Xaraguá. Cienfuegos VI. Alberto Vazquez-Figueroa
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El viejo Yauco inventó un brebaje a base de hongos que parecía tener la virtud de ayudarla a reaccionar durante algunas horas, pero tanto el gomero como Bonifacio Cabrera eran de la opinión de que semejante tratamiento no podía resultar beneficioso a largo plazo.
–Vive drogada –se quejaba Cienfuegos–. Y llegará un momento en que no conseguirá sentirse bien sin recurrir a esa porquería.
–Dale tiempo.
–No es cuestión de tiempo, sino de voluntad, y temo que lo que Yauco le ofrece anula aún más su voluntad –fue la convencida respuesta del cabrero–. Tengo que obligarla a reaccionar, pero no se me ocurre cómo.
–Engáñala.
–¿Cómo has dicho?
–Que la engañes –replicó con naturalidad el renco–. Engáñala haciéndole creer que te estás acostando con otra. Tal vez la posibilidad de perderte la obligue a reaccionar.
–O tal vez la hunda definitivamente –le hizo notar el otro–. A menudo tengo la impresión de que eso es precisamente lo que está esperando: que le demuestre que ya no me interesa como antes. Y no es así.
–Extraña situación en la que dos seres no pueden ser felices porque se aman demasiado –sentenció Bonifacio Cabrera–. La vida debería ser mucho más lógica.
–No es culpa mía.
–Nadie te culpa. Pero tampoco puedes culparla. A veces, cuando estáis juntos pareces su hijo, y ella lo nota.
–¿Qué puedo hacer para evitarlo?
–Supongo que nada.
Pero el canario sí que lo hizo, puesto que al día siguiente, en el momento en que penetró en la cabaña y sorprendió a Ingrid mirándose en el pequeño espejo de plata que siempre llevaba consigo, se lo arrancó de la mano y lo arrojó por la ventana directamente al mar.
–¡Deja ya de buscarte arrugas y canas! –exclamó fuera de sí–. Deja de mirarte en el espejo. El único espejo que debe contar para ti soy yo, y lo que en verdad importa es cómo yo te veo.
–¿Y cómo voy a saber cómo me ves si no tengo espejo? Es el único que me dice la verdad.
–¿La verdad? –se sorprendió el gomero–. ¿Qué verdad? La verdad de un pedazo de metal pulido que nada entiende de sentimientos, o la verdad de lo que tú quieres ver en él?
–La única verdad que existe, pues sabido es que los espejos no mienten.
–¿Quién asegura semejante tontería? –inquirió Cienfuegos, sorprendido–. En los espejos la derecha se refleja a la izquierda y la izquierda a la derecha. Esa es ya su primera mentira.
–¿Y la segunda?
–Pretender que una imagen plana representa a un ser humano –sentenció–. Puede que te muestre tus arrugas y tus canas, pero no sabe que cada una de esas arrugas tiene una razón de ser, y cada una de esas canas te ha salido por mi culpa. –Hizo una pausa en la que alargó la mano y le acarició con infinita ternura la mejilla–. Pero yo sí lo sé; para mí esas arrugas y esas canas lo significan todo, y te quiero más que cuando no las tenías. Antes no eras más que una muchacha muy hermosa; ahora eres la mujer a la que amo sobre todas las cosas.
–¡Pico de oro! –sonrió ella–. ¡Y pensar que cuando me enamoré de ti ni siquiera te entendía…!
–Si decir lo que se siente es tener pico de oro, me alegra que así sea. –El gomero tomó asiento frente a ella y la miró a lo más profundo de sus inmensos ojos–. Hay algo que debes tener siempre presente –añadió–. El hecho de que nos amáramos desde el primer momento ha causado mucho dolor y muchas muertes. No debes permitir que todo ese sufrimiento y todas esas vidas humanas se pierdan sin motivo.
–No sé si entiendo bien lo que pretendes decirme.
–Pues creo que está muy claro. Si el día que nos conocimos en aquella laguna no nos hubiéramos entregado el uno al otro como lo hicimos, yo ahora estaría cuidando cabras en La Gomera y tú seguirías siendo la rica y respetada vizcondesa de Teguise. Me habría ahorrado diez años de penalidades por tierras desconocidas, y tu marido y cuatro o cinco desgraciados más, a los que tuve que matar, seguirían con vida. –Le cogió las manos y le besó las palmas con infinito amor para añadir con un susurro–: Menospreciar todo eso por el simple hecho de que ya no te sientes tan joven como entonces se me antoja una crueldad impropia de alguien tan sensible como tú.
Lo que no habían conseguido los brebajes de Yauco, ni los consejos de Anacaona o Bonifacio Cabrera, lo consiguieron en cierto modo las palabras del isleño, puesto que la alemana pareció reaccionar, esforzándose por volver a ser la maravillosa criatura que siempre había sido. Le rogó a Haitiké, que nadaba y buceaba como un pez, que recuperara el perdido espejo, pero ahora procuró no buscar en él nuevas canas y arrugas, sino que lo utilizó para acicalarse y aparecer lo más hermosa posible a los ojos del hombre que tanto amor le demostraba.
Fue por aquel entonces cuando recibieron la inquietante noticia de que el gobernador Ovando acudía en visita de buena voluntad, acompañado por un nutrido séquito.
–¿Por qué? –se apresuró a inquirir Cienfuegos–. ¿Por qué alguien que tiene infinitos problemas que solucionar en Santo Domingo decide emprender de pronto un viaje tan largo y tan incómodo?
–Tal vez traiga la respuesta de mi carta a la reina –aventuró Anacaona.
–España está muy lejos –le hizo notar el gomero–. Esa carta no ha tenido tiempo de ir y volver, teniendo en cuenta con cuánta parsimonia se toman las cosas en la corte.
–Puede que lo único que desee sea conocerme –insinuó no sin cierta maliciosa intención la princesa–. Al fin y al cabo es un hombre.
–No de ese tipo de hombres… –fue la desabrida respuesta–. Fray Nicolás de Ovando es ante todo gobernador, luego religioso y, si le queda algo, el ser humano más frío que he conocido. ¡Desconfiad de él!
–¡Querido amigo…! –le hizo notar la princesa sonriendo ladinamente–. Aprendí a desconfiar de los españoles el día que Alonso de Ojeda invitó a montar en su caballo a Canoabó y lo raptó ante las narices de sus guerreros. –Echó hacia atrás su espesa melena de color azabache y contempló el techo como si recordara momentos clave de su vida–. Y conocí muy bien, ¡demasiado bien!, a Bartolomé Colón, que es el hombre más falso que haya pisado jamás esta isla. Y a Francisco Roldán. Y a tantos otros cuyas traiciones y canalladas tardaría semanas en referir. ¡Quedad tranquilo! –concluyó–.
Ovando nada podrá contra mí en pleno corazón de Xaraguá. Le brindaré la más fastuosa recepción que haya visto nunca, pero no me dejaré sorprender, tenedlo por seguro.
Al canario le hubiera gustado compartir la confianza de la altiva Flor de Oro, pero la experiencia le había enseñado que los hombres como Fray Nicolás de Ovando no