Luis Enrique Nieto Arango: reminiscencias de un rosarista. Kevin Hartmann
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Contenido
ORÍGENES, MITOS Y SÍMBOLOS DEL ROSARIO
Capítulo I. “El Rosario es como un milagro”
Capítulo II. Las primeras décadas. Del pleito a Mutis
Capítulo III. Caldas y el siglo XIX
LA UNIVERSIDAD DEL ROSARIO: UNA UNIVERSIDAD RECTORAL
Capítulo IV. Rafael María Carrasquilla, el segundo fundador
Capítulo V. El siglo XX: José Vicente Castro Silva
Capítulo VI. Castro Silva II y la segunda mitad del siglo XX
Capítulo VIII. Arias, De Greiff y Suárez, la modernización de la universidad
Capítulo IX. Los últimos años del siglo XX y comienzos del XXI
LUIS ENRIQUE NIETO ARANGO: EL ROSARISTA
Capítulo X. Anécdotas personales
Capítulo XII. ¿Qué es el rosarismo?
Discurso de ingreso a la Academia de la Lengua. La epigrafía en el Colegio del Rosario
Nunca llegué a imaginarme que el prólogo de mi autoría tendría carácter póstumo. En efecto, el fallecimiento de Luis Enrique Nieto Arango me tomó por sorpresa lo mismo que a tantos que merecieron y disfrutaron de su amistad. En mi caso —y pido excusas por la autorreferencia—, se extendió transparente, leal y franca por casi tres décadas. Abatido por la noticia, me conmovió hasta el fondo el indisimulable dolor de la secretaria general, doctora Catalina Lleras Figueroa; proporcional en intensidad a la que sintió Marta Chocontá, actual secretaria privada de la doctora Lleras, y que igualmente lo fue cuando el doctor Nieto ocupó por varias décadas esa dignidad.
Nuevamente volví a experimentar en carne propia y con el mismo desasosiego lo inútiles que resultan las palabras ante determinadas situaciones límite de las que ningún ser humano queda exonerado: salvo aquellos cuya humanidad parece estar permeada por un bloque de hielo. En cambio la del doctor Nieto fue esculpida por la sencillez, hasta lograr desarrollar en todo el conjunto de su personalidad ese poder de encantamiento —que sigue llamándose carisma— que le permitía brillar con luz propia en aquellas todas las circunstancias de su vida. En efecto, nunca pasó desapercibido. Liberado por vía de un riguroso trabajo de elaboración interna, esquivó la tentación de incurrir en la arrogancia o en la impostación. Por el contrario, tuvo como asideros la espontaneidad, un finísimo y decantado humor, y una sincera y permanente disposición de escuchar al otro. En ese contexto puedo afirmar con conocimiento de causa, que después de conversar con Luis Enrique uno salía increíblemente reconfortado.
Dios me permitió conocer a un hombre de excepción que en la jerarquía de sus afectos privilegió siempre al Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Desde el recuerdo lo veo sonriente, optimista, dispuesto entre otros asuntos a poner en servicio de nuestra universidad su erudición inmensa en estrecha simbiosis con la más formidable memoria que yo haya podido conocer. Él, que amaba la poesía de Antonio Machado, gustaba con su memoria prodigiosa recitar sus poemas como el siguiente: “y cuando llegue el día del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”.
Ahora solo atino a decir: paz en su tumba.
En definitiva, era Luis Enrique, y vuelvo a retomar al poeta Andaluz, “en el buen sentido de la palabra, bueno”. A esa conclusión llegamos Kevin Hartmann y yo, luego de las largas horas en que entrevistamos a Luis Enrique Nieto Arango, que hoy ha derivado en este valioso texto que tienen hoy los lectores entre sus manos y al que no vacilo en calificar de balsámico.
A su distinguida esposa doña Estela Meneses quisiera decirle que asumo su dolor como propio, al igual que para sus seres queridos.
Ahora sí el prólogo. Independientemente de otras consideraciones lo escribí con el alma, con la piel, con la gratitud, procurando retratar de cuerpo entero a un hombre superior en un mundo cada vez más acorralado por la medianía y la frivolidad.