Historia crítica de la literatura chilena. Группа авторов

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de la sociedad colonial en estos territorios». ¿Qué pasa cuando se lee esta frase desde la pregunta por los actores que poblaron esos espacios que se fueron reorganizando y sus relaciones con la escritura?

      En un mundo mayoritariamente analfabeto, escribir fue un imperativo para los inmigrantes: un mandato que se iría formalizando para todos quienes asumieron posiciones de privilegio en la naciente estructura del Estado en América por efecto de la delegación del poder regio (veedores, jueces visitadores, pero también adelantados y gobernadores). Significaba la posibilidad de intervenir en el debate acerca de la naturaleza de las «Indias nuevas» y el lugar de sus habitantes en el ordenamiento del mundo, así como en el reparto de bienes simbólicos y materiales para todos aquellos que denunciaban el mal actuar de otros o dejaban registro de su condición de vasallos merecedores de recompensa. Escribir fue consustancial a los actos de gobierno, y por ello con la fundación de las ciudades y la organización del Imperio los escritos se acumulan y circulan, vinculando los territorios americanos entre sí y estos con los espacios metropolitanos. Al igual que en el resto de la Europa cristiano-occidental, el reinado del impreso –que se amplía y consolida– no desplaza la circulación de manuscritos. Se trata de objetos diferentes, con trayectorias diversas e impactos diferenciados, que organizan de manera intricada e inseparable la experiencia de la lectura y la escritura.

      Se puede reconocer, siguiendo a Góngora y Lockhart, que la hueste de conquista constituye el germen de la sociedad colonial en formación, al contener en ella las matrices de la organización social y la articulación institucional posterior. De ahí que se le considera una ciudad en movimiento: un capitán de conquista, portador del mandato y de la autoridad regia para la extensión del dominio hispano en los nuevos territorios; un grupo cercano a esta figura central, vinculado con él mediante redes de lealtad que se remontan ya sea a sus antecedentes ibéricos o a su experiencia americana, muchas veces llamados a ocupar posiciones claves en los procesos de institucionalización posterior; un grupo más amplio de mal llamados «soldados», que no son soldados de profesión sino inmigrantes de origen rural o urbano, hidalgos, artesanos, algunos incluso letrados, otros de oficio desconocido, que aspiran a convertirse en vecinos de un nuevo asentamiento, accediendo por esta vía a los beneficios materiales y simbólicos de la conquista; algunos esclavos de origen africano y un contingente de indígenas que acompañan a la hueste, procedente de los territorios desde los que se organiza la nueva expedición –un enorme contingente, incluyendo a importantes miembros de la élite cuzqueña, en el caso de Almagro; un contingente mucho menor y de menor relevancia política, en el caso de Valdivia– (Lokhart 1986).

      Los desplazamientos asociados a la hueste de conquista no se dieron de una vez y para siempre y no operaron en una única dirección. No solo porque Almagro abandonó el territorio de Chile, como es bien sabido, y pasó casi un lustro antes de que se iniciara la expedición que encabeza Valdivia, sino porque la secuencia de la invasión y la conquista militar se prolongó en toda América a lo largo del siglo XVI por medio de ciclos de inestabilidad y movilidad, con características específicas según los espacios. En el caso de Chile, se ha sugerido que hacia 1580 desaparecieron los últimos protagonistas de la empresa de Pedro de Valdivia, y con ellos, una cierta experiencia vivida (Góngora 1970).

      Pero esta inflexión no debe llevar a pensar en una clausura en el contacto y la circulación de personas entre los territorios de Chile y el resto de la América hispana, y más allá. Por el contrario, podemos reconocer un movimiento de migrantes asociados a los requerimientos de soldados de la Plaza de Arauco, al comercio del Pacífico, al aparato burocrático estatal, a las órdenes religiosas y la estructura de la Iglesia secular, sobre todo a sus altos cargos. Pero, además, resulta muy importante considerar a los inmigrantes forzosos provenientes del continente africano, principalmente esclavos y sus descendientes, esclavos y libres; así como los movimientos de las poblaciones indígenas, cuya condición arraigada a la tierra es un mandato legal, pero no una realidad absoluta.

      Encarnando el imaginario señorial, en lo alto de la pirámide social quedaron los encomenderos y sus descendientes y un grupo intermedio de beneficiarios de mercedes de tierra. Integraron también la élite los mercaderes dedicados al comercio con el Perú. Las actividades agrícola-ganaderas, mineras, la vida urbana y el comercio interior dieron cabida a sectores subordinados a los anteriores, donde negocian su inserción todos aquellos inmigrantes que no habían accedido a los principales beneficios del reparto de la conquista28.

      Como ha sido descrito para el conjunto del continente americano, las diferentes poblaciones indígenas, portadoras de formas diversas de reconocerse, organizarse y relacionarse con sociedades vecinas y con el espacio propio, fueron incorporadas al Imperio hispano como indios. El apelativo y las instituciones que lo perfilan –pueblo de indios, doctrina de indios, tributo, encomienda– crean un sujeto unitario, homogéneo, propio de América, llamado a ocupar un lugar subordinado en el orden mundializado de las relaciones coloniales (Quijano 201). La compleja trama de jerarquías, alianzas y antagonismos sociales de las sociedades indígenas queda reducida, desde el punto de vista de la autoridad colonial, a un esquema simple en el que se distinguen indios del común y caciques, palabra taína impuesta desde el Caribe al conjunto de las autoridades indígenas. Evidentemente, bajo estos esquemas unificadores operan negociaciones y adaptaciones, y el propio aparato colonial debe hacer espacio para la complejidad de las relaciones sociales.

      Al igual que en el resto de la América colonial, la muerte de la población indígena –su brutal disminución durante la primera centuria de dominio hispano– se originó no solo por la guerra y la explotación, sino también por efecto de las epidemias y, en un sentido amplio, por la desestructuración de la vida familiar, comunitaria y las prácticas económicas que provocaron los desplazamientos que impusieron la guerra y el régimen de trabajo colonial. Entre 1540 y 1650, hubo por lo menos 15 años de epidemias mortíferas en que desapareció el 75% de esta población, por lo que el periodo ha sido denominado como el del «desastre demográfico» (Mellafe 1986).

      Ciertas características propias del territorio de la gobernación deben, sin embargo, ser señaladas; características que guardan relación con las dinámicas sociopolíticas y espaciales ya consignadas.

      La guerra como hecho social total y, por lo mismo, como una de las dimensiones de la articulación social marca, evidentemente, el devenir histórico de las relaciones entre sociedades indígenas y sociedad colonial (Jara 1971)29. Esta marca supone instituir modalidades específicas de vinculación económica, religiosa, social y política entre quienes viven a un lado y el otro de la línea de frontera, que afectan también al conjunto del territorio colonial de Chile. La pervivencia de la encomienda en lo que puede denominarse una encomienda «de fronteras» –tanto en Chile central como en Chiloé– y la recreación de formas de esclavitud indígena a lo largo de los siglos XVI y XVII son, entre otros, resultado de estas dinámicas. Estas se expresan, evidentemente, en una escritura referida a Chile que está marcada por las cuestiones de guerra y la esclavitud indígena, dando un cariz particular al debate sobre la guerra justa. Escritos como los del conquistador Valdivia, Gerónimo de Vivar (c. 1500-1553), Alonso de Góngora Marmolejo (1523-1575), Alonso de Ercilla (1533-1594) y Pedro de Oña (1570-1643) no se entienden fuera de este contexto, que configura los relatos que dan cuenta del periodo y que han dado pie a las sucesivas reinterpretaciones sobre el Chile de esos años.

      Como efecto interpretativo de estos impactos, se ha tendido a reproducir la idea de una población indígena concentrada al sur de la frontera del Biobío, identificada por sus contemporáneos hispanos como araucanos, y de la constitución de un Chile tradicional marcado por el mestizaje y el vaciamiento de los pueblos de indios. En un horizonte aún más lejano, quedarían las poblaciones del extremo austral, con las cuales se tiene escaso contacto comercial o misional, mencionándoseles apenas como habitantes atemporales de tierras ignotas y salvajes.

      Nuevas miradas sobre estos problemas permiten reconocer la presencia y continua rearticulación de sujetos indígenas en los diferentes espacios locales y regionales identificados, siendo claves en este periodo las transformaciones

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