Primera luz. Charles Baxter
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El 1 de julio, Hugh está sentado con los pies sobre la mesa en su cubículo de vidrio de Bruckner Buick, poniendo a prueba las frases que podría utilizar al día siguiente o el jueves, cuando lleguen Dorsey y su marido. Mide esas frases por la gravedad específica de su estupidez. «Dorsey… cuánto me alegro de verte… ¿qué tal el viaje…? Simon… tienes buen aspecto… estás… como eres». Cada palabra que se le ocurre, cada frase de buena voluntad y de bienvenida, le parece sosa y bobalicona. Aunque la llegada de Dorsey y Simon es inminente, Hugh no sabe con exactitud cuándo va a ser, porque el par se niega a viajar por autopistas, a pedir indicaciones y a usar mapas. «Simon… qué agradable…». Enunciar frases de esta manera le hace pensar en su cuñado, el actor, el hombre de plástico, el experto en observaciones ingeniosas y cortantes. Con Simon no te das cuenta de que estás sangrando hasta dos o tres minutos después. Te encuentras en la escalera o en el baño y de repente comprendes cómo te ha menospreciado… Y ahí estás, sufriendo una hemorragia de orgullo y confianza en ti mismo, aleccionado una vez más.
«¿Cómo te ha ido, Dorsey? ¿Qué tal…?».
«Bienvenida a casa, Dorsey».
«Bien, bien».
Palabra a palabra las frases se encogen hasta quedar en nada. Hugh teme la llegada de Dorsey y Simon. Es un temor irracional: se siente más fuerte, más grande y más hombre que su cuñado. Si a Simon pudiera pegarle, golpearlo sin más, se sentiría bien. Pero aquí está, practicando su papel, él mismo convertido en actor. «Dorsey». Mira la carretera a través del ventanal. «Dorsey», repite, mientras contempla las vaharadas de calor que despide el asfalto. «Vamos a comprar fuegos artificiales».
Al otro lado de los siete grandes ventanales de vidrio de Bruckner Buick, el sol del mediodía veraniego hace que los transeúntes, agobiados y sudorosos, se apuren a buscar la sombra. No es día para comprar coches, ni para venderlos. En primer lugar, los autos exhibidos se han calentado al sol, la pegajosidad de los volantes es molesta y no es posible enfriarlos conectando el aire acondicionado unos momentos antes de que el cliente suba. Con este calor, el funcionamiento de los motores puede ser errático y hay que aumentar tanto la velocidad de los ventiladores que el cliente no puede oír al vendedor.
Aunque la sala de exposición es fresca y la hermosa música que ha elegido el director de ventas satura la atmósfera de una almibarada pieza para orquesta de cuerdas, Hugh y su compañero, Larry Hammerman, no tienen clientes. No hay nada que mirar ni que escuchar excepto la música insípida o la voz metódicamente serena de Larry cuando hace una llamada de seguimiento a un posible cliente, un profesor de biología de secundaria, un tal señor Peterfreund, que ha puesto los ojos en un Electra que probablemente no se puede permitir.
Mientras piensa en Dorsey y su marido actor, Hugh mira a su alrededor en el despacho abierto por un lado —la placa de símil metal con su nombre, sus galardones como vendedor enmarcados y colgados de ganchos en la pared, su fichero de direcciones y el libro inventario a la derecha de la decorativa carpeta con secante de Bruckner Buick, las fotos de Laurie, Tina y Amy al lado de la mesa, donde tanto él como sus desconfiados clientes pueden verlas— y contempla la carretera que reluce ese día cálido y sin viento, en que ni siquiera ondean las banderolas de la sección de coches usados. Prueba con una frase: «Cuánto hace que no nos veíamos, Dorsey». Espera un momento. «¿En qué estás trabajando? ¿Eres feliz? ¿Va todo bien?».
Las preguntas se desprenden de su mente como piedras, piedras que caen a un estanque y no producen ondas. Quien domina las frases acertadas es Simon. Las memoriza. Ese es su trabajo. El miembro de la familia que últimamente Hugh siente más cercano es su sobrino, Noah, que nunca dice nada, excepto con las manos. Sentado en su cubículo, tomando su café frío, Hugh experimenta el repentino impulso de aprender el lenguaje de señas norteamericano o el método inglés de signos, como sea. Sería más expresivo con las manos de lo que jamás he sido con la voz, reflexiona. Abre el cajón de su escritorio y saca una carta, cuyo papel se ha ablandado de tanto tocarlo. La carta está dirigida a Hugh y escrita con caligrafía infantil. Se la ha enviado Noah, por su cuenta. Hugh lo sabe porque el sello del sobre está al revés, un error que Dorsey es incapaz de cometer. Aunque se la sabe de memoria, Hugh lee la carta de todos modos.
Querido Tío Hugh:
Pronto nos veremos. Vamos a ir en coche y estaremos en tu casa. Espero con ilusión ver a mis primas, pero también estoy deseando verte. Te extraño.
Voy a llevarte un regalo.
Te quiere,
Noah
Hugh se guarda la carta en el bolsillo y va a la sala de exposición. Como de costumbre tiene el profundo convencimiento de lo útiles que son los coches. Antídotos de la vida tal como es. A Hugh le encantan los Buicks. Los quiere casi tanto como a su familia, casi tanto como a las mujeres. Sin embargo, uno no puede pasarse el día entero con mujeres. Hugh considera que la atracción que siente por las mujeres, el amor que siente por ellas, es un defecto de carácter. Los hombres resueltos no se obsesionan con las mujeres. Van a lo suyo. Distraído, da unas palmaditas al Skylark gris oscuro, en el paragolpes, por encima de la rueda delantera izquierda. El acero y la cera no dan sensación de piel, pero sí cierta aproximación, un condón metálico de potente erotismo.
Al contrario que ciertos vendedores, Hugh no considera que el cliente sea su víctima. Para él, cualquier hombre o mujer que entra en Bruckner Buick está buscando pareja y, por lo tanto, como vendedor su papel es el de casamentero. Specials y Skylarks para los jóvenes; Skyhawks para los matrimonios; Electras, Somersets, Regals y LeSabres para las personas de probado éxito. El cliente es la novia, el coche es el novio. Un cliente desdichado solo puede culpar al casamentero.
Al otro lado de la ruta 63, Hugh ve las banderolas inmóviles y los coches calientes como sartenes alineadas en el solar de Pentel Ford. El concesionario Ford le produce una ligera molestia física. Siente un interés antropológico por otros coches; son una competencia vana y absurda. Contempla los avisos comerciales y los folletos de la competencia a la vez fascinado y alicaído. Detesta a Lee Iacocca, se había hecho ilusiones con la bancarrota de Chrysler. Los demás automóviles son un error, el resultado de una sociedad entregada al libre albedrío.
Gracias a su radar de vendedor, Hugh sabe que Larry Hammerman ha finalizado la llamada al señor Peterfreund y que el profesor de biología se ha amedrentado. (Hugh sabe que era un coche inadecuado para él; el Electra era demasiado auto para ese hombre a quien, sin la menor duda, le cuadra un Skyhawk). Larry, encorvado sobre la mesa en su cubículo, examina la lista de nombres para hacer llamadas de seguimiento. En una población como Five Oaks nunca hay demasiadas personas a quienes llamar y, poco después, Larry suspira, maldice entre dientes y se pasa la mano derecha —a la que le falta medio índice (un accidente con la podadora en verano)— por ese rasgo tan acusado de su fisonomía que es la espesa cabellera. Larry tiene la piel rosada, el pelo de una tonalidad marrón óxido, y cuando se siente frustrado la pasión que anida en su pecho se extiende por el cuello y se hace visible en la frente. Su rostro adquiere un arrebol brillante y desolado.
Larry está atravesando una época de dificultades económicas. Su mujer, Stella Hammerman, es bellísima, pero le apasiona gastar dinero en muebles y ropa, y con la aprobación de Larry ha comprado hace poco una embarcación de fibra de vidrio de seis metros de eslora y motor de treinta y cinco caballos de fuerza.