Primera luz. Charles Baxter

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Primera luz - Charles  Baxter

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y televisión Knapp y luego lo que se denomina el centro de Five Oaks. Las pocas personas que deambulan por la vereda del distrito comercial —a la mayoría de las cuales Hugh conoce— se ven patéticamente arrugadas y lánguidas. Ve a la señora Castlehoff, la esposa del farmacéutico, que tiene el pelo rojizo como fuego de turba y una cara que evoca la hambruna irlandesa de la papa, con una voluminosa bolsa de papel madera. Tiene el pelo apelmazado y en la cara de ave expresión de alarma reprimida. ¿Por el hecho de que la vean en la calle con una bolsa llena de abultados y sospechosos artículos personales? ¿O alarma por el calor que hace? ¿O alarma, sin más? Hugh sonríe, la saluda moviendo la mano y, aunque ella lo ve y responde al saludo con un leve e irritado movimiento de la cabeza bañada por el sol, no agita la mano a su vez. Aprieta la bolsa contra el pecho y se apura a meterse en el coche, un Escort al que le quedan dos años largos de vida.

      Hugh frena bruscamente en el cruce de Lake Street y Cross, donde está uno de los semáforos colgantes de Five Oaks. Mientras espera, cierra los ojos e imagina la escena: Bacon Drug a la derecha, la tienda Quik-’n’-Ezy a la izquierda, sumergidas bajo las aguas que han dejado los glaciares derretidos. Piensa en enormes peces pleistocénicos nadando por la calle principal y en conchas de almejas depositadas a la entrada de la zapatería.

      En el otro lado de la ciudad, cerca del parque, oye un tañido retumbante y al principio cree que el clamor se origina en su cabeza, el zumbido vibrante del oído medio. Se lleva la mano al cuello para examinar las pulsaciones. Pero no, al avanzar por la calle se da cuenta de que son campanas que repican, si eso es lo que hacen, en la iglesia católica de Saint Luke. Son los repiques de campana más fuertes, y en cierto modo más nítidos, que ha oído jamás. Hugh, que no es católico, solo ha entrado en esa iglesia para asistir a bautismos, bodas y funerales. Por eso el templo tiene para él un aura de crisis, de chillidos, besos y sollozos. Es una iglesia pequeña y el interior huele a pino blanco y barniz. No hay ningún coche estacionado afuera y las campanas repican sin razón alguna. Hugh tiene la frente húmeda de sudor y ningún lugar adonde ir. Estaciona y sube apurado los escalones de la iglesia.

      La idea de que no haya nadie dentro le resulta agradable. Quiere oler el interior de Saint Luke, sobre todo la vieja y gruesa madera resinosa. En cuanto cruza las pesadas puertas y entra en el vestíbulo, aspira hondo y mira el altar cubierto por el paño blanco. El vitral circular en lo alto deja pasar densos rayos de luz solar coloreada, que tiñe el polvo del aire. La sensación es de pureza. Ahí de pie, Hugh piensa: virginidad.

      Por una puerta del fondo en la que Hugh no ha reparado, sale un sacerdote, un joven a quien no conoce. Aunque Hugh no va a ninguna iglesia, sabe que el párroco de esta es el padre Yaeger, y el sacerdote que acaba de salir no es él. Camina rápido, pero disminuye el paso en cuanto ve a Hugh. Sonríe, sobresaltado, y Hugh observa sus grandes manos de dedos gruesos, en contraste con el rostro dócil y delicado del joven. El padre campesino, la madre camarera, piensa Hugh.

      —Hola —dice el cura—. Bienvenido. Debe de haber oído las campanas.

      —Sería difícil no oírlas —dice Hugh.

      —Acabo de encenderlas —le informa el sacerdote, enfatizando la frase con el gesto de pulsar un interruptor—. ¿Cree que son demasiado ruidosas? —Parece sumirse en una reflexión superficial—. Porque en realidad no son campanas. Son, bueno, quiero decir que sí, son campanas, pero están grabadas. Es una cinta. Tenemos un nuevo amplificador en dos fases y un sistema de altavoces, Mackintosh y Micro-Acoustic. —Señala el techo un instante—. Suena muy bien, ¿no le parece?

      —Muy bonito.

      Hugh observa cicatrices en la cara del joven.

      —El año pasado hicimos una colecta para la instalación. Nuestras viejas campanas no eran sólidas, se desplomaban y se resquebrajaban… bueno, estoy seguro de que no desea escuchar esta cháchara de iglesia. Soy el padre Albert Duquesne.

      Le tiende la mano y Hugh se la estrecha.

      —Yo… —Hugh acaricia la idea de darle un alias al cura, pero no se le ocurre uno con suficiente rapidez—, soy Hugh Welch.

      —¿Qué puedo hacer por usted?

      —La verdad es que nada —dice Hugh—. En el coche me sentí mareado del calor, en ese momento oí las campanadas y entré a refrescarme un rato.

      —¿Quiere un poco de agua? —El sacerdote no espera a que Hugh responda. Aparece al cabo de un minuto con un vasito de papel—. Tome.

      El agua no está fría, pero Hugh la bebe de todos modos. Debe venir de un mal pozo: sabe a hierro.

      —No está fría, ¿verdad? —dice el sacerdote, tratando de reír—. Es del grifo que hay en el sótano, pero por lo menos es agua limpia.

      —Gracias.

      Hugh le devuelve el vaso.

      El joven lo arruga, mira alrededor en busca de un lugar donde tirarlo, mira de nuevo a Hugh y se lo queda en la mano.

      —¿Lo hemos… lo hemos visto aquí antes?

      —No, no soy católico. Vivo cerca de aquí y he estado en esta iglesia varias veces, pero no soy practicante.

      El sacerdote asiente y se limpia la otra mano con la sotana.

      —Pero aquí está de todos modos. Un accidente de… supongo que deberíamos decir del destino. —Exhibe una sonrisa privada—. Discúlpeme un momento. Debo apagar esas campanas. —Sale apurado y de repente cesa el sonido de las campanas, sin reverberaciones ni eco. La atmósfera retiene su bolsa de silencio y el sacerdote regresa precipitadamente—. Es probable que la gente haya pensado que se trataba de una boda, supongo. Solo que es demasiado temprano. A la gente no le gusta casarse antes del mediodía. Podrían hacerlo, pero no lo hacen. No, quien haya pasado en coche por ahí delante habrá creído que había un funeral. Cualquier hora es buena para un funeral. ¿Por qué será? Debería reflexionar sobre el tema.

      Hugh observa que de alguna manera se ha librado del vaso de papel.

      —Mi mujer y yo nos casamos por la mañana —comenta Hugh—. Alrededor de las diez. No recuerdo por qué razón.

      —Eso no es corriente —dice el sacerdote—. Casi que no le creo. ¿En una iglesia? Oh, no. Ha dicho que no es practicante. —Se rasca con intensidad el cuero cabelludo. Ve que Hugh lo observa y le explica—: Una picadura de nigua. Hace un par de días fui a pescar y olvidé ponerme sombrero.

      —Esas picaduras pueden ser muy molestas —dice Hugh, fingiendo solidaridad—. No, no nos casamos en una iglesia. Lo hizo Harold, el primo de mi mujer, que es pastor presbiteriano. Pero aquella tarde tenía que ir a otra parte. A un partido de fútbol, creo. Era sábado. Vino a casa, nos casó, tomamos una copa de champaña y eso fue todo. Tenía que optar entre Harold o la municipalidad y no quería que nos casara un escribano.

      —El escribano no está facultado. Lo hace un juez.

      —El escribano municipal puede casar. Dispone de facultades.

      —No, no las tiene —insiste el sacerdote—. Estoy bastante seguro. Al fin y al cabo, no es más que un administrativo. —Mira a Hugh con expresión de incertidumbre—. Bueno, ¿quiere que le muestre el templo? ¿Dispone de unos minutos?

      Le muestra a Hugh la pila de agua bendita y luego lo precede a lo largo de las hileras de bancos hasta el altar. Se arrodilla, señala detalles del vitral y le resume la historia de la iglesia

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