Sobre delitos y penas: comentarios penales y criminológicos. Gabriel Ignacio Anitua
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Pero como conjunción de todos ellos, y como idea que inspira cada página, aparece el principio de humanidad. El autor se coloca en la senda de Dorado Montero y de Concepción Arenal y reivindica un tratamiento para con el acusado y para con el condenado que, aun marchando a contracorriente de las teorías hoy en boga entre quienes analizan la fundamentación de la pena, merecen un elogio por sus buenas intenciones.
Mucho dice del autor, del hombre que está detrás del libro reseñado, la perspectiva humana del derecho penal, garantista y resocializador, que se respira en cada página.
El autor recoge, a lo largo de la obra, gran cantidad de sentencias y resoluciones del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo. La jurisprudencia es el mayor apoyo que encuentra Ruiz Vadillo (un hombre vinculado desde siempre, casi, a la judicatura, como refiere en varias ocasiones) para explicar conceptos e ideas. El respeto a esta fuente hace que muchas veces no resulte lo crítico que se podría ser con algunas sentencias. También resulta criticable, desde mi punto de vista, el respeto reverencial que profesa para con las últimas instancias (que no me agrada tildar de “superiores”, como hace con insistencia el autor).
A pesar de ello, en muchas ocasiones el autor realiza tomas de postura, en cuestiones harto problemáticas, y por lo tanto con verdadera valentía. La crítica que puede formulársele en estas ocasiones es que abusa de referencias a lo “obvio”, a lo “sin duda”, o a lo “por todos conocido”. Ello resulta mucho más grave cuando lo “por todos conocido” es algo tan sensible como el plazo razonable de duración de un proceso –sobre esta cuestión merecería que se dedicara una tesis, y aun así dudo que lleguemos a conclusiones definitivas o lejos de la disputa académica y jurisprudencial-. Esto puede disculpársele al autor, en parte, al no tener esta obra grandes pretensiones académicas, y preferir un estilo diáfano y coloquial.
Entre estas posiciones vale destacar la que efectúa al referirse al debido proceso, sin dilaciones indebidas. Culmina por adoptar un mecanismo a aplicar, en estos casos, que el propio autor califica de no ortodoxo (p. 122). Propone aplicar la atenuante analógica del artículo 9, apartado 10 del CP al acusado que haya sufrido la demora indebida o darles la posibilidad a los jueces de rebajar la pena correspondiente en uno o dos grados al transcurrir un tiempo importante. Con estas soluciones pretende dar impulso tanto al legislador cuanto a los jueces pra que se ocupen del problema. La solución propuesta sea, probablemente, criticable. Pero no deja de ser importante que se preocupe por intentar encontrar una solución a este acuciante problema que afecta, principalmente, a los acusados, pero, indirectamente, a la propia justicia, ya que cuando se aleja la resolución de la causa de la fecha en que el delito se cometió, pierde la confianza de la sociedad. La justicia lenta no es justicia, y ello es advertido por el autor.
Merece aplauso también su decidida posición que indica que las diligencias probatorias nulas no pueden servir ni como “notitia criminis”. Lo contrario sería desvirtuar la razón de la existencia de las prohibiciones probatorias, privarlas de su contenido (que el Estado no puede aprovecharse de lo que él mismo ha prohibido, a la verdad solo puede arribarse por los medios y en la forma que la ley permite) y de su objetivo (desalentar la utilización de métodos ilegales de investigación).
Igualmente es loable, en mi opinión, su posición sobre una interpretación amplia del principio de oralidad y el de publicidad. En una cuestión que merece de la doctrina discusiones y donde se observan argumentos para uno y otro lado, el autor se inclina, claramente, en favor de la presencia de las cámaras de televisión, y del periodismo en general, en las vistas orales. Las audiencias deben ser públicas y ello en tanto “que todos puedan ver lo que sucede en un juicio representa uno de los controles sociales más efectivos” (p. 105).
Sin embargo, otras afirmaciones merecen la crítica de quien realiza esta reseña. Así las efectuadas en torno a la doble instancia. Es claro que esta posibilidad debe existir para el condenado, ya que para él configura una garantía. Pero no se entiende que se pueda aplicar un recurso de apelación “tradicional”, y ningún otro si la decisión fue absolutoria, sobre la decisión de un Jurado. El recurso confería la facultad al rey de revisar las sentencias de sus delegados en la administración de justicia. La doble instancia era natural en tiempos del sistema inquisitivo. Con la era moderna y los sistemas de enjuiciamiento orales (y por jurados) se hace incompatible la revisión del fallo. Aunque actualmente, y como una nueva garantía del acusado, resulta imprescindible la implementación de un nuevo juicio (ya que no se podrá valorar sobre el que ya ha sucedido), en caso de condena.
Sostener que una instancia ulterior pueda modificar la decisión soberana de un Jurado (si esta es absolutoria), es desconocerle su potestad, desconocer a los ciudadanos su participación en esta función importantísima del estado, desconfiar de ellos. Esta desconfianza, recelo sobre las opiniones diferentes (que también se revela en su inclinación a ponderar sobremanera las decisiones de tribunales “superiores”, en su rechazo al “uso alternativo del derecho” por parte de algunos jueces, etc.) queda definitivamente plasmado en su posición (que linda con lo antidemocrático para mí) de preferir la decimonónica Ley de Enjuiciamiento Criminal, de corte inquisitivo, por sobre la Ley del Jurado. Para el autor “juzgar es una operación intelectual y jurídica extraordinariamente difícil y delicada” y para ello hacen falta, a su juicio, “Jueces preparados técnicamente e independientes” (p. 115). Esta defensa, casi “gremial”, de personas que no son menos ni más humanas que el resto de los mortales, implica desconocer la participación ciudadana en el poder estatal del que siempre ha solido estar relegada (en el ejecutivo y el legislativo lo hace mediante el voto). La existencia del tribunal de jurados es también un principio-garantía frente a los abusos de poder, implica la mayor descentralización posible, antes de poner en funcionamiento el aparato coactivo estatal. Protege, finalmente, a los ciudadanos, de quedar a merced de una especie de “casta sacerdotal” que aplique un derecho convertido casi en “instrumento esotérico”, de imposible comprensión para quienes debe servir.
Tampoco estoy de acuerdo con su definición del principio de oportunidad como “la antítesis de cuanto creemos que debe configurar un buen proceso penal que realice los valores de la justicia punitiva” (p. 118). Si tomamos en cuenta que la cantidad de causas que llegan a los tribunales constituyen una ínfima proporción de los hechos denunciados, y que estos son, a su vez, muy pocos, en comparación con los hechos que podrían ser delictivos que ocurren, deberíamos preguntarnos en manos de quién está esa efectiva selección de las causas. Empíricamente está demostrado que el sistema penal se aplica tan solo a unos pocos hechos punibles ¿Realmente el autor prefiere dejar la aplicación de estos efectivos criterios de oportunidad en las víctimas, el personal policial, la selección del propio sistema judicial o en el azar? ¿O es que no se percata de lo hipócrita del criterio de persecución de todos los delitos, ante su demostrada imposibilidad? La selección que efectivamente se realiza escapa a todo control jurídico o político. La afirmación “ciega” del principio de legalidad, que se niega a advertir lo que sucede en la realidad, provoca graves disfunciones en el sistema. La selección se oculta, carece de transparencia y provoca más problemas de los que podría provocar la vigencia del principio de oportunidad.
De cualquier forma, a pesar de las críticas, es destacable, en el autor de esta obra, la permanente preocupación por la dignidad del acusado, reflejado en el tratamiento que debe dispensársele (tanto para el caso en que finalmente resulte inocente, o, incluso con más razón parece decir Ruiz Vadillo, si resulta culpable, ya que en el proceso ya comienza a ejercerse la función ejemplarizante del derecho penal).
Finalmente, la obra puede interpretarse como un doble puente entre los postulados