Xaraguá. Cienfuegos VI. Alberto Vazquez-Figueroa

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Xaraguá. Cienfuegos VI - Alberto Vazquez-Figueroa Cienfuegos

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De hecho, en ocasiones casamos una docena de parejas a la vez y sin preguntar sus nombres.

      Ingrid Grass no quedó del todo satisfecha por semejante explicación, pero resultaba evidente que tampoco deseaba que la convencieran, pues pese a cuanto alegara en contra de semejante boda lo que más íntimamente ansiaba en realidad era unirse al hombre al que había dedicado la mayor parte de su vida.

      Las parejas muy enamoradas desean envejecer juntas, pero con frecuencia odian la idea de advertir cómo su pareja va envejeciendo, pues suele resultar mucho más fácil aceptar el propio deterioro físico que el de aquel a quien se ama.

      A menudo, esas personas odian su propio envejecimiento únicamente por el hecho de que son conscientes de que eso causa dolor al otro, ya que comprenden que este experimenta los mismos sentimientos que a él le hieren. Y es que la vejez es un estado de ánimo que puede resultar soportable o insoportable, según los casos, pero lo que sí resulta en verdad difícil de sobrellevar es el largo tránsito que desemboca en la senectud.

      Doña Mariana Montenegro estaba a punto de cumplir los treinta y cinco años en una época en la que la esperanza de vida de una mujer apenas superaba el medio siglo, y había sufrido tantas calamidades que inconscientemente se consideraba ya en la recta final de su vida pese a que acabara de dar a luz un hijo.

      O quizás había sido la propia llegada de ese hijo tan largamente esperado lo que contribuía a hacerle suponer que su ciclo vital había concluido.

      Fuera como fuese, resultaba muy difícil conseguir que se desprendiera de semejante lastre, y aunque hubiera momentos en los que un ligero soplo de ilusión le devolviese a los tiempos felices, en lo más profundo de su ser anidaban ya una resignación y una amargura que habrían de acompañarle hasta la tumba.

      Cienfuegos lo entendía, pero por su parte nada podía hacer por dejar de ser un Hércules a punto ya de alcanzar su total plenitud como ser humano fuera de serie. Por tanto, aquella era una boda descompensada e irregular, pero que, en contra de lo que pudiera parecer, satisfacía más al hombre que a la mujer, pues pese a lo que cualquier observador imparcial imaginase, el amor que el cabrero sentía por la alemana seguía siendo tan sincero que superaba cualquier barrera que los años pretendiera alzar entre ellos.

      Se sintió profundamente feliz al ser bautizado, y hubiera continuado igualmente feliz a no ser por el hecho de que de improviso un muchachito indígena trajo la infausta noticia de que Ovando y sus hombres se habían apoderado de la princesa Anacaona.

      –¿Cómo ha sido? –quiso saber de inmediato el gomero.

      –Hubo una gran fiesta; Flor de Oro compuso sus más bellos poemas y cantó hasta muy entrada la noche. Los españoles parecían muy tranquilos y contentos, pero a un gesto de Ovando prendieron fuego a la gran cabaña y sacando unos puñales que llevaban ocultos comenzaron a matar a la mayoría de los desarmados guerreros al tiempo que ocho o diez se lanzaban sobre la princesa y la cargaban de cadenas.

      –¡Se lo dije! –se lamentó Cienfuegos mordiendo con rabia las palabras–. ¡Se lo advertí mil veces! Nunca debió fiarse de esos malditos españoles.

      –Tú también eres español –le recordó Fray Bernardino, que parecía tan impresionado o más que él mismo.

      –Ya no me siento español –masculló el cabrero con rencor–. Canario, gomero o guanche, ¡cualquier cosa!, menos parte de un pueblo capaz de traicionar a una mujer que los recibe como amigos.

      –Tenemos que ayudarla –intervino Ingrid–. Tenemos que hacer cuanto esté en nuestra mano por convencer a Ovando de que está cometiendo un error. Ella tan solo quiere la paz.

      –¡Olvídalo! –puntualizó el fraile con amargura–. Ya intenté disuadirle pero resultó inútil. Mucho más lo será ahora que ha hecho el viaje y ha conseguido apresarla. La ahorcará.

      –¡No será capaz!

      –Ovando es capaz de todo –sentenció el franciscano, apesadumbrado–. Para él no cuenta más que lo que beneficia a la Corona, y ahora imagina que la Corona quiere a Anacaona muerta.

      –¡Pero eso es absurdo! –protestó la alemana–. ¿Qué daño puede hacer con sus escasas fuerzas?

      –Ninguno que yo sepa –admitió el fraile–. Pero los gobernantes no piensan como el resto de los mortales. A la mayoría de los seres humanos les gusta compartir la vida con otros seres humanos, pero los gobernantes odian compartir el poder. Siempre ven una amenaza en todo.

      –Lo dice como si un gobernante no fuera un ser humano.

      –Es que con demasiada frecuencia dejan de serlo. La autoridad les incita a considerarse superiores, sin caer en la cuenta de que ese simple error les vuelve inferiores, puesto que distorsionan la visión de las cosas.

      –Pero ahorcan a sus enemigos –medió Cienfuegos cortando su disertación–. Me importa poco lo que piense o deje de pensar Ovando –añadió–. Lo que ahora importa es que al apoderarse de Flor de Oro se ha adueñado de Xaraguá, y aquí corremos peligro.

      –¿No pensarás huir? –se sorprendió Ingrid.

      –No, desde luego. Pero mi principal preocupación es ponerte a salvo. Después iré a ver qué puedo hacer por la princesa.

      –No podrás hacer nada, hijo –le advirtió de nuevo el de Sigüenza–. El gobernador ha cometido un error al apresarla, pero no puede permitirse el lujo de cometer uno aún mayor al consentir que se le escape.

      –¿Y cree que estoy dispuesto a dejar morir a alguien que ha hecho tanto por nosotros? –se sorprendió el gomero.

      –No, desde luego. Conociéndote como te conozco, no lo creo, pero la única esperanza de la princesa se centra en la posibilidad de que yo interceda ante el gobernador para que no la ejecute, limitándose a enviarla a España.

      –Para Anacaona el cautiverio sería aún peor que la muerte,–musitó apenas doña Mariana.

      –Siempre hay una posibilidad de regresar del cautiverio, hija, mientras que, ya se sabe, la muerte resulta irremediable. Ruega a Dios para que encuentre argumentos con los que salvarla de la horca.

      –Si Dios no ha sido capaz de echarle una mano a tantos cristianos como he visto en apuros, menos lo hará por una pagana –masculló el cabrero–. Su intención es de agradecer, padre, pero temo que si no se la arrancamos por la fuerza, Ovando no le permitirá seguir viviendo.

      –¿Y cómo piensas hacerlo? –inquirió el religioso en un tono levemente despectivo–. ¿Enfrentándote solo a los soldados del gobernador, o poniéndote al frente de los guerreros de Xaraguá en contra de tus compatriotas?

      –Ya le he dicho que quienes traicionan mujeres no son mis compatriotas.

      –Tu gente es tu gente, comoquiera que te pongas, hijo –sentenció el franciscano–. No niego que en momentos como este incluso a mí me dan ganas de renegar de mi sangre, pero aquí está, bajo mi piel corriendo por mis venas, y a ver cómo lo evito. –Abrió los brazos en un gesto de resignación e impotencia que mostraba a las claras su negro estado de ánimo–. Lo que tienes que hacer, como bien has dicho, es poner a salvo a tu familia y hacer que alguien me lleve junto a Ovando. Le rodean demasiados exaltados y necesita que alguien le frene.

      –Yo le acompañaré –se ofreció el canario–. Bonifacio Cabrera

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