Historia crítica de la literatura chilena. Группа авторов

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entre la práctica del registro y la rotulación en documentos que se sustentan en esa necesidad de clasificar a una población desde las mezclas, tales como los empadronamientos, matrículas y censos42. La preocupación por los mestizos y el mestizaje es central en las discusiones y reflexiones respecto de la identidad americana y ha tenido diversas actualizaciones y modulaciones hasta hoy. Retomando y repensando la cita de Stolcke, habría que decir que la cuestión de la clasificación sociocultural fue un problema político e ideológico para el dominio colonial. La existencia de un género pictórico hoy conocido como cuadros de castas es otro de los registros que dan cuenta de la centralidad del problema, como también de la conciencia que se tenía de dicha particularidad: «En América nacen gentes diversas en color, costumbres, genios y lenguas» (ca. 1770)43. La práctica social de nombrar es colonial cuando es reescritura, a ello alude el gesto de rotular presente tanto en los cuadros de castas como en los registros parroquiales y censales, que funcionan como protocolos de escrituras sobre la diferencia (Araya 2014, Araya 2015).

      Las categorías de «calidad» y «condición» son conceptos que definen las lógicas de la clasificación social colonial (Anrup y Chávez 2005), en torno a los cuales se irá articulando la denominación de «plebe» a veces usado como sinónimo de calidad de casta, pero que desde fines del siglo XVII comienza a utilizarse en la documentación administrativa y judicial como condición del «común» en el sentido de vulgar, dentro de lo cual la condición de mezcla operaba como un signo negativo y peyorativo. En el siglo XVIII, el discurso sobre la plebe enfatiza la vulgaridad y rusticidad que caracterizaría a todos los sujetos de origen mezclado y sobre todo de padres desconocidos o con dificultad para trazar su origen, despojándolas de capacidades racionales e intelectuales y, por tanto, asociándolos al desorden y la indisciplina44.

      La posición subordinada de la población mayoritaria se sustentaba en estos discursos, que funcionaban como naturalización de su condición y de su lugar social de dependencia y de mano de obra de servicio, tanto por origen indio como africano. La presencia de población esclava fue un elemento determinante en los imaginarios sociales sobre las castas y la plebe. Dicha población, junto a la de origen indio, sufrió un proceso de negación en las narrativas del origen que se rearticulan en el siglo XVIII en torno a la pureza y la actualización de códigos señoriales y de reinvención de la «nobleza» de las élites locales, narrativas registradas en las llamadas probanzas de méritos y servicios para acceder a los cargos vendibles o en los relatos de las llamadas familias fundadoras. Los códigos específicos con que cada sociedad se piensa y se imagina juegan un rol relevante en las problemáticas coloniales, al punto de oscurecer los amplios espacios de negociación e intercambio, en los que destaca la heterogeneidad de identidades y estrategias de identificación. La revisión de los diversos espacios habitados, los bienes consumidos, el léxico y el habla corriente permite reconocer una realidad móvil y dinámica dentro de los márgenes de lo posible en la sociedad colonial. Las nuevas investigaciones despliegan esta diversidad frente a nuestros ojos al ampliar también el espectro de las preguntas y de las escrituras disponibles: indios urbanos, negros libres, mujeres encomenderas, esclavas y esclavos autoliberados, escribanos mestizos, indios mercaderes, entre otros.

       3.4. Consolidación de Santiago como capital

      Si bien hemos dicho que el siglo XVII todavía requiere de profundización respecto de los siglos XVI y XVIII, los estudios sobre este último pecan de vaguedad por un lado y sobreinterpretación por el otro. Tenemos una primera mitad difusa, de «recuperación», luego de un siglo de catástrofes sobre el cual hay poca investigación, para abrir paso a una segunda mitad del siglo XVIII, que se ha leído siempre en relación con los procesos de independencia. Para el caso chileno, habría que considerar, aunque sea de modo general, algunas particularidades. En primer lugar, que es en el siglo XVIII cuando se producen las grandes transformaciones de la estructura económica del reino que trajeron consigo cambios en el mundo rural, lo que produjo una diferenciación entre aquellas regiones más ricas, integradas a la producción de tipo cerealística, comercializadas y administrativamente más organizadas, y aquellas más pobres que coincidían con la zona fronteriza. La relación entre tierra y población va configurando las relaciones de poder internas, en torno a lo que Rolando Mellafe y René Salinas (1987) denominaron latifundio y poder rural en Chile. Se fue consolidando el valle central (entre La Serena y Colchagua) como el espacio con el cual se identifica a «Chile», pero también se dio paso a cierta imagen de estabilización de la guerra por configuración de relaciones comerciales o fronterizas45 y de una lectura sobre el fenómeno del mestizaje como sinónimo de sociedad nueva, de fusión entre los otrora grupos en guerra.

      Otra catástrofe, el terremoto de 1751, marca el inicio de la segunda mitad de la centuria. El gobierno de Domingo Ortiz de Rozas (1683-1756) implementa una nueva estrategia respecto al territorio mapuche, estableciendo relaciones fronterizas especialmente comerciales y estabilizando el territorio bajo dominio hispano en los bordes del río Biobío. Los temas de gobernabilidad se desplazan a la gran cuestión de la corrupción política, especialmente en el manejo de las finanzas y la llamada «política de poblaciones», tanto hacia Coquimbo como hacia el Maule, modelo de conquista por asentamientos urbanos, en el que la ciudad representaba un modelo civil y político: la vida en policía.

      Coincidente con este movimiento, podemos identificar lo que Armando de Ramón (2000), en su historia sobre la ciudad de Santiago, denomina como «un proceso de consolidación de la capitalidad» que se iniciaría por 1730, culminando hacia 1850. Santiago se configuró como un centro urbano, concentrando los servicios, ofreciendo expectativas de vida –aunque estas fuesen más ilusorias que reales– y generando una corriente de inmigración que derivó en un aumento de los habitantes de la ciudad entre los años 1750 y 1850. Lo anterior, a juicio del historiador, se observó principalmente «en el desplazamiento de los bordes urbanos, con lo cual estaremos verificando sólo la expansión de los arrabales, es decir la vecindad de los pobres [...] ya entonces era incesante la llegada de gente venida de las regiones rurales» (Santiago de Chile 175).

      Así, en la década de 1780, se hablaba de Santiago como de una ciudad populosa, emergiendo un claro discurso que resuena incluso hasta hoy: debía haber más preocupación por su limpieza y vigilancia; el aumento de la población iba de la mano con la inseguridad, pues «en la misma proporción estaban creciendo los homicidios, robos y otros delitos» (176). Esta opinión, que considera la ciudad cada vez más peligrosa por ser cada vez más populosa, se entroncaba también con el miedo a la plebe, discurso que continuó teniendo sustentadores, sobre todo en el famoso corregidor de Santiago Luis Manuel de Zañartu (1723-1782) (León 1998, Araya 1999, Azúa y Eltit 2012). Bajo su égida, se consolida un plan de obras públicas para Santiago capital que se desarrolló en el transcurso de dieciocho años (entre 1762 y 1780), y que comprendía la conducción del agua de la quebrada de San Ramón para el consumo de los habitantes, los nuevos tajamares del Mapocho, los refugios del camino de Uspallata y el puente de Calicanto.

       4. Tercera parte: la letra ciudad letrada resignificada desde Chile

      En Chile, al igual que en el resto del continente, la escritura alfabética llegó con la hueste de conquista y se asentó en la ciudad. Junto con los conquistadores y la letra viajó un conjunto de prácticas de registro y comunicación provenientes del viejo mundo cristiano occidental, las que se adaptaron a las nuevas circunstancias, desarrollándose de formas y con tiempos diversos.

      Aunque los tipos discursivos son numerosísimos, no son infinitos, ya que responden a maneras de hacer instituidas y aceptadas socialmente. Entre los que predominan en el Chile colonial, podemos mencionar la carta de relación, escrita para informar al rey de las acciones desplegadas en su nombre y pedir a cambio la retribución esperada; la historia y la crónica, para registrar hechos considerados notables, dignos de memoria, presentes o que constituían una cierta genealogía del presente; la descripción de la tierra y sus habitantes conforme a modelos que se irían afinando con

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