Primera luz. Charles Baxter
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—Tal vez.
—¿Quiere ir a pescar algún día este verano?
Hugh mira al sacerdote. Astuto.
—Gracias, pero probablemente no.
—Bueno, si quiere llámeme.
—Lo haré. —Hugh sonríe—. Ahora déjeme conjeturar a mí.
—¿Conjeturar? ¿Sobre qué?
—Déjeme conjeturar sobre su vida. Usted lo hizo con la mía. No hay razón para que yo no haga lo mismo.
El padre Duquesne se lleva la mano al cuero cabelludo, se da unos golpecitos en la zona calva que ha cubierto extendiendo el cabello desde un lado y mira por una de las ventanas emplomadas el tráfico que pasa en oleadas distorsionadas a través del vidrio grueso e irregular.
Se encoge de hombros.
—De acuerdo.
—A ver qué me dice de esto. Probablemente su padre fuera campesino y su madre camarera cuando se conocieron. O bien él era granjero y ella vivía en el pueblo, leía libros y se conocieron en una clase del colegio. Uno de los dos era tosco, el otro no. —Tiene ímpetu, energía, sabe que puede ir tan lejos como quiera y, aun así, el sacerdote aceptará lo que diga—. Su padre fue quien le enseñó a pescar y era su madre quien generalmente iba a la iglesia. Era a ella a quien quería de verdad.
El sacerdote se queda boquiabierto. Hugh no sabe si es debido a la sorpresa, el enojo o cierta curiosidad divertida, pero, de cualquier manera, está decidido a seguir.
—Usted era el inteligente de la familia —dice—, el brillante, el hijo en quien pusieron sus modestas esperanzas. Mayor, menor, en una familia católica eso no importa. Su madre lavaba los platos y siempre que usted estaba en casa ella decía sin volverse: ¿Dónde está el mejor de mis hijos? Y usted respondía: Aquí estoy. El mejor de los hijos está aquí. Sus hermanos y su hermana le pedían que los ayudara a hacer los deberes. Usted siempre estaba estudiando. —Hugh oye todo esto, como si se lo dictaran—. No salía mucho. Todos eran peores que usted. Siempre se metían en líos, pero usted no. Usted no formaba parte de ningún equipo y…
—No —lo interrumpe el padre Duquesne—. Eso no es cierto. Jugaba al básquetbol.
—De acuerdo. —asiente Hugh—. Hay un aro y un tablero fijados en el techo del garaje. En cualquier caso, usted fue el primero de la familia que llegó a la universidad. Tomó distintos cursos, pero sobre todo los de psicología, a fin de poder comprender por qué había llegado a ser así, tan poco corriente. Le gustaban las chicas, pero no tanto como para no poder prescindir de ellas. No se quedaba despierto por la noche pensando en ellas, como les ocurría a sus amigos. Después de graduarse, tomó los hábitos. Toda su extensa familia, todos sus primos asistieron a su… ¿cuál es la palabra?
—Ordenación.
—Eso es. Ordenación.
Hugh se detiene. Ha ido demasiado lejos. La cara del sacerdote ha enrojecido —en el fondo funciona la alquimia facial— pero ahora Hugh ve que el color aparecido en manchas variopintas, allí donde el acné ha dejado cicatrices que hacen pensar en un mapa estelar, refleja humor y regocijo. El sacerdote se está riendo. La risa surge impetuosa desde el estómago. Pone la mano en el alféizar de la ventana para apoyarse un momento. Tose dos veces. Busca a tientas un pañuelo en el bolsillo de la sotana. Se limpia la boca.
—Sí que tiene el don —dice.
—¿He acertado?
—En parte —dice el sacerdote—. Algo de lo que me ha dicho es cierto, no le diré qué. Pero hay una última cosa que me gustaría saber. ¿Dónde ha aprendido a hacer eso?
—Lo aprendí de mi madre. En mi familia abundan los videntes fracasados. Y soy vendedor. —Le tiende la mano y el cura se la estrecha—. Gracias por dedicarme su tiempo, padre.
Hugh gira sobre sus talones y, aspirando por última vez el aroma a madera de pino, se dirige a la puerta cuando el sacerdote le dice:
—¿Seguro que no quiere ir de pesca uno de estos días?
—Lo llamaré —responde Hugh, sin volverse. Luego, cediendo a un impulso, sí se vuelve para echarle una última mirada al sacerdote—. No vaya a bendecirme —dice—. No rece por mí.
Hugh cree oír que el cura replica «no lo haré», pero a lo mejor solo es su imaginación, porque ya está a medio camino del coche, que irradia oleadas de calor bajo el sol veraniego. Al abrir la puerta mira la iglesia y ve al padre Duquesne en la ventana trasera, mirándolo a su vez, con la cara reticulada y coloreada por los segmentos de vidrio repartido. El sacerdote sonríe y agita la mano que, atravesada por los marcos del vidrio, parece quebrada y espasmódica, como vista en una película empalmada una y otra vez que ha sido pasada demasiado a menudo por el proyector.
Conduce a lo largo de treinta kilómetros desde Five Oaks en dirección sur por la autopista interestatal, hasta que se desvía por una salida a la altura de un Holiday Inn. Es al comienzo de la tarde. Toma una habitación simple, da la vuelta con el coche hasta la puerta de acceso y entra. Enciende el aire acondicionado. Se quita los zapatos, se tiende en la cama y yace durante casi media hora. Le encantan las habitaciones de motel, siempre le han gustado. Contempla el papel de la pared, con el dibujo de un canal veneciano, sin que falte la góndola ni el gondolero, en burdo y rudimentario estilo impresionista. Marca un número, no obtiene respuesta y marca otro. Al cabo de una hora oye golpes en la puerta. Se levanta de la cama, abre y franquea la entrada en la habitación a una mujer alta, de aspecto discreto y muy elegante. Una vez adentro, se besan. Ella lleva una pequeña bolsa de papel madera, de la cual saca una botella de vino rosado. Brindan con los vasos del baño, se desvisten y se meten en la cama.
Los dos permanecen unas horas en la habitación. Hablan, hacen el amor, hablan un rato más, dormitan. Cuando Hugh despierta de uno de esos breves episodios de sueño, mira a la amante, la mujer de pelo y ojos castaños tendida a su lado. Está mirando la televisión, una película de gánsteres en blanco y negro. Mantiene el sonido bajo para no molestar a Hugh. Mientras mira la película despide partículas cargadas de satisfacción femenina, que Hugh nota en los hombros. Cuando pone la mano sobre la delgada y delicada cintura de la mujer, cruza por su mente la imagen del joven sacerdote, el padre Duquesne, saludándolo detrás de la ventana de vidrio repartido. Un saludo, se dice; no una bendición.
Está aturdido, un poco trastornado. La sensación es similar a la del desfallecimiento que experimentó en la sala de exposición esa misma mañana.
Durante toda su vida ha querido ser un hombre bueno, un soldado del ejército de la ternura. Sin embargo, aquí está, en esa habitación de motel patéticamente aterciopelada. Quienes dictaminan cómo ha de ser un hombre bueno desaprueban semejante conducta. Ellos mismos se han adjudicado autoridad para juzgar; igual que los gánsteres de la película en blanco y negro, también ellos salen en televisión. Para pasar las largas horas del día, Hugh necesita ayuda y el amor, sea cual fuere su origen, ayuda a pasar el tiempo. Cree en el amor, en dar tanto amor como tiene, como puede encontrar. Pero debe de haber algo equivocado en las formas de su afecto. Mientras contempla el cabello enrulado de su amante, piensa en cómo se aleja la gente de lo que él les ofrece. No lo necesitan. Pero Noah, su sobrino Noah, no lo hace. Hugh se recuerda a sí mismo que debe comprarle un regalo a Noah para dárselo cuando