Historia crítica de la literatura chilena. Группа авторов

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contratos, conciertos, testamentos, inventarios, cuentas, mapas, comunicaciones epistolares y, de manera creciente, todos los actos de gobierno. Si ampliamos aún más la mirada, junto con estos escritos podemos incorporar otras modalidades fundamentales mediante las cuales se fijaron y comunicaron significados: la pintura mural y de caballete, la escultura, la vestimenta, los estandartes, las prácticas rituales y performativas asociadas a la toma de posesión, a la imposición del dominio concreto sobre el territorio y sus habitantes, y a la práctica religiosa, entre muchas otras. Estas otras formas de registro o comunicación no deben ser olvidadas, ya que guardan con la letra estrechos vínculos en su producción y, sobre todo, en su circulación y recepción.

      En torno al escrito quedan implicados, en un primer nivel, aquellos que integran el pequeño mundo de los conocedores de la lectura y la escritura. Sin embargo, la literacidad alfabética no es un estatuto unívoco, es decir, no todos quienes manejan la lecto-escritura lo hacen del mismo modo ni con la misma frecuencia, ni dominan tampoco todos los modelos y formatos de su despliegue histórico específico. Por el contrario, esta cercanía, habilidad o destreza se despliega en un amplio abanico de posibilidades. Allí están los letrados formados en las universidades, conocedores además de un corpus de saber normalizado que abarca disciplinas y autores; los escribanos, notarios y amanuenses que dominan –según su pericia y estatus al interior de la institución notarial– dimensiones diversas de los protocolos del registro comercial, testamentario, judicial, administrativo y, completan, copian y pasan en limpio los documentos legales; todos quienes han aprendido las primeras letras en las escuelas parroquiales, y que conservan diversos grados de familiaridad o cotidianidad con el registro escrito, sus autoridades y sus procedimientos; y también quienes únicamente han debido consignar una rúbrica o firma en un documento ocasional; o quienes pueden leer, porque la han memorizado, alguna consigna escrita en el muro de una iglesia. Sobre todo en las primeras décadas, se trata de habilidades adquiridas en las ciudades y pueblos de la península ibérica. Con el correr de los años, esta función se traslada mayoritariamente a las instituciones creadas en América.

      Pero en un segundo nivel, la letra afecta a todos quienes quedan incorporados a la sociedad colonial en construcción. Ciertamente, implica al gobernador en su relación con el virrey y la corona, al gobernador y sus lugartenientes, a los miembros de la Audiencia que tiene jurisdicción sobre el territorio, y a los cabildos y sus diversos integrantes en relación con todos los actos de gobierno. Pero también a quienes dejan consignada ante notario su voluntad o algún acuerdo entre particulares, lo hagan una vez en la vida o recurrentemente en relación con sus actividades comerciales o productivas; a los párrocos que registran bautismos, matrimonios, defunciones, pero también los bienes de la Iglesia; a todos quienes apelan a la justicia y dejan constancia de su súplica, petición o testimonio por medio de la escritura de otros; a quienes escriben cartas o guardan anotaciones sobre su quehacer económico o sus obligaciones fiscales; a quienes poseen, entre sus bienes, unos pocos o muchos libros impresos o registros manuscritos.

       4.1. Actores, espacios de enunciación y prácticas de escritura

      La posibilidad de la escritura está dada, en los siglos coloniales, no solo por el hecho específico de saber escribir o de saber leer en sí mismo –restringido principalmente a hombres en tanto práctica para lo público–, sino por las reglas de dicha escritura y la autorización para hacerlo tanto por mandatos específicos de informar, recopilar, registrar y recoger. Esta autorización tampoco funciona en el marco de una relación voluntaria y libre de comunicación, sino que se autoriza tanto desde instituciones sociales formalizadas en estructuras públicas reconocibles en la forma de cargos o funciones, como de instituciones que articulan las relaciones de poder jerárquicas y desiguales por definición en una sociedad de antiguo régimen: el rey autoriza al vasallo; la Real Audiencia escucha y transcribe la voz del indio, la mujer, el esclavo o el niño; y el confesor el de la mujer devota. El uso libre de la pluma no es una metáfora del uso de la escritura en relación a la articulación de un individuo moderno y una subjetividad de igual tenor, es la operación de reglas y protocolos específicos para decir. No obstante, la posesión de la tecnología de la escritura y el acceso a papeles y tiempos propios para ejercer autónomamente dicha práctica es parte de un proceso que desborda lo colonial, pero que requiere de una operación de desmontaje de lugares comunes asociados a la cultura de la letra para poder comprender cómo se producen transformaciones sustantivas en las relaciones de poder que autoriza el saber escribir y el acceso al repertorio de libros circulantes.

      Vale la pena preguntarse cómo inciden las ideas hasta ahora presentadas en la constitución social de ciertas autorías y el reconocimiento de ciertos tipos de textos. Una revisión general de este corpus –ampliamente desarrollado en este volumen– permite discernir un conjunto de figuras masculinas que se reconocen a sí mismos como españoles, nacidos en diversos rincones del Imperio hispano, una parte de cuya producción permaneció manuscrita46. Sin embargo, es necesario detenerse a pensar en esas figuras de autor, pues muchas veces bajo un nombre pueden reconocerse otras voces y otras manos que encargan, mandan, validan, censuran, copian, duplican, recortan, enuncian. Allí están el propio rey, las reglas de la escritura, también el confesor o provincial de orden, el editor o impresor, el secretario, el archivo: una red de instituciones, personas y papeles que hacen posibles los escritos que han llegado hasta nosotros. Sabemos, entonces, que las llamadas cartas de Valdivia son expresión de un scriptorium de la conquista, en el que intervienen diferentes tipos textuales y actores (Ferreccio 42, 47); que circularon versiones manuscritas de crónicas y relaciones, permitiendo diversos ejercicios de reapropiación en escritos posteriores, redactados en lugares distantes; que La Araucana, escrita siguiendo una codificación prestablecida, fue a su vez modelo para otras obras que recogieron sus temas y figuras; que la Histórica relación del Reino de Chile del padre Alonso de Ovalle (1603-1651), impresa en Roma en 1647, ha de entenderse como parte de la política de consolidación de la orden jesuita en un espacio mundializado; que los testamentos, aunque siguen las prescripciones del formato, incorporan en las cláusulas sagradas y profanas la voz de los testadores, mujeres, indios, negros libres, por citar solo algunos ejemplos47. También que las noticias de la tierra que presentan los funcionarios hispanos al rey son resultado del diálogo entre agentes coloniales y actores indígenas, un diálogo que, aunque asimétrico, permite indagar en la voz de los vencidos, quienes presentan, jerarquizan o invisibilizan sus propios conocimientos sobre su entorno mediante formas aún insuficientemente estudiadas.

      Se ha destacado la novedad que comportan los escritos americanos de carácter histórico-narrativo, pues conceden protagonismo a los actores de la conquista y a las particulares cualidades del territorio de las Indias y no solamente a la figura del rey.

      Para el caso chileno, resulta de gran relevancia la tradición épica iniciada por Alonso de Ercilla con La Araucana (Primera parte 1569), «el primer libro compuesto sobre Chile en un contexto en el cual la imagen fundamental y primera que se tenía de Chile es que constituía dentro del Imperio Español en las Indias una frontera y desconocida tierra de guerra» (Biotti 59)48.

      Las órdenes religiosas cumplen en este contexto una función fundamental. A la gobernación de Chile llegaron mercedarios, dominicos, franciscanos, agustinos y jesuitas, quienes erigieron templos en Santiago y en otros espacios urbanos y de frontera. Cumpliendo con sus reglas y el mandato regio, crearon escuelas, colegios y misiones para que asistieran niños y jóvenes. En Santiago, la Universidad Pontificia de Santo Tomás de la Orden de los Predicadores registra sus primeros graduados en 1631; allí se imparten las cátedras de teología dogmática, teología moral y artes y se otorgan los grados de bachiller, licenciado y maestro en artes, y doctor en Teología (Ramírez 107).

      En estas instituciones se forman los propios sacerdotes, aunque también miembros de la élite hispana, caciques o niños huérfanos, según el caso. Acá son particularmente importantes los conventos femeninos, pues aunque acogen un número acotado de religiosas en este periodo49, resultan de gran impacto cultural, visto porcentualmente respecto de las personas

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