Historia crítica de la literatura chilena. Группа авторов

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en el relato hispano de la conquista. Almagro regresa de «Chile», y «Los de Chile» es la expresión que se acuña para referir a los españoles que lo acompañaron en su malograda expedición. «Los de Chile» combaten junto al Adelantado en la batalla de las Salinas, y muchos acompañan a su hijo Diego el Mozo (1522-1542) en su rebelión contra los Pizarro y la lejana monarquía, expresada en el virrey Cristóbal Cabeza de Vaca (1492-1566) (Bernand y Gruzinski 435-460). En la expresión «Los de Chile», «Chile» es antes una experiencia compartida por un grupo de personas que un lugar geográfico. Se trata de la hueste que había recibido el apelativo de «La Flor de las Indias» a su salida del Cuzco (Fernández de Oviedo tomo IV, 258), cuyos infortunios terminaron por traerla de vuelta pobre, harapienta, descorazonada. «Chile», como lugar en el orbe, estaba simplemente «hacia arriba» o «hacia el Estrecho», y era el escenario de los infortunios relatados, en particular en relación con la cordillera21.

      Fruto de esa secuencia histórica, las expresiones «Chile» y «las provincias de Chile» se hacen frecuentes entre quienes volvieron a este territorio con Pedro de Valdivia (1497-1553) a partir de 1540. Dos cosas han de decirse al respecto: además de un topónimo que denota, la expresión evoca ideas, experiencias, expectativas, es decir, connota. Por otra parte, aquello que se nombra es cambiante, a veces difuso, a veces contradictorio (Vega 2014).

      Un primer modo de acercamiento a este problema es por medio de la secuencia de definiciones abstractas contenidas en las jurisdicciones definidas por el Rey y sus representantes a ambos lados del Atlántico, con el fin de asentar el dominio de la Corona en la América meridional. En 1554 y 1555 se llegó a una delimitación de la Provincia de Chile o Gobernación de Nueva Extremadura, la cual se reconoció como una extensa franja norte-sur cuyo inicio se fijaba en Copiapó y que terminaba en el Estrecho. El límite oriental se definió en 100 leguas medidas desde la costa del mar Pacífico hacia el este. Como antecedente jurisdiccional quedaba la gobernación de Nueva Toledo, concedida por la Corona a Diego de Almagro en 1534, y la cédula concedida a Pizarro en 1537 para la conquista y población de «Nuevo Toledo e las provincias de Chili, de donde había vuelto Almagro», que había sido la base de la organización de la expedición de Valdivia22.

      Siendo este el marco jurisdiccional, lo que uno puede reconocer como el espacio de Chile históricamente constituido en el transcurso del siglo XVI es en cambio algo diferente. No solo porque en la década de 1560 se creó la Gobernación de Tucumán que separó al norte una parte de los territorios transandinos, sino porque, a la larga, una constelación de procesos diferentes terminaron por alejar de las dinámicas de la sociedad colonial en formación a importantes territorios de este espacio abstracto. La Guerra de Arauco y el establecimiento de la frontera en el Biobío, las enormes distancias y las dificultades que el Pacífico sur imponía a la navegación, las prácticas que se fueron instituyendo para el cruce de la cordillera de los Andes, y la falta de incentivos para el poblamiento austral en relación con las dinámicas de la conquista americana23, terminaron por dejar en la trastienda del Chile colonial reconocible desde el centro político-administrativo fundado en Santiago los espacios al norte de la ciudad hispana de La Serena, considerada la puerta de Chile; los extensos territorios al sur de la línea de fuertes y presidios que se construyeron en torno al Biobío, con excepción de los asentamientos de Valdivia y Chiloé; y la extensa franja transandina que se proyectaba hacia el sur, desde los asentamientos de Mendoza y San Luis, en Cuyo, territorios prácticamente invisibles para muchos.

      A este recorte particular se le ha dado el nombre de «Chile tradicional», apelativo que puede encontrarse tanto en la llamada historia social como en la historiografía de corte conservador24. Se identifica el Chile tradicional con una unidad espacial y social que habría gozado de cierta estabilidad en el tiempo, y que permitiría reconocer rasgos compartidos. Tensionando estas propuestas, importaría reconocer que el Chile tradicional es un proceso más que un resultado; un objeto de negociaciones y modulaciones en función de los interlocutores que interpelan o se reconocen en este territorio.

      En continuidad con las prácticas de la cristiandad occidental que cruzan el Atlántico y ordenan el espacio colonial hispanoamericano, el territorio de Chile se fundó, organizó y reconoció a partir de sus asentamientos urbanos. La ciudad era mucho más que la urbs (un trazado, un conjunto de edificaciones civiles, religiosas y de particulares). La ciudad era también, y por sobre todo, la civitas, que expresaba y debía reproducir unos principios articuladores de lo social y político (Kagan 2000). Vivir en policía y cristiandad, de acuerdo a la expresión del periodo, apelaba al mismo tiempo a un discurso que declaraba el carácter universal del cristianismo, y como tal, de la pertenencia común de todos los hombres y mujeres a un mismo rebaño, mientras reconocía diferentes naturalezas o calidades que fijaban jerarquías y decidían el universo de lo posible para cada cual. Tal como ocurre con otras dimensiones de la organización social y política, la ciudad es –a la vez– actualización de viejos principios y producción de nuevas formas de experiencia, acorde con el contexto, colonial y capitalista, en el que se va desarrollando (Bauer 2002).

      Para cuando la hueste de Pedro de Valdivia llegó al valle del Mapocho, estas ideas habían tenido tiempo para formalizarse por medio de una serie de prácticas que se ejecutaron tal como se habían ejecutado antes en otros territorios: la toma de posesión en nombre de la Corona hispana; la lectura del Requerimiento a las autoridades indígenas, que declaraba y establecía por efecto de ese acto unilateral su condición de vasallos de Castilla, o la esclavitud para los rebeldes; y la fundación de la ciudad. A comienzos de 1541, se repitió este acto al oeste del cerro Huelén, hoy Santa Lucía, con el nombramiento de vecinos, la asignación de solares, la constitución del Cabildo y la traza de la planta de la ciudad que se ubica sobre el emplazamiento del principal asentamiento inka del valle (De Ramón 17).

      Si este primer escenario supuso prácticas de negociación y dominio militar sobre las poblaciones indígenas –lo que redundó en inestabilidad, resistencia y levantamientos–, la consolidación de la gobernación fue también fruto de otras negociaciones: unas que se desarrollaron entre los propios miembros de la hueste, otras que involucraron a las autoridades del Perú, devenido virreinato desde 1544 y otras aún ante el Rey y el Consejo de Indias.

      A esta primera fundación, siguieron las de Valparaíso, La Serena, Concepción, las llamadas ciudades de arriba –La Imperial, Valdivia, Villarrica, Los Confines, luego Cañete y Osorno–, Castro y también Tucumán, Mendoza, San Juan y San Luis. No una sino diversas lógicas interrelacionadas movilizaban este despliegue fundacional. Entre ellas, destacamos el impulso hispano por tomar posesión de territorios que habían negociado con la corona portuguesa y el deseo de adelantados, gobernadores y otras autoridades americanas por materializar unas jurisdicciones que solo tenían existencia en el papel. A este grupo lo movilizaba el mandato regio y las prácticas instituidas para la identificación y explotación de metales preciosos y la organización de la población indígena americana en torno al trabajo, el tributo y el imperativo evangelizador. Igualmente importante era la red de obligaciones y derechos que ligaba a la Corona y a sus vasallos ibéricos en América y la expectativa de los integrantes de la hueste de obtener beneficios simbólicos y materiales derivados de su actuar en nombre del rey en estos territorios (ser declarado vecino, recibir un solar urbano, acceder a una encomienda o, más adelante en el tiempo, una merced de tierra). La articulación de bienes y personas tenía como horizonte general el envío de riquezas del llamado Nuevo Mundo a la metrópolis, lo que suponía que los asentamientos debían asimismo asegurar esta comunicación. En la intersección de estas fuerzas, la ciudad funciona como dispositivo, al ser expresión y vehículo del orden que debe regir el tejido social de la América colonial25.

      Con principios similares a los que sustentaban la ciudad, el Imperio hispano instauró los llamados pueblos de indios. Estas unidades socio-territoriales debían regular la vida de las poblaciones indígenas, articulando la organización espacial –en particular, la identificación de los límites de sus tierras para permitir la adjudicación de las llamadas tierras vacantes a los inmigrantes cristianos– con las políticas e instituciones

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