencia de introducir normativas feministas y no binarias en la estandarización de las lenguas. En todos estos ejemplos, alguien usa el lenguaje para referirse al lenguaje.

      La centralidad del metalenguaje queda al descubierto al constatar que, en toda comunidad humana, a distintas formas lingüísticas (ya sean conceptualizadas como lenguas, dialectos, sociolectos, acentos, registros, palabras o entonaciones) se les atribuyen valores diferentes y son consideradas mejores o peores, más propias o impropias, más elegantes o groseras, etcétera, según la situación y el contexto de uso e incluso según el tipo de relación que exista entre los interlocutores. Es decir, el funcionamiento de una determinada forma lingüística está sujeto no solo a su relación con otras formas (gramaticalidad) y su capacidad para remitir a hechos y experiencias sociales (referencialidad), sino también a la valoración que de ella hagan quienes participan en los actos de interacción verbal concretos en que hace su aparición. Esta dinámica glotosocial y la operación conjunta del metalenguaje y de la llamada indicialización (palabra ligada a «índice» e «indicio») o indexicalización (adaptación de «indexicalization») dan lugar al establecimiento de patrones de asociación entre formas lingüísticas y categorías sociales. Ya definimos el metalenguaje como la propiedad que le permite proyectar sobre sí mismo su poder referencial. La indicialización, por su parte, es el proceso en virtud del cual, aprovechando el metalenguaje, se establecen vínculos entre formas lingüísticas y categorías nacionales, regionales, sociales, psicológicas, étnicas, de género, de educación, de inteligencia, etcétera. Estas asociaciones llegan a automatizarse hasta el punto de ser consideradas naturales. Pero el hecho es que no lo son, sino que se negocian, se fijan y se disputan precisamente en la vida social y por medio de constantes acciones y microacciones metalingüísticas en las que se afirma, por ejemplo, que hablar así es de «gente de campo», escribir así es de «ignorantes», hablar de la otra manera es «afeminado», escribir de tal forma es de «pedantes». En suma, entender el funcionamiento del lenguaje pasa por el análisis de los contextos en los que se forja la relación entre formas lingüísticas, experiencias y categorías sociales; y el metalenguaje resulta central para llevar a cabo tal análisis.2

      La glotopolítica

      Habrá quedado claro hasta aquí que nuestra concepción de la lingüística prioriza la explicación de la interacción verbal (en contraste con la preferencia estructuralista por la comunicación) y lo hace a partir de una teorización dialógica del lenguaje (contraria al aislamiento del sistema gramatical con respecto a las prácticas lingüísticas, propio también de la corriente hegemónica de la lingüística moderna). Ya adelantamos el valor de los conceptos de metalenguaje e indicialización para entender que las formas lingüísticas se constituyen siempre e inevitablemente en relación con prácticas y categorías sociales. Desde esta concepción mutuamente constitutiva de la interacción verbal y las prácticas sociales, resulta evidente que, cuando los seres humanos hablan, insertan sus enunciados en un universo social y obtienen respuestas o reacciones en función no solo del valor referencial de lo dicho, sino también de su valor indicial. El sentido depende, en definitiva, del enunciado mismo tanto como de las respuestas y reacciones a que dé lugar en cada situación y contexto. Por tanto, durante la interacción, cada hablante orienta su producción en función de las respuestas o reacciones que imagina que puede obtener. La direccionalidad de la enunciación (consecuencia necesaria del dialogismo) y la expectativa de que se reproduzcan ciertos patrones (derivada del carácter social de la interacción) nos llevan a concluir que el lenguaje es inestable y por lo mismo normativo ab initio.3

      No se debe confundir la normatividad a que aquí aludimos con el prescriptivismo. Este último es una práctica metalingüística que de manera explícita pretende imponer ciertos usos frente a otros; y es solo una de las múltiples formas en que se puede manifestar la normatividad. Porque, cuando hablamos, somos sensibles a regularidades, patrones o normas que naturalizan la aparición de ciertos usos y hacen que otros resulten, de alguna manera, anómalos. Somos sensibles al hecho de que ciertas formas se asocian con ciertas categorías sociales, y nuestros enunciados se orientan en función de nuestra familiaridad, ignorancia, complacencia o discordancia con la vigencia de tales asociaciones en cada acto concreto de interacción verbal. Hablaremos de una manera u otra (eso sí, con mayor o menor grado de intencionalidad) de acuerdo con el deseo de que nuestra voz se vincule o no a ciertas categorías sociales.

      La explicitación de estas asociaciones —surgidas y sostenidas, no lo olvidemos, por medio del metalenguaje y la indicialización— da lugar al establecimiento de regímenes de normatividad. Al invocar este concepto no nos referimos a la existencia e imposición de una norma concreta de referencia (como podría ser en el ámbito hispánico-latinoamericano la de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española); sino que pretendemos conceptualizar al conjunto —heterogéneo e incluso atravesado por contradicciones internas— de asociaciones entre formas lingüísticas y categorías sociales que confieren sentido a las prácticas lingüísticas en una situación, contexto o comunidad dada. Hablamos de «régimen» y no simplemente de «norma» o «normas» porque nuestro abordaje pretende hacer visible la participación de tales normas en la organización política de una comunidad o colectivo humano; tanto en la organización literal de su institucionalidad como en la conformación de las subjetividades políticas toleradas y la exclusión de las intolerables. Ponemos el énfasis en la condición glotopolítica de estos patrones precisamente porque, a través de procedimientos ideologizantes, suelen aparecer no solo normalizados, sino también naturalizados.

      En esto consiste adoptar una perspectiva glotopolítica: en centrar la mirada en objetos y experiencias en los que la inseparabilidad entre el lenguaje y lo político es clave para entender su manifestación y funcionamiento; en desnaturalizar la constitución de las asociaciones entre formas lingüísticas y categorías sociales haciendo visibles las condiciones materiales de su producción, reproducción y cuestionamiento, así como su participación en procesos en los que está en juego el acceso a los recursos y, en definitiva, al poder.4

      La historia

      Es harto probable que quienes se hayan animado a abrir este libro (sean o no lingüistas) tengan una idea relativamente clara de lo que es la historia de una lengua: una suerte de relato que, organizado a lo largo de una serie de hitos geopolíticos, nacionales y culturales, nos cuenta el nacimiento de sus formas lingüísticas características, su evolución posterior sometida a presiones internas y externas y su madurez al ser fijada en el canon escriturario de una alta cultura. ¿Por qué la palabra latina OCULUM se refleja en el español moderno como «ojo»? ¿Y por qué existen «ocular» u «oculista»? Si el español viene del latín y en este no existen palabras equivalentes a «canoa» o «chocolate», ¿cómo es que estas forman parte del idioma moderno? Este es el tipo de pregunta que encontraría respuesta en el modelo clásico de historia de la lengua española.5

      Hay otros modelos para la historificación de las lenguas, por supuesto. Un texto de éxito notable entre el público lector, Gente de Cervantes: Historia humana del idioma español (2001) de Juan Ramón Lodares, anuncia desde el mismo subtítulo su compromiso con hacer una historia que no escinda las formas de la lengua de las vidas de quienes la hablan y la escriben. Lo mismo ocurre con la algo más académica Historia social de las lenguas de España (2005) de Francisco Moreno Fernández, que recorre el valor relativo que las relaciones y conflictos sociales le confirieron al conjunto de idiomas de este país ibérico a lo largo de la historia. Más sutil y más ortodoxamente anclado en la investigación universitaria es Lengua medieval y tradiciones discursivas en la Península Ibérica (2005), editado por Daniel Jacob y Johannes Kabatek, que se centra en la escritura de la historia idiomática a través de las transformaciones de las tradiciones discursivas y géneros textuales. Los volúmenes dedicados a la Historia sociolingüística de México (2010, 2014) dirigidos por Rebeca Barriga Villanueva y Pedro Martín Butragueño cubren un amplio espectro de hechos lingüísticos pertinentes no solo en tanto que

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