Historia crítica de la literatura chilena. Группа авторов

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la elite» es elemento significativo en las guerras de independencia: «no se puede ignorar que el trasfondo del proceso histórico que tuvo lugar durante ese período fue teñido por el terror que inspiraban a los patricios la inmensa masa de hombres y mujeres de piel cobriza que desde el anonimato hacían sentir su presencia en la escena nacional» («Reclutas…» 251).

      A diferencia de los centros virreinales americanos, en el «Reino de Chile» (nombre usado tanto en impresos patriotas como realistas) la aparición de los impresos sin permisos previos fue una «explosión» ante la casi total ausencia de impresos locales en el siglo precedente56. En dicha centuria ya existía la convicción respecto a que los papeles periódicos permitían «fijar la opinión». En 1810, cuando en Chile ya se sabía de la deposición del último representante del rey –Bernardo García Carrasco–, uno de los líderes patriotas, Bernardo O’Higgins, escribía a sus amigos ingleses para conseguir una imprenta y un tipógrafo «advirtiendo que no era fácil conducir la opinión, y que la palabra por muy enfervorizada y constante no era capaz de reducir la terquedad de tantos» (Villar 11). Juan Egaña, destacado intelectual de la llamada Patria Nueva, le pidió al presidente de la Primera Junta de Gobierno, don Mateo de Toro y Zambrano, que «convendría en las críticas circunstancias del día costear una imprenta, aunque sea del fondo más sagrado, para uniformar a la opinión pública a los principios del Gobierno» (11). A fines de 1811, bajo el gobierno de José Miguel Carrera, llegó la primera imprenta manejada por tipógrafos norteamericanos.

      Nuestro primer periódico –La Aurora de Chile, que inició sus actividades el 13 de febrero de 1812– fue el único de «opinión» del periodo; opinión que en realidad era la de su fundador, Camilo Henríquez. La audacia de sus planteamientos causó temores entre sus propios partidarios, los que trataron de controlar la publicación creando un reglamento de imprenta libre en agosto de 1812. Henríquez por supuesto lo ignoró y replicó publicando un discurso de Milton –de su propia traducción– sobre la libertad de prensa (Villar 14). Mantuvo esta postura hasta el último número de La Aurora, de 1º de abril de 1813. A los cinco días, también bajo su dirección, apareció El Monitor Araucano, al cual se le impuso ser el órgano difusor del gobierno: resoluciones, estado del erario y noticias de importancia.

      La libertad de imprenta fue un paso de suma importancia para la constitución de un espacio público político, porque supuso no solo el comienzo de la abierta crítica a la monarquía y los valores de una «sociedad tradicional», sino que también–como señala Renán Silva– modificó radicalmente la:

      esfera de la comunicación, tal como la había conocido la sociedad colonial […] es decir que no se trataba ya de informar para que se cumpliera (la orden del soberano) sino de someter a debate racional para tratar de conseguir el apoyo de las mayorías y asegurar la representación legítima de la sociedad, tal como se postula en el modelo liberal de sociedades democráticas, con todo lo que ese modelo pueda tener de ‘representación imaginaria de la sociedad’ (46).

      En el «modelo chileno» se hizo tempranamente una asociación entre la imprenta y la «fijación» de la opinión pública: se concebía más para uniformar que para generar debates. Incluso la imprenta como máquina, simbólicamente, ocupó el lugar de las prácticas mismas, como si su sola presencia las instalara, al menos así lo expresa el propio Henríquez:

      Está ya en nuestro poder, el grande, el precioso instrumento de la ilustración universal, la Imprenta. Los sanos principios del conocimiento de nuestros eternos derechos, las verdades sólidas, y útiles van a difundirse entre las clases del Estado. Todos sus Pueblos van a consolarse con la frecuente noticia de las providencias paternales, y de las miras liberales, y Patrióticas de un Gobierno benéfico, pródigo, infatigable, y regenerador. La pureza y la justicia de sus intenciones, la invariable firmeza de su generosa resolución llegará, sin desfigurarse por la calumnia hasta las extremidades de la tierra. Empezará a desaparecer, nuestra nulidad política: se irá sintiendo nuestra existencia civil, y las maravillas de nuestra regeneración. La voz de la razón, y de la verdad se oirán entre nosotros después del triste, é insufrible silencio de siglos (Aurora de Chile 1812).

      Ahora bien, respecto a los impresos volantes, en general se ha señalado que cumplieron la misma función que los papeles periódicos, esto es, un lenguaje «para el debate, para la discusión pública, producidos en función de proyectos políticos […]

      y que buscaban afectar y movilizar, según la lógica particular del impreso revolucionario» (Silva 48). Aún más cortos y no solo rodantes, sino que volantes de mano en mano, estos papeles fueron un arma poderosa para direccionar la opinión pública en situación de guerra, especialmente si se considera que eran leídos colectivamente al igual que la prensa periódica. El material al que nos referimos proviene de una colección poco estudiada57 que reúne diversos impresos, como convocatorias a elecciones58, normas, reglamentos y formularios que nos muestran la estrecha relación entre la imprenta y la organización del Estado59. Las proclamas, bandos y relaciones eran usualmente una o dos hojas sueltas de pequeño formato o folletos de no más de 20 páginas de entre 10 x 20 cm60; fáciles de distribuir, baratos y rápidos de producir, cómodos de sostener y leer, estas características permiten adscribirlos a una forma de comunicación muy común hoy, usada normalmente para distribuir información en forma masiva y para una audiencia general: el panfleto. Su objetivo –además de informar de la «actualidad»– es conseguir el apoyo de las mayorías y asegurar la representación legítima de la sociedad. En contraposición a los valores políticos del antiguo Régimen –la concordia y la ausencia de conflicto61–, la agresividad del panfleto –en forma de opúsculo difamatorio o de arenga militar– es un rasgo de modernidad: la instalación de la guerra en el lenguaje de lo político o el hacer de la guerra una forma política moderna.

      Estas formas impresas, consideradas como panfletos, permitirían pensar en la conformación de un espacio público moderno desde estrategias de comunicación «coloniales» que apelaban a la «multitud». Algunos de estos impresos se titulan «proclamas», declaraciones solemnes que debían ser publicadas en alta voz para que llegase la noticia a todos y que serían una nueva modalidad de «bandos». Una diferencia entre estos y las nuevas proclamas es que ellas recurrían a las estrategias discursivas de las arengas, por lo que debemos entender que su fin era enardecer los ánimos. Este tono de arenga estaba marcado por el uso recurrente de signos gráficos de exclamación, los que muchas veces inauguran el texto. En Chile, agreguemos, arenga también significa pendencia y disputa. Las proclamas tienen por sello dar voces a una multitud en un lenguaje que, si bien solemne, transmite señales inequívocas de afecto y pasión, un género adecuado para mover los ánimos en un ambiente revolucionario. La declamación también impregna los textos, género oral que apela a la acción e instala la ficción del presente que el ánimo revolucionario reclama: cambiante, rápidamente cambiante. Opera en ellos un imaginario del tiempo como un presente móvil, que permite que «lo colonial» se articule como un referente que se observa como estanco y del cual se toma distancia.

      El llamado a reconocerse como hermanos por compartir el lugar de nacimiento encarna en el término «paysano»: los de un mismo «Pays». La defensa de ese terruño se traduce como honor en defensa de lo propio, lo que alimenta la noción de Patria. Una proclama del gobierno de mayo de 1813 llamando a repeler a las fuerzas españolas provenientes del Perú, se dirige a los «paisanos y compañeros»:

      La vida, el honor, los intereses del precioso suelo en que nacisteis están en vuestras manos. Su libertad, su seguridad, su dominio penden de nuestro brazo. ¿Sufriréis que un pequeño y forzado montón de soldados mercenarios del Virrey de Lima vengan a ocupar serenamente al opulento Reino de Chile, y burlarse de nuestra energía? ¡Infelices piratas! Ellos conocerán muy en breve su temerario arrojo, y que la espada en mano de un Chileno no es menos honrada que en la de los Valientes de Buenos Aires nuestros hermanos […] volveremos cubiertos de gloria al seno de nuestros compatriotas a recibir las aclamaciones de los pueblos, el premio de nuestro

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