Primera luz. Charles Baxter

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Primera luz - Charles  Baxter

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dijeron que fue un luterano —dice el sacerdote y se ríe por formulismo—. ¿Dice usted que vive aquí, en Five Oaks?

      —Casi toda mi vida —responde Hugh.

      Mira hacia el fondo, al lado sudoeste de la iglesia.

      —Yo soy nuevo aquí. Soy el ayudante del párroco. ¿Pesca?

      —A veces —dice Hugh. Decide hacerle un favor al cura e indicarle un buen lugar de pesca, pero no el mejor de los que conoce—. Pruebe en el lado sur del lago Silver, sobre todo por la tarde, cuando la sombra de los álamos cubre el agua. Cerca de la residencia de verano de Bill Martin, un poco más allá de su embarcadero. Tiene que evitar que el señuelo se enrede con las hojas flotantes de los lirios de agua. Si va, es probable que consiga buenas percas. Así de grandes. —Indica el tamaño con las manos.

      El sacerdote asiente.

      —Lo recordaré. Muchas gracias.

      Hugh asiente a su vez.

      Tras otro silencio, el sacerdote también mira hacia el fondo de la iglesia, como si allí hubiera algo, y, en voz queda, dice:

      —Bueno, ¿en qué puedo serle útil?

      Hugh señala algo junto a la pared.

      —¿Qué es eso?

      —Los confesionarios.

      —¿Escucha confesiones?

      —Sí, claro.

      El sacerdote empieza a caminar en dirección a la puerta trasera. Con los dedos hace un rápido gesto de intranquilidad detrás de la sotana.

      —Es muy joven.

      —Sí, eso es lo que dice la gente. Sé que parezco un muchacho. Pero la verdad es que la edad de un hombre importa poco. El hombre no es más que un instrumento. El sacerdote es un intermediario.

      —¿Se siente mejor la gente después de confesarse? —pregunta Hugh detrás del sacerdote.

      —Se sienten mejor porque están mejor.

      —Jamás le he confesado nada a nadie en mi vida —dice Hugh—. No lo he hecho desde sexto grado. No creo que pudiera. No parece muy…

      Se detiene en el centro del pasillo, tratando de dar con la palabra, mientras el sudor se le desliza por los costados del pecho. El sacerdote se vuelve y lo mira con atención. Hugh observa que es una mirada de adulto, una mirada astuta.

      —¿Muy digno?

      —No —responde Hugh—. No es eso lo que estaba pensando. No es muy maduro.

      —Ah. —El sacerdote se apoya en el lado de un banco, cuya madera cruje a causa del peso, y con gesto de profunda fatiga juvenil, se lleva las manos a la cara y las baja lentamente, como si tratara de despertarse—. Bueno, supongo que podría decir que en la iglesia, por lo menos en esta iglesia, todos somos niños ante Dios. Eso es lo importante: ser de nuevo un niño. Puede ocurrir, se lo aseguro. Pero creo que usted ya lo sabe y, además, no ha entrado en esta iglesia a escuchar esto. Ni para volver a ser niño.

      Hugh sonríe.

      —¿Para qué he entrado?

      El sacerdote se aclara la garganta. Mira a Hugh y luego desvía los ojos.

      —Déjeme conjeturar.

      —De acuerdo.

      De repente el sacerdote concentra toda su atención en Hugh. Este ve en sus ojos el frío e inteligente destello que pone de manifiesto por qué está el joven ahí, vestido con la sotana negra, atado por amor a Dios y la Santa Virgen.

      —Su vida es lo que lo ha traído aquí esta mañana —dice.

      —De acuerdo, pero ¿qué pasa con mi vida?

      —Algo le pesa.

      —¿Qué clase de peso?

      —No puede hablar —dice el sacerdote—. Nunca puede hablar.

      Al instante Hugh se lleva la mano al bolsillo izquierdo, donde está la carta de Noah. Noah: Excepto con las manos, piensa Hugh.

      —No es desesperación, pero se siente desconsolado. Se siente mudo.

      Hugh sonríe.

      —¿Tiene una casa? —pregunta el sacerdote.

      —Sí.

      —Usted es como yo. Deambula por la casa a altas horas de la noche.

      —A veces hago eso.

      —Todo el mundo dice… quiero decir, seguro que todos sus amigos dicen que está todo bien. —El padre Duquesne sonríe, gozando del momento a pesar del calor, y Hugh piensa: Este chico actúa como si fuese un adivino—. La verdad es que me estoy pasando de la raya.

      —No se preocupe.

      —Seguramente usted, bueno, debe imaginar que, aparte de Dios, hay alguna manera de acceder al espíritu y es probable que se diga que toda esta estructura —hace un amplio gesto con el brazo derecho que engloba la nave de la iglesia— es un fraude colosal. Pero —añade—, de todos modos aquí está.

      Los dos hombres intercambian sonrisas y esperan.

      —Quería hablar de mi hermana —dice Hugh de repente.

      —¿Qué pasa con ella?

      Todavía están de pie en el pasillo. En el exterior suena dos veces una bocina. Toca la bocina si amas… algo.

      —Va a venir de visita con su marido y su hijo. Mi hermana es muy brillante, es física de profesión. Ni siquiera sé en qué trabaja. No soy capaz de entenderlo. Pero, en ciertos aspectos, su vida ha sido muy dura y he tratado de ayudarla cuando le han ocurrido cosas. He tratado de ser un hermano. Nadie sabe cómo hacer eso en este país, cómo ser hermano. Pero ahora no estoy seguro de que ella haya necesitado mi ayuda. Creía que sí, pero tal vez no. He vivido pensando que ella necesitaba que la ayudara. Ahora no estoy seguro.

      —Debe de quererla mucho —dice el padre Duquesne.

      —La quería. —Hugh se corrige—. La quiero.

      —¿Qué significa para usted?

      —¿Mi hermana? ¿Qué significa? ¿Significa algo la gente? Una vez mi padre me pidió que la vigilara, que cuidara de ella. Lo intenté. Tal vez no sea algo que uno deba hacer, pero esas eran las instrucciones que me habían dado. Pienso mucho en ella. No es como estar casado. Es otra clase de amor. No tiene nombre. A veces pienso que me he pasado la vida vigilándola, velando por ella.

      —Ah —dice el padre Duquesne, y pregunta discretamente—: ¿Qué cosa tan tremenda hizo usted?

      —¿Cómo?

      —En

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